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Cassie agarró la bitácora de la brújula y la abrazó con la desesperación de una vagabunda borrachina que recupera el equilibrio con la ayuda de una farola. Ya no lograba imaginarse cómo era tener la cabeza clara, no recordaba un tiempo en el que moverse, respirar o pensar hubiera sido algo sencillo. Cogiéndose el vientre inflamado, se quedó mirando el radar de doce millas. Niebla, siempre niebla, como la emisión de un canal de televisión por cable demente, dedicado a la anomia y al miedo existencial, el canal Malestar.

De pronto, ahí estaba el padre Thomas, ofreciéndole una mano en forma de cuenco. Tenía un montón de Cheerios (sin duda, de los que le correspondían del racionamiento), en la palma de la mano. Su generosidad no la sorprendió. El día anterior, le había visto inclinarse por encima de la barandilla de estribor del Val y, en un acto benevolente y prohibido, tirar un puñado de percebes para los pobres desgraciados que gemían en la ciudad de las chabolas.

—No me los merezco.

—Come —ordenó el sacerdote.

—Ni siquiera se supone que debería estar en este viaje.

—Come —repitió.

Cassie comió.

—Es usted una buena persona, padre.

Pasó la mirada nublada por el radar de doce millas, por el radar de quince millas y por el terminal Marisat, y se concentró en la playa. Marbles Rafferty y Lou Chickering estaban saliendo de la Juan Fernández, tras acabar de regresar de otra búsqueda marina evidentemente desastrosa. Saltaron a las olas y, después de recoger el equipo de pesca, caminaron hasta la costa.

—Ni siquiera una cámara de neumático vieja —suspiró Sam Follingsbee, desplomado sobre la consola de control—. Qué lástima, tengo una receta fantástica para hacer caucho vulcanizado con salsa de crema.

—Cállate —dijo Crock O’Connor.

—Si al menos hubieran encontrado una o dos botas. Probaríais mi cuir tartare.

—He dicho que te calles.

Cogiendo el ejemplar de Historia del tiempo del difunto Joe Spicer que había sobre el Marisat, Cassie se lo metió debajo del cinturón de cuero que Lou Chickering le había prestado. Como por arte de magia, pareció que el libro le aliviaba los dolores de estómago. Cojeó hasta el cuarto de radiotelegrafía.

Lianne Bliss estaba sentada fielmente en su puesto. El puño sudoroso sujetaba el micrófono de onda corta.

—… el vapor Carpco Valparaíso —murmuraba—, treinta y siete grados, quince minutos, al norte…

—¿Hay suerte?

La oficial de radio se arrancó los auriculares. Tenía las mejillas hundidas, los ojos inyectados de sangre; parecía una fotografía antigua de sí misma, un daguerrotipo o un grabado a media tinta, gris, descolorido y arrugado.

—A veces oigo algo, parte de programas deportivos de los Estados Unidos, informes meteorológicos de Europa, pero no logro comunicar. Es una pena que los marineros no estén aquí. Hay grandes noticias. Los Yankees van los primeros. —Lianne se volvió a poner los auriculares y se inclinó hacia el micrófono—. Treinta y siete grados, quince minutos, al norte. Dieciséis grados, cuarenta y siete minutos, al oeste. —Se quitó los auriculares otra vez—. Lo peor son los gemidos, ¿no crees? Esos pobres desgraciados. Al menos a nosotros nos dan las hostias para comulgar.

—Y los bálanos.

—Los bálanos me cuestan mucho. Los como, pero me cuesta.

—Lo entiendo —Cassie rozó la diosa del mar de los bíceps de Lianne—. La última vez que estuve en un aprieto así…

—¿Las rocas de Saint Paul?

—Así es. Me comporté de manera vergonzosa, Lianne. Recé para que Dios me librara.

—No te preocupes, cielo. Yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

—En las trincheras no hay ateos, dicen, y es tan cierto, tan jodidamente cierto. —Cassie tragó saliva, saboreando el regusto de los Cheerios—. No… no, estoy siendo demasiado dura conmigo. Esa máxima no es un argumento contra el ateísmo, sino contra las trincheras.

—Exacto.

Un marea fría y gris le inundó la mente a Cassie.

—Lianne, hay algo que deberías saber.

—¿Sí?

—Creo que estoy a punto de desmayarme.

La oficial de radio se levantó de la silla. Movió la boca, pero Cassie no oyó ninguna palabra.

—Ayúdame… —murmuró Cassie.

La marea formó una cresta y se estrelló contra su cráneo. Se deslizó hacia abajo lentamente, a través del suelo del cuarto de radiotelegrafía… a través de la superestructura… de la cubierta de barlovento… del casco… de la isla… del mar.

Se hundió en la profundidad verde.

En el silencio denso.

—Esto es para ti.

Una voz profunda, más profunda incluso que la de Lianne.

—Es para ti —repitió Anthony, pasándole una rodaja de queso americano rancio, con las esquinas arrugadas y el centro habitado por una mancha de moho verde.

Ella parpadeó.

—¿He estado… inconsciente?

—Sí.

—¿Mucho tiempo?

—Una hora. —El tigre de Exxon sonreía desde la camiseta de Anthony—. Sam y yo acordamos que a la primera persona que se desmayara le tocaría la ración de emergencia. No es mucho, doctora, pero es tuya.

Cassie dobló la rodaja en cuatro partes, se metió el montón irregular en la boca y lo engulló, agradecida.

—G-gracias…

Se levantó de la litera. El camarote de Anthony era el doble de grande que el suyo, pero estaba tan abarrotado de cosas que parecía estrecho. Había libros y revistas esparcidos por todas partes, un tomo de Las obras completas de Shakespeare de Pelican en el escritorio, una pila de Diarios meteorológicos del marino en el lavabo, un Manual de Carpco y un Chicas de Penthouse en el suelo. Había un cuaderno de espiral en la mesa, cuya portada mostraba un retrato pintado con aerógrafo de Popeye el marino.

—Tomarás un poco, ¿no? —preguntó Anthony, enseñándole una botella medio vacía de Monte Alban. MEZCAL CON GUSANO, decía la etiqueta. Sin esperar una respuesta, echó un poco en dos tazas de cerámica de Arco.

—Es un calvario ser bióloga. Sé demasiado. —Como los dolores empezaban otra vez, Cassie apretó la mano contra el Historia del tiempo que llevaba sujeto con el cinturón—. Las grasas fueron las primeras en desaparecer y ahora son las proteínas. Casi siento cómo los músculos se me están deshaciendo, crujiendo, partiendo. El nitrógeno flota sin trabas, se desparrama por nuestra sangre, por los riñones…

El capitán tomó un sorbo largo de mescal.

—¿Por eso la orina me huele a amoníaco?

Ella asintió con la cabeza.

—El aliento también me apesta —dijo, pasándole una taza de Arco.

—Cetosis. El olor de la santidad, solían llamarlo, en la época en que la gente ayunaba por Dios.

—¿Cuánto falta para que…?

—Depende un poco de cada uno. Los tipos grandes como Follingsbee podrían durar otro mes. Rafferty y Lianne, cuatro o cinco días, quizás.

El capitán apuró el mescal.

—Este viaje empezó tan bien. Mierda, incluso pensé que le salvaríamos el cerebro. Ya debe de ser picadillo, ¿no crees?

—Es muy probable.

Anthony se sentó detrás de la mesa, volvió a llenarse la taza y sacó un sextante dorado de entre las cartas de navegación y las tazas de café de espuma de poliestireno.