Un relámpago, una serie de formas redondas y altas, todas elevándose al cielo.
Un relámpago, las formas otra vez, como montañas extendidas a lo largo de una costa, cada cual más alta que la siguiente.
—¿Lo ha visto?
—Sí —respondió el sacerdote.
—¿Y…?
Ockham, temblando, se sacó una Sony Handicam del bolsillo del impermeable.
—Creo que son los dedos de los pies.
—¿Los qué?
—Dedos de los pies. Acabo de perder una pequeña apuesta. La hermana Miriam creía que estaría en decúbito supino —a Ockham se le hizo un nudo en la garganta—, mientras que yo suponía…
—En decúbito supino —repitió Anthony—. Sonríe, me dijo Rafael. ¿Se encuentra bien, Thomas?
El sacerdote trataba de ver a través del visor de la Handicam, pero estaba temblando demasiado para colocar bien el ojo en el adaptador ocular. Se le derramaban lluvia y lágrimas por la cara en cantidades iguales.
—Se me pasará.
—¿No irá a desmayarse?
—He dicho que se me pasará. —En su segundo intento, Ockham logró elevar la Handicam y grabar un buen trozo de cinta—. Es bastante poético ver los dedos de los pies primero. La palabra en inglés, toe, tiene un significado especial en mi campo. T-O-E: Theory of Everything, Teoría del Todo.
—¿Todo?
—Estamos buscando una, los cosmólogos. —El sacerdote recorrió las falanges de dolientes con la cámara—. De momento, tenemos ecuaciones de TDT que funcionan a nivel submicroscópico, pero nada que —se le astilló la voz— se ocupe también de la gravedad. Es tan horrible.
—¿No tener una TDT?
—No tener un Padre celestial.
Otra explosión celeste. Sí, se dijo Anthony a sí mismo, no había duda: diez dedos pálidos y curtidos, rígidos por el rigor mortis, que se arqueaban en el cielo sombrío como cúpulas en forma de bulbo que coronasen una ciudad bizantina.
—¡Lentísimo!
—¡Lentísimo!
—Ojalá pudiera ayudarle —dijo Anthony.
—Sólo trate de entender. —El sacerdote volvió a guardarse la Handicam en el bolsillo del impermeable y se sacó las gafas bifocales—. Trate de entender —repitió, limpiando las lentes con la manga—. Inténtelo —dijo con voz quejumbrosa el padre Thomas Ockham, gritando por encima de la tormenta, del mar y de la música demente e irregular del velatorio.
«Antiguamente —pensaba Neil Weisinger—, los barcos mercantes tenían galeotes: ladrones y asesinos que morían encadenados a sus remos.» Hoy en día, tenían marineros preferentes: tontos e inocentones que se desplomaban sujetando sus pistolas de aguja neumáticas Black and Decker. Descascarillar y pintar, descascarillar y pintar, lo único que hacían era descascarillar y pintar. Incluso en un viaje tan extraordinario como éste —un viaje en el que había una isla enorme y carnosa junto a la aleta de estribor, atendida incansablemente por ballenas que gemían y aves que graznaban—, no se podía escapar del descascarillado, ni descansar de la pintura.
Neil estaba en la cubierta del castillo de proa, desconchando herrumbre de un puntal, cuando una voz chilló por el sistema de megafonía, acallando el ruido de su pistola de aguja y penetrando los tapones de goma que tenía en los oídos.
—¡Compañía del barco! —gritó Marbles Rafferty, el jaleo de la pistola entrecortaba sus palabras en sílabas—. ¡A-ten-ción! ¡Que-to-dos-los-ma-ri-ne-ros-se-pre-sen-ten-en-la-sa-la-de-o-fi-cia-les-a-las-die-ci-séis-quin-ce-ho-ras!
Neil apagó la pistola, se quitó los tapones.
—Repito: que todos los marineros se presenten…
Desde que la tía Sarah había ido con Neil al Yeshiva[2] y había insistido en que dejara de regodearse en la pena —habían pasado más de cinco años, señaló ella, desde las muertes de los padres de Neil—, el marinero preferente se había esforzado para evitar la autocompasión. La vida es intrínsecamente trágica, le había sermoneado su tía. Ya es hora de que te acostumbres.
