—Me gustan tus distintivos.
—Te queda bien mi quimono —dijo la telegrafista con una voz tan profunda que podría haber venido de alguien el doble de su tamaño.
—Le toca un telegrama, Chispas —dijo el padre Thomas, saliendo de espaldas de la caseta—. Veinticinco palabras a su madre, punto. Nada sobre un barco llamado el Valparaíso.
—Roger. —La mujer alargó el brazo desnudo, los bíceps decorados con el tatuaje de una esbelta diosa marina surcando las olas como la pasajera de una tabla de surf—. Lianne Bliss, sagitario. Soy la que captó tu SOS.
La bióloga le estrechó la mano a Lianne Bliss, que la tenía resbaladiza por el sudor ecuatorial.
—Soy Cassie Fowler.
—Lo sé. Menuda aventura has tenido, Cassie Fowler. Sacaste la carta de la Muerte, y luego el Destino la invirtió.
—¿Eh?
—Lenguaje del tarot.
—Me temo que no creo en esas cosas.
—Tampoco crees en Oliver.
—Jesús.
—En un superpetrolero no hay privacidad. Cuanto antes lo sepas, mejor. Vale, el chico tiene pasta pero creo que deberías dejarle. Parece un presumido.
—Oliver es de los que devuelve el vino en un restaurante cuando no le gusta —reconoció Cassie, frunciendo el ceño.
—Según tengo entendido, planea ser el próximo Van Gogh.
—Demasiado cuerdo. Un pintor de domingo como mucho… estoy viva, ¿no, Lianne? Es increíble.
—Estás viva, cielo.
Y he escapado sólo yo para traerte la noticia.
Alargando el dedo índice, Cassie jugueteó con una tecla de telégrafo incorpórea, pulsando jerigonza distraídamente.
—Ahora que todos mis secretos se han revelado, ¿qué hay de los tuyos? ¿Odias tu trabajo?
—Me encanta mi trabajo. Tengo la oportunidad de escuchar las conversaciones de todo el condenado planeta. En una noche clara puedo sintonizar con un hombre de negocios de Tokio y su amante practicando el sexo a través de un teléfono móvil, con un par de traficantes de droga radioaficionados planeando un lanzamiento de opio en Hong Kong, con algunos neonazis despotricando juntos por la banda ciudadana en Berlín. Se lo puedo pasar todo por el hilo musical a las habitaciones de los marineros y ¿sabes qué quieren en realidad? ¡Béisbol de los Estados Unidos! Vaya desperdicio. Si vuelvo a oír otro partido de los Yankees, vomitaré. —Se llevó un lápiz azul de Carpco a la boca y chupó la punta—. Bueno… ¿qué le decimos a mamá?
El cuarto de radiotelegrafía, decidió Cassie, sería un escenario genial para una obra. Se imaginó una sátira de un acto situada únicamente en el complejo de comunicaciones central del cielo, con Dios en los diales, evitando los gritos de dolor y las llamadas de auxilio mientras intenta captar el estadio de los Yankees.
Cerrando los ojos, se centró en su madre: Rebecca Fowler de Hollis, New Hampshire, una pastora de la Iglesia Unitaria alegre y llena de energía cuya iconoclastia era tan fuerte que escandalizaba incluso a su propios feligreses. BEAGLE II HUNDIDO POR EL HURACÁN… SOY LA ÚNICA SUPERVIVIENTE… POR FAVOR DÍSELO A OLIVER…
Sus pensamientos perdieron el rumbo. Misión, había dicho Anthony Van Horne, un barco con una misión, y por la rara expresión que el padre Thomas había adoptado en su camarote, era la misión más siniestra desde que Saúl de Tarso había sufrido un ataque epiléptico y lo había llamado cristianismo.
—Deduzco que éste no es un viaje ordinario.
Lianne le dio un tirón al distintivo de la ENVIDIA AL ÚTERO.
