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—¿Me conoce?

—Éste no es un encuentro casual. —El intruso tenía la voz temblorosa y fragmentada, como si estuviera hablando a través de las aspas de un ventilador en marcha—. Los ángeles conocemos bien tu programa: estas visitas secretas a la fuente, estas abluciones a escondidas…

—¿Angeles?

—Llámame Rafael —el intruso carraspeó—. Rafael Azarías. —Su piel, de un amarillo que aspiraba a ser dorado, brillaba a la luz de la luna como un sextante de latón. Olía a todas las maravillas suculentas que Anthony había probado en sus viajes, a papayas y a mangos, a guanábanas y a tamarindos, a guayabas y a guinepes—. Ya que soy, en efecto, el célebre arcángel que venció al demonio Asmodeo.

Un hombre alado. Con una túnica, con un halo, con delirios de divinidad: otro lunático de Nueva York, se figuró Anthony. No obstante, no opuso resistencia cuando el ángel extendió la mano, le rodeó la muñeca con cinco dedos gélidos y le volvió a llevar a la fuente de Cuxa.

—¿Crees que soy un impostor? —preguntó Rafael.

—Bueno…

—Sé sincero.

—Por supuesto que creo que es un impostor.

—Observa.

El ángel se arrancó una pluma del ala izquierda y la lanzó al estanque. Para el asombro de Anthony, un rostro humano conocido apareció bajo las aguas, reflejado con el tipo de profundidad artificial que asociaba con los cómics de tres dimensiones.

—Tu padre es un gran marino —dijo el ángel—. Si no estuviera jubilado, tal vez le habríamos elegido a él en vez de a ti.

Anthony se estremeció. Sí, era realmente él, Christopher Van Horne, el guapo y gallardo capitán del Amoco Caracas, del Exxon Fairbanks y de muchos otros barcos clásicos. —La frente muy erguida, los pómulos altos, la melena vaporosa de cabello gris perla—. JOHN VAN HORNE, decía su certificado de nacimiento, aunque al cumplir los veintiuno se había cambiado el nombre en homenaje a su mentor espiritual, Cristóbal Colón.

—Es un gran marino —afirmó Anthony. Tiró un guijarro al estanque, que transformó la cara de su padre en una serie de círculos concéntricos. ¿Era un sueño? ¿Un aura de la migraña?—. ¿Le habrían elegido para qué?

—Para el viaje más importante de la historia de la humanidad.

A medida que las aguas se fueron calmando, apareció otro rostro: delgado, tenso y aguileño, posado sobre el alzacuello blanco y tieso de un sacerdote católico.

—El padre Thomas Ockham —explicó el ángel—. Trabaja en el Bronx, en la Universidad de Fordham, dando clases de física de partículas y cosmología de vanguardia.

—¿Qué tiene que ver conmigo?

—Nuestro Creador mutuo ha fallecido —dijo Rafael con un suspiro compuesto de dolor, agotamiento y pena profunda.

—¿Qué?

—Dios ha muerto.

Anthony dio un paso involuntario hacia atrás.

—Eso es una locura.

—Murió y cayó al mar —Rafael le sujetó con los dedos fríos la sirena que Anthony llevaba tatuada en el antebrazo desnudo y le acercó bruscamente—. Escucha atentamente, capitán Van Horne. Vas a recuperar tu barco.

Había un barco, un superpetrolero que medía cuatro campos de fútbol de largo, el orgullo de la flota de la Compañía Caribeña de Petróleo, con Anthony Van Horne al mando. Debería haber sido un viaje de rutina para el Carpco Valparaíso, un viaje de medianoche sin complicaciones desde Port Lavaca, espita del Oleoducto Trans-Texas, a través del Golfo y hacia el norte hasta las ciudades de la costa sedientas de petróleo. La marea era favorable, el cielo estaba claro y el práctico de puerto, Rodrigo López, acababa de guiarles por el estrecho de Nueces sin un rasguño.

