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—¡Atención, todos! ¡Atención! —una voz sin aliento salió de los altavoces, saltando y silbando como una cerveza Moxie al encontrarse con un cubito de hielo—. ¡Les habla el almirante Spruance desde Enterprise! ¡Grandes noticias, soldados! ¡Hace apenas cuatro horas, dieciséis B-25 del ejército despegaron del portaaviones Hornet bajo el mando del teniente coronel James H. Doolittle y lanzaron unas cincuenta bombas destructoras en el centro industrial de Tokio!

Resonaron gritos y aplausos por toda la Cantina del Sol de Medianoche.

—¡No se conoce el alcance de los daños —continuó el intérprete de Spruance—, pero el presidente Roosevelt ha calificado el bombardeo aéreo de Doolittle como «un golpe importante a la moral del enemigo»!

Los recreadores de la guerra patearon el suelo. Desconcertadas pero buscando la aprobación de los soldados, las cabareteras dejaron sus bandejas de sandwiches y vitorearon.

—¡Eso es todo, soldados!

Cuando el tumulto se apagó, el foco giró hacia la esquina nororiental, justo cuando Sonny Orbach y sus Harmonicoots, de traje de etiqueta, se pusieron a interpretar con brío una imitación de Pistol Packin’ Mama de Glenn Miller. Levantándose de un salto, los clientes de la Cantina del Sol de Medianoche empezaron a bailar el jitterbug, juntos, con sus cabareteras y, en el caso de un artillero de cola increíblemente afortunado, con la misma Dorothy Lamour.

En la mesa de al lado, una cabaretera pelirroja alegre estaba ocupada en ganarse su sueldo compartiendo una Coca-Cola con un marinero macizo de cuarenta y pocos años.

—… no tendría que preguntarte adónde vas —estaba diciendo la cabaretera cuando Oliver sintonizó con su conversación.

—Así es —respondió el marinero—. Los japos tienen espías por todas partes.

—Pero sí puedo preguntarte de dónde eres.

—Georgia, señora. Un pueblecito llamado Peach Landing.

—¿De verdad?

—Newark, en realidad.

—Jolines, nunca había conocido a nadie de Georgia. —La cabaretera le hizo ojitos—. ¿Tienes novia, marinero?

—Y tanto, señora.

—¿Llevas su foto contigo, por casualidad?

—Sí, señora. —Con una sonrisa tímida, el marinero se sacó la cartera de sus pantalones acampanados, extrajo una fotografía pequeña y se la pasó a la cabaretera—. Se llama Mindy Sue.

—Parece un encanto, marinero. ¿Te la chupa?

—¿Qué?

A las 1815 horas, el rugido inconfundible de los motores Pratt y Whitney de un hidroavión PBY pasó sobre la Cantina del Sol de Medianoche, haciendo vibrar las botellas de Frydenlund. Una expectativa deliciosa inundó a Oliver. Seguro que era Wade McClusky, dirigiéndose hacia el fiordo más cercano en el Fresa Ocho. Seguro que el Valparaíso había sido divisado.

Después de Pistol Packin’ Mama, Glenn Miller siguió con Chattanooga Choo-Choo, entonces los focos volvieron a iluminar el escenario para las Andrew Sisters, que cantaron The Boogie-Woogie Bugle Boy of Company B (en algún momento, Myron se había escabullido y se había cambiado de traje). Luego vino Bing Crosby cantando suavemente Pack Up Your Troubles in Your Old Kit Bag, tras lo cual Hope se acercó con aire despreocupado a su colega. Meciéndose para atrás y para adelante, los dos ofrecieron su famosa interpretación de Mairzy Doats.

—Hablando de yeguas —dijo Flume cuando Hope y Crosby le dieron la bienvenida a Frances Langford al escenario—, ¿sabías que nuestros submarinos solían llevar cubos de entrañas de caballo en sus misiones?

Oliver no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Cubos de…?

—Entrañas de caballo. A veces entrañas de oveja. De ese modo, siempre que los nazis lanzaban sus cargas de profundidad, el comandante del submarino mandaba las cosas ésas a la superficie ¡y el enemigo creía que había dado en el blanco!

