—Dominus vobiscum —Thomas le dijo a los fieles, pisando la areola.
Bajo la dirección del capitán los leales sacaron sus machetes, estiletes y navajas suizas y se pusieron manos a la obra, agrandando de forma sistemática la hendidura original a medida que trinchaban más filetes para sus camaradas de la ciudad de las chabolas y, una hora después, habían desollado el cuerpo lo bastante para llenar todas las cazuelas y sartenes.
—Huele a maduro —comentó Van Horne, apretándose la nariz al unirse a Thomas en la areola.
—Cuando no a podrido —reconoció el sacerdote, viendo cómo Miriam embutía un filete sangriento en el copón.
—Sabe, es probable que crea en Él más fervientemente ahora mismo que cuando estaba vivo. —El capitán dejó caer la mano y abrió los orificios nasales—. Es un puro milagro, ¿no cree?
—No sé qué es. —Abanicándose con el panamá, Thomas se volvió hacia los comulgantes.
—Eso o su cuerpo quedó atrapado en la cresta de la corriente de las Canarias, entró en la corriente del Atlántico Norte…
—Ite —Thomas anunció en una voz fuerte y clara.
—… y luego volvió al punto de partida.
—Missa est.
—¿Y usted qué cree, padre? ¿Un milagro o la corriente del Atlántico Norte?
—Creo que todo es la misma cosa —dijo el sacerdote aturdido, exhausto y saciado.
Festín
Aplausos frenéticos y vítores delirantes le dieron la bienvenida a Bob Hope cuando éste, vestido con un uniforme verde y ancho de faena y una gorra blanca de golf, salió al escenario de la Cantina del Sol de Medianoche. El foco le alcanzó la nariz famosa y compleja, pintando su contorno adorado.
—Os aseguro que me lo estoy pasando de fábula aquí en la isla de Jan Mayen —empezó el humorista, saludando con la mano a su público: ciento treinta y dos pilotos y artilleros de la Marina, la mayoría de ellos con cazadoras de aviador marrón oscuro con cuellos de piel negra, más doscientos diez marineros con lepantos blancos y pañuelos azules atados al cuello—. Todos sabéis qué es Jan Mayen. —Dio unos golpecitos al micrófono de la pista, produciendo un toc amplificado—. ¡El paraíso terrenal con carámbanos!
Los militares aullaron para mostrar su acuerdo. Risotadas de alegría.
Oliver, sentado solo, no se rió. Se pulió su segunda cerveza Frydenlund de la noche, eructó y se arrellanó aún más en la silla. Una tragedia terrible, estaba seguro, les había ocurrido a Cassandra y al Valparaíso. Un tifón, una vorágine, un tsunami, o quizá la fuerza era humana, ya que sin duda había otras instituciones además de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste que deseaban quitar de en medio a la carcasa de Dios; instituciones que no vacilarían en hundir un superpetrolero o dos para conseguirlo.
Albert Flume y su compañero se acercaron tranquilamente a la mesa de Oliver.
—¿Te importa si nos sentamos aquí?
—Adelante.
—¿Otra cerveza? —preguntó Sidney Pembroke, señalando el par de botellas vacías.
—Sí, ¿por qué no?
—Anoche dormí en el cuartel con los muchachos —dijo Bob Hope. Con las manos en los bolsillos, se inclinó hacia el micrófono—. Ya sabéis qué es el cuartel. Dos mil catres separados por juegos de dados individuales.
Un clásico de Hope. Los pilotos, los artilleros y los marineros casi se caían de las sillas.
—Alby, lo hemos hecho bien —dijo Pembroke.
—No hay duda de que es una de nuestras mejores producciones —aseguró Flume—. ¡Eh, chica de mis sueños! —llamó a una cabaretera guapa, con el pelo rubio miel, cuando ésta, meneando las caderas, llevaba una fuente de sandwiches de jamón al otro lado de la sala—. ¡Tráele a nuestro amigo Oliver una Frydenlund!
