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Anthony bajó por la escalera de en medio del barco, cruzó como una exhalación la cubierta de barlovento y se inclinó sobre la barandilla de estribor. Un reflector recorría la escena, todo el infierno apestoso: el agua negra, el casco roto, el petróleo denso y viscoso saliendo a borbotones por la brecha. Con el tiempo se enteraría de lo poco que les había faltado para hundirse aquella noche; se enteraría de cómo el arrecife Bolívar había rajado el Val como un abrelatas al cortar la tapa de la cena de un cócker spaniel. Pero en aquel momento sólo supo de los gases —y del hedor—, y de la lucidez peculiar que acompaña a un hombre cuando éste es consciente de que está experimentando el peor momento de su vida.

A la Caribeña de Petróleo apenas le importaba si el Val se perdía o se salvaba aquella noche. Un superpetrolero de ochenta millones de dólares era una minucia comparada con los cuatro mil quinientos millones que Carpco se vio obligada a pagar a la larga en indemnizaciones por daños y perjuicios, honorarios de abogados, sueldos de los miembros de grupos de presión, sobornos a pescadores de camarones de Texas, esfuerzos de limpieza que hicieron más mal que bien y una campaña agresiva para devolverle la buena imagen a la corporación. La brillante serie de mensajes televisados que Carpco encargó a las fábricas de vídeos de rock hollywoodenses, cada nuevo anuncio, que trivializaba la muerte de la Bahía de Matagorda con mayor descaro que su predecesor, excedió enormemente el presupuesto, tan ansiosa estaba la compañía por que se emitieran. «A menos que se fije mucho, es probable que no se dé cuenta de que le falta el lunar», entonaba el narrador del anuncio número doce sobre una fotografía retocada de Marilyn Monroe. «Del mismo modo, si estudia un mapa de la costa de Tejas…».

Anthony Van Horne se agarró a la barandilla, se quedó mirando el petróleo encharcado y sollozó. Si hubiera sabido lo que se avecinaba, quizá simplemente se habría quedado allí, paralizado por el futuro: los ochocientos kilómetros de playas ennegrecidas; los seiscientos acres de viveros de camarones echados a perder; la ceguera permanente de trescientos veinticinco manatíes; la asfixia por el petróleo de más de cuatro mil tortugas marinas y delfines piloto; la maceración letal de sesenta mil garzas azules, espátulas rosadas, ibis lustrosos y garcetas niveas. En cambio, subió a la timonera, donde las primeras palabras que salieron de la boca de Buzzy Longchamps fueron: «Capitán, creo que estamos en un buen lío».

Diez meses después, un jurado de acusación eximió a Anthony de todos los cargos de los que el Estado de Tejas le había acusado: negligencia, incompetencia, abandono del puente. Un veredicto desafortunado, puesto que si el capitán no era culpable, entonces otro tenía que serlo, otro llamado Compañía Caribeña de Petróleo: Carpco, con sus barcos con personal insuficiente, con tripulaciones agotadas, con su negativa rotunda a construir petroleros de doble casco y con su plan de emergencia de pacotilla en caso de vertido de petróleo (unas medidas que el juez Lucius Percy enseguida apodó «la mejor obra de ficción marítima desde Moby Dick»). En el mismo momento en que el sistema legal vindicaba a Anthony, sus jefes organizaban su venganza. Le dijeron que nunca volvería a estar al mando de un superpetrolero, una profecía que pasaron a cumplir al persuadir a los guardacostas de que le anularan la licencia. En menos de un año Anthony pasó del sueldo de seis cifras de un patrón de barco a los ingresos míseros de aquellos seres marginales que frecuentan los muelles de Nueva York y aceptan cualquier trabajo que les den. Descargó barcos hasta que las manos se le llenaron de callos. Amarró bulkcarriers y ro-ros. Arregló jarcias, amarras ayustadas, norays pintados y limpió tanques de lastre.

