—Lo pongo como lectura obligatoria en Cosmología 412 —dijo Thomas, echándole una mirada nerviosa al marinero preferente de guardia, Leo Zook. El día antes, él y el evangélico habían entrado en una discusión breve y poco satisfactoria sobre Charles Darwin, en la que Zook estaba en contra de la evolución y Thomas señalaba su verosimilitud fundamental.
—Si lo he entendido —dijo Spicer, tamborileando con los nudillos en Historia del tiempo—, Dios se ha quedado sin trabajo.
—Quizá —comentó Thomas.
—No seas ridículo —replicó Zook.
—En el universo de Stephen Hawking —dijo Spicer, volviéndose hacia el evangélico—, Dios no tiene nada que hacer.
—Entonces Stephen Hawking se equivoca —sentenció Zook.
—¿Qué sabrás tú? ¿Acaso has oído hablar del Big Bang?
—Al principio fue el Verbo.
Thomas no sabía decidir si Zook realmente quería discutir Historia del tiempo o si estaba irritando a Spicer sólo para romper el aburrimiento, ya que el barco estaba en piloto automático en ese momento.
Sin morder el anzuelo, el oficial de derrota se volvió a girar hacia Thomas.
—¿Va a celebrar la misa hoy?
—A las quince cero cero horas.
—Estaré allí.
«Bien —pensó el sacerdote—, tú, Follingsbee, la hermana Miriam, Karl Jaworski y nadie más. La parroquia más escasa a este lado del primer meridiano.»
Al dirigirse hacia el cuarto de radiotelegrafía, preguntándose qué le beneficiaba más al mundo, el ateísmo entusiasta de un Hawking o la fe inquebrantable de un Zook, Thomas casi chocó con Lianne Bliss.
Mirando a su alrededor rápidamente, fue directa hasta el oficial de derrota y le dio la vuelta como un barbero apuntando a un cliente hacia un espejo.
—¡Joe, llama al jefe!
—¿Por qué?
—¡Llámale! ¡SOS!
Seis minutos después Van Horne estaba en el puente, oyendo cómo una superviviente del huracán Beatrice llamada Cassie Fowler al parecer había atracado un bote neumático en las Rocas de Saint Paul.
—Podría ser una trampa —le dijo el capitán a Bliss. Le goteaba agua fresca del pelo y de la barba, restos de una ducha interrumpida—. ¿No habrás roto el silencio radiofónico, verdad?
—No. Y no porque no quisiera. ¿A qué se refiere con una trampa?
Sin decir nada, Van Horne se dirigió al radar de doce millas y miró fijamente el objetivo: una bandada de alcatraces migratorios, sospechaba Thomas.
—Ponte a la corneta, Chispas —ordenó el capitán—. Dile al mundo que somos el Arco Fairbanks, en dirección al sur de las islas Canarias. A cualquiera que se comunique con nosotros dale las coordenadas de Fowler.
—¿Es necesario mentir? —preguntó Thomas.
—Cada orden que doy es necesaria. De lo contrario, no la daría.
—¿Puedo llamar a la mujer? —preguntó Bliss, volviendo a la caseta.
Van Horne pasó el dedo índice alrededor de la pantalla del radar, rodeando a los pájaros.
—Dile que hay ayuda en camino. Punto.
Con el ocaso, Bliss regresó al puente y ofreció su informe. Según parecía, el Valparaíso era el único barco a quinientos kilómetros de las Rocas de Saint Paul. Se había puesto en contacto con una docena de puertos desde Trinidad hasta Río y, entre los pocos oficiales de la guardia costera y los trabajadores de la Cruz Roja Internacional que entendían su mezcla desesperada de inglés, español y portugués, ni uno solo disponía de un avión o de un helicóptero con bastante capacidad de combustible para cruzar hasta la mitad del Atlántico y regresar.
—¿Qué dijo Fowler cuando le llamaste? —preguntó Thomas.
—Quería saber si yo era un ángel.
—¿Qué le dijiste?
Frunciendo el ceño, Bliss le lanzó una mirada furiosa a Van Horne.
—Le dije que no tenía autorización para responder.