—Hoy no chocará contra ningún iceberg —había bromeado López—, pero tenga cuidado con los traficantes de drogas, navegan peor que los griegos. —El práctico señaló con el dedo índice una mancha borrosa en la pantalla del radar de doce millas—. Eso podría ser uno.

Cuando López bajó a su lancha y salió para Port Lavaca, a Anthony le estalló una migraña en el cráneo. Las había sufrido peores —ataques que le hacían caer de rodillas y que rompían el mundo en fragmentos encendidos de cristales de colores—, pero aun así ésta seguía siendo demoledora.

—No tiene buen aspecto, capitán. —Buzzy Longchamps, el primer oficial, un alegre crónico, entró en el puente para empezar su guardia—. ¿Está mareado? —preguntó con una risotada.

—Salgamos de aquí. —Anthony se sujetó las sienes entre el pulgar y el dedo corazón—. Avante a toda máquina. Ochenta rpm.

—Avante a toda máquina —repitió Longchamps. Movió las dos palancas de mando hacia adelante—. Entrega rápida —dijo, encendiendo un Lucky Strike.

—Entrega rápida —afirmó Anthony—. Diez grados de timón izquierdo.

—Diez grados a la izquierda —repitió el marinero preferente al timón.

—Rumbo franco —dijo Anthony.

—Rumbo franco —dijo el marinero preferente.

Acercándose tranquilamente al radar de doce millas, el primer oficial tocó el objetivo amorfo.

—¿Qué es eso?

—Me imagino que un casco de madera, es probable que haya salido de Barranquilla —dijo Anthony—. No creo que lleve granos de café.

Longchamps se rió, con el Lucky Strike balanceándose entre los labios.

—Stu y yo nos las podemos arreglar aquí arriba. —El oficial le dio varios golpecitos en el hombro al marinero preferente, como si estuviera traduciendo sus palabras al código Morse—. ¿Verdad, Stu?

—Y que lo digas —dijo el marinero.

Anthony tenía el cerebro en llamas. Sus ojos estaban a punto de derretirse. «En caso de que hubiera cualquier peligro de navegación o meteorológico, siempre deberá haber dos oficiales en el puente en todo momento». Así decía una de las pocas frases del Manual del Carpco que no daban lugar a malentendidos.

—Estamos a sólo dos millas de mar abierto —dijo el oficial—. Un giro de veinte grados y estaremos a salvo.

Longchamps cogió el walkie-talkie bruscamente y le dijo a Kate Rucker, la marinera preferente que estaba de guardia en la proa, que estuviera ojo avizor por si aparecía un carguero ilegal.

—¿Estás seguro de que puedes encargarte de esto? —le preguntó Anthony al oficial.

—Pan comido.

Así que Anthony Van Horne dejó el puente; la última vez que lo haría como empleado de la Compañía Caribeña de Petróleo.

Anónimo como un pato salvaje, el vapor de caoba apareció en mitad de la noche a una velocidad de treinta nudos, cargado hasta los topes con cocaína sin tratar. Sin luces de navegación y con la timonera a oscuras. Cuando la marinera Rucker les advirtió a gritos por el walkie-talkie, el vapor estaba apenas a un cuarto de milla.

Arriba, en el puente, Buzzy Longchamps gritó: «¡Todo a estribor!», y el timonel respondió en el acto, con lo que puso al petrolero rumbo directo al arrecife Bolívar.

Echado en su litera, postrado por el dolor, Anthony sintió cómo el Valparaíso temblaba y daba una sacudida. Se puso en pie al instante y, antes de salir al pasillo, el espantoso olor a petróleo suelto le llegó a la nariz. Subió en ascensor a la cubierta de barlovento, salió a toda prisa y corrió por la pasarela central, muy por encima de la maraña retorcida de tubos y válvulas. Los gases se arremolinaban por todas partes, se extendían junto a los pendolones en grandes nubes y se derramaban por los lados como fantasmas en fuga. A Anthony le lloraban los ojos, le quemaba la garganta y las cavidades nasales se le quedaron en carne viva y ensangrentadas.

Desde la oscuridad un marinero gritó: «¡Virgen Santa!».