Thomas se agachó. Tiró de la cuerda de arranque. La motosierra se encendió al instante, zumbando como un avispón de una película de terror. Salían nubes de humo negro de la caja protectora del motor. Gimiendo en voz baja, el sacerdote bajó la sierra, la cogió con más fuerza y la clavó en su Creador.
Apartó la sierra bruscamente.
—¿Qué pasa? —dijo Miriam con la voz entrecortada.
Sencillamente, no estaba bien. ¿Cómo podía estarlo?
—Es mejor morirse de hambre —murmuró.
—Tom, tienes que hacerlo.
—No.
—Tom.
Bajó la sierra otra vez. Los dientes, girando, mordieron la carne, soltaron un chorro de plasma rosado.
Alzó la sierra.
—Deprisa —bramó Lou Chickering.
—Por favor —gimió Marbles Rafferty.
Volvió a meter con cuidado la máquina humeante en la herida. Lánguido, renuente, arrastró la hoja a lo largo de una trayectoria horizontal. Entonces hizo un segundo corte, en ángulo recto con el primero. Un tercer corte. Un cuarto. Pelando la zona de la epidermis, insertó la sierra hasta la caja protectora y empezó la búsqueda de carne de verdad.
—Pleni sunt caeli et terra gloria Tita —recitaba Miriam mientras preparaba el altar. «El cielo y la tierra están llenos de tu gloria». Abrió una caja de cerillas de cocina Diamond, encendió una, protegió con las manos la llama vulnerable y encendió el quemador de la izquierda—. Hosanna in excelsis. —Thomas se dio cuenta de que, por instinto, estaban optando por el modo solemne: una Eucaristía del viejo estilo, en latín y todo.
La niebla silbó al tocar el fuego. Miriam cogió la sartén de hierro de cuarenta y cinco centímetros de Follingsbee y la puso encima del quemador.
—Meum corpus enim est hoc —murmuró Thomas, cortando y haciendo tajadas mientras desacralizaba los tejidos—, omnes hoc ex manducate et acci pite. —Cuando la sangre densa y magenta manó a borbotones hasta la superficie, Miriam cogió el cáliz, se arrodilló y recogió varios litros—. Omnes eo ex bibite et accipite —dijo el sacerdote, filtrando la santidad de la sangre. Siguió trabajando con la sierra, soltando al fin una muestra de carne de tres libras. Tenía que ser así. No existía otra opción. Si no lo hacía él, lo haría Van Horne.
Apagó la hoja vibrante, llevó el filete al altar y lo dejó caer en la sartén. La carne chisporroteó; los jugos rosados salían de lo más profundo de su interior. Surgió una fragancia maravillosa, el aroma dulce de la divinidad dorada a fuego vivo, que hizo que a Thomas se le hiciera la boca agua.
—Ya está hecha —dijo Cassie Fowler, furiosa—. Ya está hecha, joder.
—Paciencia —gruñó Miriam.
—Me cago en la hostia marina…
Pasaron sesenta segundos. Thomas cogió la espátula y le dio la vuelta al filete. Una cuestión de equilibrio: debía cocerlo el tiempo suficiente para matar los agentes patógenos, pero no tanto como para destruir las proteínas valiosísimas que sus cuerpos pedían a gritos.
—¿Qué toca ahora? —preguntó Van Horne con un bufido.
—El fragmento de la Hostia —respondió Miriam.
—A la mierda —le espetó él.
—A la mierda tú —le contestó ella.
Thomas deslizó la espátula por debajo de la carne y la pasó a la bandeja de plata. Respiró y, encendiendo el cuchillo de trinchar, dividió el gran bistec en nueve porciones iguales, cada una del tamaño de un pastelillo.
—Haec commixtio —dijo, cortando un pedacito de su parte— corporis et sanguinis Dei. —Hizo la Señal de la Cruz con la partícula encima del cáliz y la dejo caer dentro—. Fiat accipientibus nobis. —«Esta conmixtión del Cuerpo y de la sangre de Dios sea para los que vamos a recibirla»—. Amén.
—Deje de alargarlo —balbuceó Fowler, con la voz entrecortada.
—Esto es sádico —gimió Van Horne.
—Si no os gusta —dijo Miriam—, encontrad otra iglesia.
Apretando su porción entre el pulgar y el índice, sintiendo como el calor pegajoso le corría por la palma de la mano, Thomas se la llevó a los labios. Abrió la boca.
—Perceptio corporis Tui, Domine, quod ego indignus sumere praesumo, non mihi proveniat in condemnationen.
«La participación de vuestro Cuerpo, oh Señor, que yo indigno me atrevo a recibir, no sea para mí motivo de condenación». Hundió los dientes en la carne. Masticó despacio y engulló. El sabor le dejó estupefacto. Esperaba algo manifiestamente elegante y valioso —carne asada al estilo de Londres, quizá, o ternera alimentada con leche—, pero en cambio evocaba la versión de Follingsbee del Big Mac.
Entonces el sacerdote pensó: claro. Dios había existido para todos, ¿no? Había pertenecido a las multitudes de la comida rápida, a todas aquellas madres obesas que Thomas siempre veía en el McDonald’s de la avenida Bronxdale, pidiendo Happy Meals para su prole gordinflona.
—Corpus Tuum, Domine, quod sumpsit, adhaereat visceribus meis —dijo. «Vuestro Cuerpo, Señor, que he recibido, permanezca estrechamente unido a mis entrañas». Sintió un arranque súbito y eléctrico, aunque no sabía si se debía a la carne en sí o a la Idea de la Carne—. Amén.
Una miríada de sensaciones retozaron entre sus papilas gustativas cuando, con la bandeja de plata en la mano, se acercó a Follingsbee. Más allá del gusto de hamburguesa había algo que no era distinto al Pollo Frito de Kentucky y más allá había indicios de una Triple de Wendy’s.
—Padre, esto me sabe mal.
—Estoy seguro de que podrías haberlo cocinado mejor. No se lo digas al sindicato de cocineros.
Follingsbee se estremeció.
—Yo fui monaguillo, ¿recuerda?
—No hay ningún problema, Sam.
—¿Lo promete? Parece pecaminoso.
—Lo prometo.
—¿Está bien? ¿Seguro?
—Abre la boca.
El chef separó los labios.
—Corpus Dei custodiat corpus tuum —dijo Thomas, introduciendo la porción de Follingsbee. «El Cuerpo de Dios guarde tu cuerpo»—. Come despacio —le advirtió— o te pondrás enfermo.
Mientras Follingsbee masticaba, Thomas siguió por la cola, Rafferty, O’Connor, Chickering, Bliss, Fowler, Van Horne, la hermana Miriam, colocando una porción en cada lengua.
—Corpus Dei custodiat corpus tuum —les decía—. No demasiado rápido —advertía.
Los comulgantes hacían trabajar las mandíbulas y tragaban.
—Domine, non sum dignus —recitó Miriam, lamiéndose los labios. «Señor, yo no soy digno».
—Domine, non sum dignus —dijo Follingsbee, con los ojos cerrados, saboreando su salvación.
—Domine… non… sum… dignus —murmuró Bliss con voz quejumbrosa, temblando de asco hacia sí misma. Para una vegetariana comprometida como Lianne Bliss, aquello era obviamente un suplicio terrible.
—Domine, non sum dignus —dijeron Rafferty, O’Connor y Chickering al unísono. Sólo Van Horne y Fowler permanecieron callados.