Dejando Historia del tiempo encima de la terminal del Marisat, Spicer se dirigió a grandes zancadas hasta el timón y desconectó el piloto automático.
—Curso dos-siete-tres, ¿no?
—No —dijo Van Horne—. Mantenemos el curso.
—¿Que lo mantenemos? —dijo Zook, agarrando el timón.
—Es una broma —dijo Spicer.
—No puedo tirar veinticuatro horas, Joe. Es todo lo que ganamos con el Beatrice. Ponnos otra vez en micro de hierro.
Thomas se mordió la boca, los molares se le clavaban en la carne tierna de las mejillas internas. Nunca se había enfrentado a un dilema así. ¿El curso cristiano estaba hacia el oeste, por el ecuador, o hacia el sudeste, hacia Dios? ¿Cuántas neuronas divinas eran igual a un solo náufrago humano? ¿Un millón? ¿Mil? ¿Diez? ¿Dos? Su escepticismo respecto a la predicción del OMNIVAC no hacía mucho por mitigar su ansiedad. Con el tiempo, incluso una neurona salada podría demostrar que era tan valiosa científica y espiritualmente que empezaría a parecer que valía una decena de náufragos, dos decenas de náufragos, tres decenas, cuatro, las vidas de todos los náufragos desde Jonás.
Pero a Jonás lo habían librado, ¿no?
La ballena le había vomitado.
—Capitán, tiene que hacer que viremos —ordenó Thomas.
Cogiendo de un manotazo los prismáticos del puente, Van Horne soltó un resoplido enfadado.
—¿Qué?
—Le digo que haga que viremos. Déle la vuelta al Val y póngalo en dirección a las Rocas de Saint Paul.
—Parece que ha olvidado quién está al mando de esta operación.
—Y usted parece que ha olvidado quién la está pagando. No se imagine que no le pueden reemplazar, capitán. Si los cardenales se enteran de que no ha cumplido con un deber cristiano obvio, no dudarán en traernos por avión a otro patrón.
—Creo que deberíamos hablar en mi camarote.
—Creo que deberíamos virar el barco.
Van Horne alzó los prismáticos e, invirtiéndolos, miró a Thomas por los extremos equivocados, como si al reducir el tamaño del sacerdote también pudiera reducir su autoridad.
—Joe.
—¿Capitán?
—Quiero que traces un curso nuevo.
—¿Destino?
Endureciendo la boca y entrecerrando los ojos, Van Horne metió los prismáticos en su compartimiento de lona.
—Esa granja de guano que hay en medio del Atlántico.
—Bien —dijo Thomas—. Muy bien —añadió, preguntándose cómo, exactamente, justificaría ese desvío ante Di Luca, Orselli y el Papa Inocente XIV—. Créame, Anthony, los actos de compasión son el único epitafio que Él quiere.
Endecha
Cuando Cassie Fowler se despertó, le asombró menos ver que existía una vida después de la muerte que descubrir que precisamente a ella le habían dejado entrar. Parecía que toda su edad adulta, año tras año de fastidiar al Todopoderoso y de rendirle homenaje a la Ilustración, no había llegado a nada. Había sido salvada, extasiada, inmortalizada. Mierda. La situación hablaba mal de ella y peor de la eternidad. ¿Qué cielo digno de ese nombre aceptaría a una infiel tan ardiente como ella?
Era, sin duda, un lugar pío. Un Cristo pequeño de cerámica con ojos azules y labios rojo cereza colgaba sangrando de la pared del fondo. Un sacerdote delgado, adusto y huesudo rondaba junto a su almohada. A los pies de su cama un hombre grande se erguía imponente, la barba gris y la nariz rota evocando a todos los profetas del Viejo Testamento de los que se había enseñado a desconfiar.
—Tiene mucho mejor aspecto. —El sacerdote apoyó la mano sobre su mejilla cubierta de ampollas—. Me temo que no hay ningún médico a bordo, pero el primer oficial cree que no sufre de nada peor que de agotamiento combinado con deshidratación y quemaduras de sol graves. Le hemos estado untando con Noxzema.