—El Val está destrozado.
—Lo reflotaron la semana pasada. En estos momentos está en Connecticut, ocupando casi todo el Astillero de Acero Nacional, a la espera de los nuevos accesorios que creas que se precisarán para el trabajo.
Anthony se quedó mirando el antebrazo ensimismado, estirando y contrayendo el músculo, haciendo que la sirena tatuada se inflara y se desinflara varias veces.
—El cuerpo de Dios…
—Exactamente —dijo Rafael.
—Supongo que es grande.
—Tres kilómetros de proa a popa.
—¿Boca arriba?
—Sí. Está sonriendo, por extraño que parezca. Sospechamos que es el rigor mortis o quizá eligió asumir esa expresión antes de fallecer.
El capitán se quedó mirando fijamente el retablo, observando la leche de la vida que manaba del pecho derecho de la Virgen. ¿Tres kilómetros? ¿Tres condenados kilómetros?
—Entonces, supongo que saldrá en el Times de mañana, ¿eh?
—Es poco probable. El cuerpo es demasiado denso para llamar la atención de los satélites meteorológicos y produce tanto calor que con un radar de largo alcance se detecta sólo como una zona de niebla de aspecto extraño —mientras el ángel guiaba a Anthony hacia el vestíbulo, le empezaron a caer las lágrimas otra vez—. No podemos dejar que se pudra. No le podemos dejar a merced de los depredadores y de los gusanos.
—Dios no tiene cuerpo. Dios no se muere.
—Dios tiene cuerpo y, por razones que nos son del todo extrañas, el cuerpo ha expirado —las lágrimas de Rafael no dejaban de llegar, como si estuvieran conectadas a una fuente tan fecunda como el Oleoducto Trans-Texas—. Llévale al norte. Deja que el Ártico le congele. Entierra sus restos. —Agarró un folleto del mostrador que promocionaba el Museo Metropolitano de Arte, con La leyenda de la Vera Cruz, de Piero della Francesca estampada en la portada—. Hay un iceberg gigante por encima de Svalbard sujeto de forma permanente a las costas altas de Kvitoya. Nadie va allá. Lo hemos vaciado: boca, pasillo, cripta. Sólo tienes que remolcarle al interior. —El ángel se arrancó una pluma del ala izquierda, se la llevó con cuidado hacia el ojo y mojó la punta con una lágrima plateada. Le dio la vuelta al folleto y empezó a escribir en el dorso en agua salada luminosa: «Latitud: ochenta grados, seis minutos, norte. Longitud: treinta y cuatro grados…»
—Está hablando con el hombre equivocado, Sr. Azarías. Usted quiere un patrón de remolcador, no un capitán de petrolero.
—Queremos un capitán de petrolero. Te queremos a ti. —La pluma de Rafael siguió moviéndose, arrojando letras tan brillantes y ardientes que a Anthony le hacían entrecerrar los ojos—. Tu nueva licencia te llegará por correo. Es del guardacostas de Brasil. —Como si echara una carta al correo, el ángel deslizó el folleto bajo el brazo izquierdo del capitán—. En cuanto se haya equipado al Valparaíso para el remolque, Carpco lo enviará a hacer un crucero de prueba a Nueva York.
—¿Carpco? Oh, no, esos cabrones otra vez no, «ellos» no.
—Claro que «ellos» no. Tu barco lo ha fletado un agente exterior.
—Los capitanes honestos no pilotan naves sin matrícula.
—Tranquilo, que tendrás una bandera: un estandarte del Vaticano, los colores de Dios. —El ángel fue presa de un ataque de tos que lanzó lágrimas y plumas al aire sofocante—. Cayó en el Atlántico a cero por cero grados, donde el ecuador se cruza con el primer meridiano. Empieza tu búsqueda allá. Es bastante probable que haya ido a la deriva, hacia el este, supongo, atrapado en la corriente de Guinea, así que puede que le encuentres cerca de la isla de Santo Tomé, pero claro, con Dios, ¿quién sabe? —Perdiendo muchas plumas por todo el camino, Rafael salió cojeando del vestíbulo y se dirigió hacia el claustro de Cuxa, con Anthony justo detrás suyo—. Recibirás una retribución generosa. El padre Ockham es un hombre acaudalado.