En realidad, el orgullo de los empresarios teatrales estaba justificado. En apenas tres días se las habían arreglado para convertir el Bar Sundog en un club de la Organización de los Servicios Unidos de los años cuarenta. A excepción de que se podía conseguir cerveza, la Cantina del Sol de Medianoche era del todo auténtica, hasta los altavoces ondulados en las vigas, el letrero de SÓLO MILITARES que había sobre la puerta principal y los pósters LOS LABIOS INDISCRETOS HUNDEN BARCOS Y NIMITZ NO TIENE LÍMITES de las paredes. Al principio, Vladimir Panshin se había opuesto a la transformación, pensando que su clientela habitual estaría furiosa, pero entonces se dio cuenta de que por cada científico de la ciudad de Ibsen que no acudiera al menos dos miembros de la Sociedad de Recreación ocuparían su lugar.
El acondicionamiento le había costado a Oliver casi ochenta y cinco mil dólares, casi todo en los carpinteros y en los electricistas que habían traído de Trondheim, pero esa suma no era nada comparada con el porcentaje considerable de su cuenta bancaria que Pembroke y Flume habían consumido para conseguir a la gente con talento. La oficina del sindicato de actores de Nueva York había enviado a unas veinte ingenuas y coristas, todas más que dispuestas a ponerse delantales de cóctel y flirtear con una panda de esquizofrénicos de mediana edad que creían que estaban combatiendo en la Segunda Guerra Mundial. De la Agencia William Morris habían venido Sonny Orbach y sus Harmonicoots, dieciséis músicos septuagenarios que, cuando estaban lo bastante borrachos de Frydenlund, se convertían en una auténtica reencarnación de la orquesta de Glenn Miller. No obstante, el verdadero golpe maestro de los empresarios teatrales fue localizar a los increíblemente talentosos y desconocidos crónicos Hermanos Kovitsky: Myron, Arnold y Jake, alias la Gran Máquina de la Nostalgia Americana (imitadores del circuito del borscht cuyo repertorio se extendía más allá de opciones obvias como Bob Hope y Al Jolson llegando al mundo enrarecido de la imitación femenina). Myron hacía una Kate Smith de primera clase, Arnold una Marlene Dietrich creíble, Jake una Ethel Merman pasable y una Frances Langford decididamente extraña. Fusionando sus falsetes en una armonía tensa de tres partes, los Hermanos Kovitsky podían hacerle jurar a uno que estaba oyendo a las Andrews Sisters cantando Don’t Sit Under the Apple Tree (with Anyone Else but Me).
Oliver se miró el reloj. Las cinco de la tarde. Maldita sea. El intérprete del comandante Wade McClusky debería haberse presentado hacía más de una hora.
—Sabéis, hace unos días comprendí que en realidad el general Tojo pide poco —bromeó Hope—. Un poco de China, un poco de Australia, un poco de Filipinas…
Según él mismo, Wade McClusky era un as divisando objetivos. Cuando aún era alférez, se le conocía como el hombre que podía reconocer una fábrica de aviones camuflada, a tres millas de altura, aunque Oliver no tenía muy claro si era el auténtico Wade McClusky, el auténtico intérprete de Wade McClusky o la versión llevada a la ficción del auténtico intérprete de Wade McClusky que se vanagloriaba de ese talento. En cualquier caso, diez horas antes, el robusto líder del Grupo Aéreo Seis se había encargado personalmente de la operación de reconocimiento, asumiendo el mando del hidroavión PBY de nombre codificado «Fresa Ocho». A Oliver le pareció que era un desarrollo prometedor. Así que, ¿por qué McClusky no había regresado todavía? ¿Llevaba el Valparaíso cañones Bofors después de todo? ¿Había sacado Van Horne a Fresa Ocho del cielo de un disparo?
Hope le hizo una señal a la preciosa y curvilínea Dorothy Lamour —Myron Kovitsky con peluca, maquillaje, traje de noche y pechos de látex—, para que viniera al escenario. Sonriendo, tirando besos, Lamour se deslizó desde el otro lado de la cantina, acompañada de coros de silbidos de admiración.
—Sólo quería que vierais por lo que estáis luchando, muchachos —otro clásico de Hope—. Ayer, Crosby y yo estábamos…