—… dieciséis quince horas.
No obstante, había momentos, como el de ahora, en los que la autocompasión parecía ser la única emoción adecuada. 1615 horas: justo después de que acabara el turno. Había estado planeando pasar el descanso en su camarote, leyendo una novela de Star Trek con una Budweiser de contrabando en la mano.
Tras meter el cepillo de alambre en la botella de ácido clorhídrico, Neil levantó las cerdas empapadas de ácido y empezó a rociar el palo corroído. Un diálogo le corría por la mente, gemas verbales de Los diez mandamientos: «La belleza no es sino una maldición para nuestras mujeres…» «Que se escriba, que se haga…» «¡La gente ha sufrido la plaga de la sed! ¡Ha sufrido la plaga de las ranas, de los mosquitos, de los tábanos, de las enfermedades, de las pústulas! ¡Ya no puede soportar nada más!» El Val había partido de Nueva York con sólo una película en la bodega, pero al menos era buena.
Tardó unos veinte minutos en lavarse. A pesar de los tapones, las gafas protectoras, la mascarilla, la gorra y el mono, la herrumbre había traspasado y se le pegaba al pelo como caspa roja y le cubría el pecho como un eccema metálico, de modo que fue el último marinero en llegar.
Nunca había estado en la quinta planta. A los marineros preferentes del siglo veinte les invitaban a la sala de oficiales tan a menudo como invitaban a la Alhambra a los judíos del siglo catorce. Mesa de billar, candelabros de cristal, paneles de teca, alfombra oriental, cafetera de plata, barra de caoba… así que éste era el secretito escabroso de sus jefes: pasa las guardias mezclándote con el populacho, fingiendo que sólo eres otra urraca, luego escabúllete al Waldorf-Astoria para un cóctel. Que Neil supiera, toda la gente de abordo estaba allí (oficiales, marineros, sacerdote, incluso aquella náufraga, Cassie Fowler, que aún estaba roja y se le pelaba todo el cuerpo, pero en general con un aspecto mucho más sano que cuando la habían sacado de las Rocas de Saint Paul), con la excepción de Lou Chickering, probablemente en el cuarto de máquinas, y Big Joe Spicer, sin duda en el puente asegurándose de que no chocasen con la isla.
Van Horne se subió a la barra de caoba, vestido con su traje azul, la sobriedad de la sarga oscura rota de forma intermitente por botones y ribetes dorados.
—Bueno, marineros, todos lo hemos visto, todos lo hemos olido —le dijo a la compañía reunida—. Creedme, nunca ha habido un cadáver así, ninguno tan grande, ninguno tan importante.
La tercera oficial Dolores Haycox se pasó el peso de la pata de palo a la otra pierna.
—¿Un cadáver, capitán? ¿Ha dicho que es un cadáver?
«¿Un cadáver?», pensó Neil.
—Así es, un cadáver —dijo Van Horne—. Veamos… ¿Alguien quiere adivinar de qué?
—¿Una ballena? —aventuró Charlie Horrocks, el operador de bombeo que tenía aspecto de gnomo.
—Ninguna ballena podría ser tan enorme, ¿verdad?
—Supongo que no —dijo Horrocks.
—¿Un dinosaurio? —sugirió Isabel Bostwick, una limpiadora del Amazonas con los dientes salidos y un corte de pelo moderno.
—No estáis pensando en la escala correcta.
—¿Un alienígena del espacio sideral? —soltó el contramaestre alcohólico, Eddie Wheatstone, con la cara tan desfigurada por el acné que parecía una diana de tiro al arco gastada.
—No. No es un alienígena del espacio sideral… no exactamente. Nuestro amigo el padre Thomas tiene una teoría para vosotros.
Lentamente, con mucha dignidad, el sacerdote caminó en un círculo amplio, rodeando a la compañía, cercándoles con sus pasos.
—¿Cuántos creéis en Dios?