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Una hora después de que la nonagésima misión consecutiva de PBY no encontrara al Valparaíso, Pembroke y Flume llamaron a Oliver a su camarote. Durante la Segunda Guerra Mundial, esas dependencias espaciosas habían hecho las veces de sala de oficiales, pero los empresarios teatrales las habían convertido en una suite de dos dormitorios con un salón amueblado con miras a una ostentación de la época victoriana tardía.

—La tripulación se está irritando —empezó Albert Flume, guiando a Oliver hacia un diván lujoso que recordaba al sofá del Odalisque de Delacroix.

—Nuestros pilotos y artilleros se están volviendo locos. —Sidney Pembroke desenvolvió una imitación de barra de caramelo Baby Ruth de alrededor del año 1944—. Si no pasa algo pronto que mejore la moral, pedirán que les enviemos a casa.

—Es decir, querríamos empezar a conceder permisos para bajar a tierra a los muchachos.

—Con sueldo de combate.

Oliver les lanzó una mirada furiosa y apretó los puños.

—¿Permiso para bajar a tierra? ¿Adónde? ¿A Oslo?

Flume negó con la cabeza.

—No hay modo de llevarles allá. Los PBY están ocupados con el reconocimiento y no podemos contratar pilotos de avionetas sin llamar la atención.

—Anoche nos dimos una vuelta por la ciudad de Ibsen —dijo Pembroke—. Un sitio aburrido en general, pero aquel Bar Sundog tiene posibilidades.

Oliver frunció el ceño.

—No es más que un hangar viejo para aviones.

—Te lo diremos sin rodeos —dijo Pembroke, devorando alegremente su barra de caramelo—. Suponiendo que estés dispuesto a financiarnos, Alby y yo tenemos intención de convertir el Sundog en un clásico Club de la Organización de los Servicios Unidos. Ya sabes, un segundo hogar, un lugar donde los chicos puedan conseguir un sandwich gratis, bailar con una cabaretera guapa y oír a Kate Smith cantar God Bless America.

—Si lo que vuestra gente quiere es entretenimiento —dijo Oliver—, Barclay hace un número de mago de puta madre. El año pasado salió en el programa Tonight, y dejó en ridículo a curanderos que usaban la oración y la fe.

—¿Dejó en ridículo la oración y la fe? —Flume abrió la nevera, sacó una Rheingold y la abrió—. ¿Qué es, un ateo?

—No, en absoluto.

—No pretendemos menospreciar las aptitudes de tu amigo —dijo Pembroke—, pero nos imaginábamos algo más del estilo de Jimmy Durante, Al Jolson, las Andrews Sisters, Bing Crosby…

—¿Esa gente no está muerta?

—Sí, pero no es tan difícil encontrar a imitadores.

—También importaremos a un grupo de mujeres jóvenes y atractivas para trabajar en la sala —dijo Flume—. Ya sabes, el tipo de chica agradable, sencilla y normal que reparte cigarrillos, se ofrece a bailar y quizá deja que le des un beso furtivo o dos.

—Nada de jovencitas tontas, por supuesto —dijo Pembroke—. Chicas sanas, que aspiren a ser reconocidas como actrices y que sepan que hay algo más en la vida que bares de topless y concursos de camisetas mojadas.

—Ahora mismo son las tres de la madrugada en Manhattan —dijo Flume—, pero si empezamos a llamar hacia la hora de la cena podremos ponernos en contacto con las agencias de talentos pertinentes.

—¿De verdad creéis que el actor medio de Nueva York dejará lo que este haciendo para coger el primer avión a Oslo? —preguntó Oliver.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque para el actor medio de Nueva York —dijo Flume, tragando Rheingold—, que le paguen un sueldo de la escala salarial para imitar a Bing Crosby en una isla recóndita del océano Ártico es lo más cerca que ha estado de un trabajo en muchos años.

27 de agosto.

En la entrada que hice el 14 de julio, te expliqué lo que oí, vi y sentí la primera vez que puse los ojos en nuestro cargamento. Para mi regocijo más absoluto, Popeye, no fue nada comparado con mi segunda epifanía.

A las 0900 estaba fuera de la timonera, con los prismáticos alzados, viendo a los amotinados echados por las calles de su ciudad de chabolas. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de lo mucho que importan nuestras débiles raciones. Nosotros, al menos, nos podemos mover.