Y se duchó. Cientos de veces. La mañana después del vertido, Anthony se registró en el único Holiday Inn de Port Lavaca y estuvo bajo el agua humeante casi una hora. El petróleo no se iba. Después de cenar volvió a intentarlo. El petróleo siguió allí. Antes de irse a la cama, otra ducha. Inútil. Petróleo interminable, cuarenta y un millones de litros, un tumor de petróleo que se extendía hasta las profundidades de su carne. Antes de que acabara el año, Anthony Van Horne se duchaba cuatro veces al día, siete días a la semana. «Dejaste el puente», le decía una voz áspera al oído mientras el agua le golpeteaba el pecho.

Debe haber dos oficiales en el puente en todo momento…

—Dejaste el puente…

—Dejaste el puente —dijo el ángel Rafael, secándose las lágrimas plateadas con el dobladillo de la manga de seda.

—Dejé el puente —afirmó Anthony.

—No lloro porque dejaras el puente. Las playas y las garcetas me tienen sin cuidado hoy en día.

—Llora porque —tragó saliva— Dios ha muerto. —Las palabras sonaron increíblemente extrañas cuando las pronunció Anthony, como si de repente estuviera hablando senegalés—. ¿Cómo puede estar muerto Dios? ¿Cómo puede tener un cuerpo?

—¿Cómo puede no tenerlo?

—¿No es… inmaterial?

—Los cuerpos son inmateriales, esencialmente. Cualquier físico te lo dirá.

Gimiendo bajito, Rafael apuntó hacia el Salón Gótico Tardío con el ala izquierda y despegó, volando de manera vacilante y torpe, como una polilla dañada. Mientras Anthony le seguía, se dio cuenta de que el ángel se estaba desintegrando. Flotaban plumas en el aire como si fueran los restos de una lucha de almohadas.

—La materia es algo inconsistente —continuó Rafael, inmóvil en el aire—. Partículas. Muy particular. Apenas está ahí. Pregúntale al padre Ockham.

Posándose entre los tesoros medievales, la criatura le cogió la mano a Anthony —esos dedos fríos otra vez, como amarras mojadas en el mar Weddell—, y le condujo hasta un retablo anónimo del Renacimiento italiano en el rincón del sudeste.

—La religión se ha vuelto demasiado abstracta últimamente. Dios como espíritu, luz, amor; olvida esas bobadas neoplatónicas. Dios es una persona, Anthony. Te creó a imagen suya, Génesis 1,26. Tiene nariz, Génesis 8,20. Espalda, Éxodo 33,23. Se mancha los pies con excrementos, Deuteronomio 23,14.

—¿Pero eso no son sólo…?

—¿Qué?

—Ya sabe. Metáforas.

—Todo es una metáfora. Mientras, le están creciendo las uñas de los pies, un fenómeno inevitable en los cadáveres. —Rafael señaló el retablo, que según la leyenda representaba a Cristo y a la Virgen María arrodillados frente a Dios, intercediendo en favor de una familia florentina destacada—. Vuestros artistas siempre han sabido lo que hacían. Miguel Ángel Buonarroti pinta la Creación de Adán y un año después está Dios mismo en la Capilla Sixtina: un anciano con barba, perfecto. O mira a William Blake, ilustrando con diligencia a Job, acertándolo todo, Dios el padre, el anciano de los tiempos. O considera la evidencia que tienes ante ti… —y, en efecto, Anthony se dio cuenta de que allí estaba Dios, mirando desde el retablo: un patriarca barbudo, a la vez sereno y severo, amante y feroz.

Pero no. Era una locura. Rafael Azarías era un farsante, un estafador, un paranoico demente.

—Está usted cambiando de plumas.

—Me estoy muriendo —el ángel corrigió a Anthony. Así era. Su halo, antes tan rojo como el logotipo de Texaco, parpadeaba con una luz rosa anémico. Sus plumas ya no eran brillantes sino que emitían un aura cetrina y enfermiza, como si estuvieran infestadas de luciérnagas envejecidas. Venas escarlata diminutas le entrelazaban los globos oculares—. Todo el ejército celestial se está muriendo. Tal es la profundidad de nuestra pena.

—Habló de mi barco.

—Hay que rescatar el cadáver. Rescatarlo, remolcarlo y sepultarlo. De todas las naves de la Tierra, sólo el Carpco Valparaíso es capaz de hacerlo.