—Es un maldita maniobra de encubrimiento, Cassie. Al parecer, la Santa Madre Iglesia ha detectado una bola enorme de alquitrán que se está coagulando junto a las costas de África, pero ha prometido no hablar del asunto si Carpco agarra la mierda esa y se la da a una organización benéfica. Personalmente, creo que el acuerdo entero apesta.
—Soy socia fundadora de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste —dijo Cassie, ladeando la cabeza, dando a entender que lo comprendía, como si se diera por sentado que cualquier socio fundador de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste no necesitaba que le informaran sobre los defectos de la Santa Madre Iglesia—. Una organización vital, creo, un verdadero baluarte —señaló el colgante de Lianne—, aunque no te gustaría nuestra opinión sobre esas cosas.
—¿Tetas pequeñas?
—Cristales mágicos.
—Me quitó el herpes.
—Lo dudo.
—¿Tienes una explicación mejor?
—El efecto placebo.
—¿Sabes qué, Cassie Fowler? Deberías pasar más tiempo en barcos. Haciendo de vigía en la proa, con el océano rugiendo a tu alrededor y el universo entero extendido sobre la cabeza… verás, así sabes que hay algún tipo de presencia eterna ahí fuera.
—¿Un viejo con barba? —dijo Cassie, reprimiendo una sonrisa burlona.
—Cielo, si he aprendido algo durante mis diez años en el mar, es esto: nunca confundas a tu capitán con Dios.
12 de julio.
Hace dos días llegamos a nuestro destino, 0°0’N, 0°0’E, a 600 millas de la costa de Gabón. Ambas zonas estaban despejadas y, debería habérmelo esperado, Rafael me dijo que el cuerpo se ha estado moviendo, empujado por la corriente.
Supongo que esperaba que encontraríamos algo.
Nuestra pauta de búsqueda es una espiral que se va expandiendo, de sur a norte, oeste a este, norte a sur, este a oeste, sur a norte, un rumbo que debería llevarnos cerca de Santo Tomé antes del martes. Estamos tejiendo una red en el mar, Popeye. Huecos grandes. Pero también es un pez grande.
Crock O’Connor sigue dándome mis 18 nudos, lo que significa que alcanzaremos el ecuador dos veces más antes de medianoche.
Esa Cassie Fowler me odia, lo sé. No hay duda de que es una de «esas personas». De las que abrazan árboles, aman a los bichos y besan a los calamares, las reconozco a un kilómetro, gente para la que un contaminador como Anthony Van Horne se merece que los hurones se lo coman vivo. Sin embargo, tengo que admitir una cosa: es una mujer atractiva, voluptuosa como la vieja Lorelei de mi brazo, con el pelo negro y rizado y una de esas caras largas y caballunas que de pronto parecen cómicas y al poco rato hermosas. He decidido ponerla a trabajar, rascando herrumbre, quizá fregando un váter o dos. En el Carpco Valparaíso nadie viaja gratis.
A la hora de la cena dicté una norma. «Llamadme en cuanto aparezca algo raro por cualquier zona, sea de noche o de día.» A lo que Joe Spicer replicó, con recelo: «Tanto alboroto por un asqueroso pedazo de asfalto».
No somos un barco feliz, Popeye. La tripulación está harta. Está cansada de avanzar en círculos a toda máquina y de ver Los diez mandamientos y de preguntarse qué les oculto.
Cada vez que cruzamos el 0° al norte, Spicer deja caer un centavo en el ecuador.
—Trae buena suerte —dice.
—La necesitaremos —respondo.
—Capitán, aquí hay algo extraño…
Anthony reconoció la voz del oficial de derrota, saliendo por el altavoz del interfono en medio de las interferencias: la voz del oficial y más, la misma mezcla de incredulidad y miedo con la que el primer oficial Buzzy Longchamps había pronunciado su veredicto, Capitán, creo que estamos en un buen lío, la noche en que el Val se incrustó en el arrecife Bolívar.