—Puede que Otto Merrick sea adecuado para un trabajo como éste. Creo que sigue con Atlantic-Richfield.
—Recuperarás el barco —dijo el ángel bruscamente, apoyándose en la fuente para recobrar el equilibrio. Respiraba de forma irregular, jadeando, como si lo hiciera a través de pulmones triturados—. El barco… y algo más…
Con el halo chisporroteando y las lágrimas que le caían, el ángel lanzó al estanque su pluma de escribir. Apareció un retablo, pintado con rojos saturados y verdes sucios que recordaban la televisión en color de los primeros años: seis figuras inmóviles sentadas alrededor de una mesa de comedor.
—¿Lo reconoces?
—Mmm…
El día de Acción de Gracias, 1990, cuatro meses después del vertido. Se habían reunido todos en el apartamento de su padre en Paterson. Christopher Van Horne presidía en el otro extremo de la mesa, dominante y elegante, con un traje de lana blanca. A su izquierda: la tercera esposa, una mujer gritona, flaca y autocompasiva llamada Tiffany. A su derecha: el mejor amigo del viejo de los scouts marinos, Frank Kolby, un bostoniano adulador y sin imaginación. Anthony estaba sentado frente a su padre, con su corpulenta hermana, Susan, una piscicultora de bagres de Nueva Orleans, a un lado y al otro su novia de entonces, Lucy McDade, una camarera baja y atractiva del Exxon Bangor. Todos los detalles eran correctos: el puro en la boca de papá, el mechero Ronson en la mano, la salsera de cerámica azul junto a su plato de puré de patatas y carne oscura.
Las figuras se movieron, respiraron, empezaron a comer. Mirando en el estanque de Cuxa, Anthony se dio cuenta, horrorizado, de lo que venía a continuación.
—Eh, mirad —dijo el viejo, dejando caer el mechero Ronson en la salsa—, es el Valparaíso. —El mechero se orientó verticalmente, la ruedecita hacia abajo y el depósito de gas hacia arriba, pero se mantuvo a flote.
—Ranita, cálmate —dijo Tiffany.
—Papá, no lo hagas —dijo Susan.
El padre de Anthony sacó el mechero de la salsera. La salsa marrón y grasienta le corría por los dedos, sacó su navaja suiza y cortó la funda de plástico del mechero. Cayeron gotas de butano aceitoso sobre el mantel de hilo. «¡Vaya por Dios, el Val ha empezado a hacer agua!» Dejó caer el mechero otra vez en la salsera, riéndose mientras el butano se mezclaba con la salsa. «¡Alguien debe de haberlo hecho chocar contra el arrecife! ¡Pobres aves marinas!»
—Ranita, por favor —gimió Tiffany.
—Los delfines piloto no tienen ninguna posibilidad —dijo Frank Kolby, soltando una carcajada grosera.
—¿Crees que el capitán dejó el puente? —preguntó papá con perplejidad fingida.
—Creo que ya has dicho lo que querías decir —dijo Susan.
El viejo se inclinó hacia Lucy McDade como si estuviera a punto de darle una carta.
—Este marinero tuyo dejó el puente. Apuesto a que tenía uno de sus dolores de cabeza y, pfft, se largó y ahora todas las garcetas y las garzas se están muriendo. ¿Sabes cuál es el problema de tu novio, Lucy bonita? ¡Cree que el pájaro viejo manchado de crudo no entra en su jaula!
Tiffany soltó unas risitas.
Lucy se puso roja.
Kolby se rió por lo bajo.
Susan se levantó para marcharse.
—Cabrón —dijo el alter ego de Anthony.
—Cabrón —repitió el Anthony observador.
—¿Alguien quiere salsa? —dijo Christopher Van Horne, alzando la salsera del plato—. ¿Qué os pasa, chicos, tenéis miedo?
—Yo no tengo miedo. —Kolby agarró la salsera y vertió salsa contaminada sobre su puré de patatas.
—Esto nunca te lo perdonaré —dijo Susan furiosa y salió indignada de la habitación.