—¿Sabes, doctora? Voy lo bastante contento como para decirte que creo que eres una mujer increíblemente atractiva y absolutamente maravillosa.
El comentario despertó en Cassie una extraña conjunción de placer y aprensión. Se acababa de abrir una puerta al caos y ahora sería mejor que la cerrara de un golpe.
—Me siento halagada —respondió, tomándose un trago caliente de Monte Alban—. No olvidemos que estoy casi comprometida.
—Yo estuve casi comprometido una vez.
—¿Ah, sí?
—Sí. Janet Yost, una contramaestre de Embarcaciones Chevron. —El capitán divisó a Cassie a través del sextante; una sonrisa lasciva le torció los labios, como si, de algún modo, el instrumento le hubiera vuelto la blusa transparente—. Nos acostamos durante casi dos años, transportando cargas desde Alaska. Una o dos veces hablamos de boda. Por lo que a mí respecta, era mi novia. Luego se quedó embarazada.
—¿De ti?
—Aja.
—¿Y…?
—Y me acojoné. Un bebé no es el mejor modo de empezar un matrimonio.
—¿Le pediste que abortara?
—No con tantas palabras, pero ella sabía cuál era mi opinión. Yo no estoy hecho para la paternidad, Cassie. Mira a quién tengo por modelo. Es como un cirujano que aprende el oficio de Jack el Destripador.
—Quizá podrías haber… buscado por ahí, ¿no? Conseguido un poco de orientación.
—Lo intenté, doctora. Hablé con marinos que tenían hijos, caminé hasta esa tienda de juguetes tan grande del norte de la ciudad, F.A.O. Schwarz, y compré uno de esos muñecos tan realistas, para llevármelo a casa y sostenerlo mucho en brazos. Me dio bastante vergüenza comprarlo, te lo aseguro, como si fuera una especie de accesorio sexual. Y, bueno, no nos olvidemos de los viajes que hice al hospital Saint Vincent’s con el propósito de estudiar a los recién nacidos y ver qué tipo de criaturas eran. ¿Te das cuenta de lo fácil que es entrar a hurtadillas en la sala de maternidad? Actúa como un tío y ya está. Ninguna de estas gilipolleces funcionó. Hasta el día de hoy, los bebés me asustan.
—Estoy segura de que podrías superarlo. Alexander pudo.
—¿Quién?
—Una rata de Noruega. Cuando le obligué a que viviera con sus crías, empezó a cuidarlas. Los caballitos de mar también son buenos padres. Y los lumpos. ¿Janet abortó?
—No fue necesario. La madre Naturaleza intervino. Cuando me di cuenta, también habíamos perdido nuestra relación. Una época espantosa, peleas terribles. Una vez me tiró un sextante, así es como me rompí la nariz. Después de aquello, procuramos estar en barcos separados. Quizá sólo estábamos bien de noche. No tuve noticias suyas durante tres años enteros, pero entonces, cuando el Val chocó contra el arrecife Bolívar, me escribió para decirme que sabía que no era culpa mía.
—¿Fue culpa tuya?
—Abandoné el puente.
Apretando los dientes, Cassie apoyó ambas manos contra Historia del tiempo y preguntó:
—¿Encontraremos comida ahí fuera?
—Y tanto, doctora. Te lo garantizo. ¿Estás bien?
—Grogui. Dolores abdominales. Supongo que no tienes más queso.
—Lo siento.
Cassie se estiró sobre la alfombra. El cerebro se le había convertido en una esponja, una Polymastia mamillaris que chorreaba Monte Alban. Había una nube de mescal entre su psique y el mundo, flotando en el espacio como una gasa de teatro, iluminada por detrás, con estrellas titilantes impresas. Un guacamayo escarlata volaba por las constelaciones, el mismo pájaro que había prometido comprarle a Anthony cuando estuvieran en casa, y de pronto estaba mudando de plumas, una por una, hasta que sólo quedó la piel desnuda y viva, huesuda, blanda y comestible.
Pasaron los minutos. Cassie se durmió, se despertó, se durmió…
—¿Me estoy muriendo? —preguntó.