Una fragancia fuerte pasó flotando por el ala del puente. Entonces: un tamborileo bajo y profundo. Me giré hacia la playa.

Y ahí estaba, el promontorio glorioso de la nariz de Dios, alzándose a lo lejos como el mismo Monte del Sinaí. Mi migraña se desvaneció. El corazón me dio un vuelco. El tamborileo continuaba, el bum-bum-bum constante de las olas chocando contra Las axilas.

Si este cambio asombroso se debe básicamente a rachas de vientos aislados, a corrientes poco convencionales, a la teoría del caos o a una forma póstuma de intervención divina es algo que, la verdad, no sé.

Sólo sé que Él ha vuelto.

Después de un examen de conciencia considerable y de mucha agonía mental, Thomas decidió empezar por el pecho. Dada su inmensidad, argumentó, mutilar este rasgo constituiría una violación menor que un asalto igual en la frente o en las mejillas. Incluso así, no estaba en paz consigo mismo. La ética situacional siempre le había dado que pensar. Si el Valparaíso no se hubiera quedado sin comunicación con el mundo exterior, no había duda de que Thomas habría enviado un fax a Roma, solicitando las opiniones oficiales de los cardenales sobre la deofagia.

El capitán y las ocho personas que le eran leales hicieron la travesía en la Juan Fernández y, tras maniobrar junto a las costillas de estribor, desembarcaron en el muelle inflable. Se echaron las mochilas y petates diversos al hombro, subieron como pudieron la escalera de Jacob y, con Van Horne a la cabeza, empezaron la caminata mareante hacia el este, a través de la clavícula, y hacia el sur, a lo largo del esternón. De los cinturones de los leales colgaban cacharros como si fueran llaves gigantes de calabozo; su sonido metálico hacía de contrapunto al estruendo que salía retumbando de las axilas.

Al fin llegaron al borde de la areola, un prado rojo y carnoso sobre el que predominaba la forma alta y como un pilar del pezón. Thomas se detuvo, se giro, se quitó el panamá. Le pidió a los fieles que se sentaran. Todos obedecieron, incluso Van Horne, aunque el capitán guardó las distancias, y se recluyó a la sombra de un lunar.

Thomas abrió su mochila y sacó el equipo sagrado: candelabros, cáliz, copón, bandeja de plata, frontal (la joya de su colección, de seda pura, impreso con el Vía Crucis). Los fieles esperaban el sacramento ansiosa pero respetuosamente, todos excepto Van Horne y Cassie Fowler, a quienes se les veía muy fastidiados. «Ocho comulgantes», pensó Thomas con una sonrisa irónica, lo máximo que había tenido en una misa en el Valparaíso, tanto antes como después de que la muerte de Dios se conociera a bordo del petrolero.

La hermana Miriam metió la mano en su petate y sacó el altar: un altar de ética situacional, tuvo que admitir Thomas, ya que en realidad era una cocina Coleman que funcionaba con gas propano. Mientras Miriam desdoblaba las patas de aluminio y las clavaba en la epidermis blanda, Thomas extendió el frontal como una manta para un picnic y sujetó las esquinas con candelabros.

—¿No puede ir más deprisa? —rezongó Fowler.

—Hace lo que puede —dijo Miriam bruscamente.

Cuando Sam Follingsbee le pasó a la monja un cuchillo de trinchar eléctrico, Crock O’Connor le dio una de las motosierras sumergibles que había usado para abrirle los tímpanos a Dios y ella, a su vez, le pasó estos instrumentos a Thomas. Con el fin de ir más rápido, eligió prescindir de los preliminares normales —la incensación de los fieles, el Lavabo, el Orate Fratres, la lectura de los dípticos—, e ir directamente al asunto de la Deconsagración. Pero aquí se quedó encallado. No había ningún antídoto para la transubstanciación en el misal, ningún procedimiento reconocido para volver a convertir el cuerpo divino en pan diario. Quizá bastaría simplemente con invertir las famosas palabras de la Ultima Cena: Accipite et manducate ex hoc omnes, hoc est enim corpus Meum. «Tomad y comed, éste es mi cuerpo». «Muy bien —pensó—. Seguro. ¿Por qué no?»