Ahora Anthony estaba sentado junto a ella, con la espalda apoyada contra la mesa, acunándola en sus brazos desnudos y sudorosos. Su sirena tatuada parecía anoréxica. Despacio, extendió la palma de la mano, la línea de la vida bisecada por tres objetos que parecían galletas saladas con forma de palotes gruesos y pequeños.
—No morirás —dijo él—. No dejaré que nadie muera.
—¿Galletas saladas?
—Gusanos encurtidos de mescal. Gaspar, Melchor, Baltasar.
—¿G-gusanos?
—Todo carne —insistió, llevándole lánguidamente a Gaspar, o quizá era Melchor o tal vez Baltasar, a la boca. La criatura era rubísima y estaba segmentada: se dio cuenta de que no era un gusano auténtico, sino la larva de alguna polilla mexicana—. Frescos de Oaxaca.
—Sí. Sí. Bien.
Con cuidado, Anthony introdujo a Gaspar. Ella sorbió, el reflejo de supervivencia más viejo, mojándole los dedos al capitán, empapando su larva. Sonrió lleno de satisfacción, una complacencia similar a la que una madre experimenta al amamantar —nada mal, decidió ella, para un hombre que había sido presa del pánico ante el embarazo de su novia—. Hizo trabajar la mandíbula. Gaspar se desintegró. Tenía un sabor sin refinar, agudo, medicinal, una mezcla de mescal crudo y entrañas de Lepidoptera.
—Dime lo que me has dicho antes —dijo Cassie—. Eso de que yo era… ¿cómo lo dijiste?… «una mujer maravillosamente atractiva…»
Le dio a Melchor.
—Una mujer increíblemente atractiva…
—Sí —ella devoró la larva—. Eso.
Entonces le tocó a Baltasar.
—Creo que eres una mujer increíblemente atractiva y absolutamente maravillosa —Anthony le informó por segunda vez aquel día.
Mientras Cassie masticaba, una ligera sensación de bienestar se apoderó de ella, fugaz pero real. El trigo de General Mills, el queso de Kraft, los gusanos de Oaxaca. Se lamió los labios y se dejó llevar por el sueño. La fe no existía a bordo del Carpco Valparaíso, ni la esperanza tampoco, pero de momento, al menos, había caridad.
Fuera cual fuese la causa de que el Valparaíso no apareciese en las aguas árticas, Oliver no pudo evitar darse cuenta de que la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial se estaba beneficiando mucho del retraso. Según el contrato que la Liga de la Ilustración había firmado con Pembroke y Flume, cada marinero, piloto y artillero tenía que recibir «sueldo de combate» por cada día que sirviera a bordo del portaaviones. No era que los hombres no se lo ganaran. Sus comandantes les hacían trabajar día y noche, como si estuvieran en guerra. Sin embargo, Oliver se sentía resentido. Su dinero, decidió, era como los pechos grandes de Cassie. Durante todo el instituto, ella nunca supo con certeza por qué la invitaban a salir constantemente, o, mejor dicho, lo había sabido y no le gustaba. A una persona se la debería valorar por lo que daba, creía Oliver, no por lo que poseía.
El hombre bajo y feo que interpretaba al capitán de corbeta Wade McClusky, el oficial al mando del Grupo Aéreo Seis, exigía que sus dos escuadrones realizaran dos misiones de práctica al día, lanzando bombas de madera y torpedos de espuma de poliestireno a los icebergs del fiordo Tromso. Mientras, el tipo que hacía de capitán del portaaviones, un irlandés fornido con un bigote de puntas retorcidas, hacía que sus hombres mantuvieran la cubierta de vuelo completamente despejada de hielo y de nieve, incluso durante aquellas horas en las que los aviones de combate no efectuaban sus vuelos rutinarios. Para los marineros atribulados del capitán George Murray, la guardia de combate a bordo del Enterprise era como vivir en un infierno de un barrio residencial, un mundo en el que el camino de entrada de tu casa medía trescientos metros y había que espalarlo incluso en pleno verano.