—Qué guerra tan alucinante —dijo Pembroke, suspirando de admiración.

I’m in the mood for love —cantaba Frances Langford.

—¡Has venido al sitio adecuado, nena! —gritó un marinero cachondo.

Simply because you’re near me…

La puerta de la entrada se abrió de golpe y un pequeño vendaval atravesó la Cantina del Sol de Medianoche. Amoratado de frío, el curtido intérprete de Wade McClusky entró dando grandes zancadas y se dirigió a la mesa de Oliver. Cristales de hielo relucían en su cazadora de aviador. Tenía nieve en los hombros como si fuera un caso prodigioso de caspa.

—¡Qué contento estoy de verte! —gritó Oliver, dándole una palmada en la espalda al líder del grupo—. ¿Ha habido suerte?

Sonriendo, tirando besos, Frances Langford se puso a cantar la melodía que la identificaba, Embraceable You.

—Dame un minuto, joder. —McClusky se sacó un paquete de caramelos de menta verde Wrigley de la cazadora, luego se metió una barrita en la boca como un médico introduciendo un depresor—. ¡Eh, monada! —llamó a la cabaretera pelirroja, que seguía bebiendo Coca-Cola con el marinero macizo—. ¡Tráenos una cerveza Frydenlund!

Embrace me, my sweet embraceable you —cantaba Frances Langford—. Embrace me, my irreplaceable you…[5]

—¿Sabes?, existe una historia maravillosa relacionada con ese número —dijo Pembroke—. La señorita Langford estaba visitando un hospital de campaña en el desierto africano. Había habido una gran batalla de tanques unos días antes esa semana y a algunos de los chicos les habían disparado y estaban bastante mal.

—Hope sugirió que les cantara algo —dijo Flume—, así que, por supuesto, Frances salió con Embraceable You. Y cuando miró hacia la cama más cercana… nunca adivinarías lo que vio.

—¿Encontraste al Valparaíso? —inquirió Oliver—. ¿Encontraste el golem?

—No encontré ni una puta cosa —dijo McClusky, aceptando la cerveza que le daba la cabaretera.

—Vio a un soldado sin brazos —dijo Pembroke—. Se le habían quemado los dos. ¿No es una historia maravillosa?

La brisa del final de la tarde levantaba motas de óxido de las dunas, las lanzaba sobre las amuradas de estribor y las esparcía por la cubierta de barlovento como perdigones. Anthony se puso las gafas de espejo y, mirando con dificultad a través de la tormenta de arena, estudió la procesión que se acercaba. Su estómago, lleno, ronroneaba de satisfacción. Como portadores de un féretro transportando un ataúd pequeño pero de una gran carga emocional —el ataúd de una mascota, de un niño, de un enano querido—, Ockham y la hermana Miriam llevaban un cajón de aluminio por la pasarela. Al bajar a cubierta, colocaron la caja a los pies de Anthony. La abrieron.

Empaquetados en papel de cera, había sesenta sandwiches en categorías, filas y capas ordenadas. Cerrando los ojos, Anthony inhaló la fuerte fragancia. El gran avance de Follingsbee había ocurrido poco menos de una hora después de la Eucaristía invertida, cuando había descubierto que la epidermis de su cargamento se podía chafar hasta obtener una pasta que poseía todas las cualidades positivas de la masa del pan. Mientras Rafferty y Chickering habían freído las hamburguesas, Follingsbee había hecho los panecillos. Según la opinión de Anthony, el hecho de que le iba a dar a su tripulación no sólo carne sino una imitación de su cocina favorita casi garantizaba el final del motín.

El capitán se inclinó sobre la barandilla. El emisario de aquel día de la ciudad de las chabolas era un hombre mayor, con cara de bacalao, desnudo hasta la cintura y que llevaba pantalones de ciclista negros. Estaba sentado inmóvil entre las brumas densas y el remolino de óxido, con los brazos abiertos en un gesto de súplica; las costillas sobresalían de su torso arrugado como las placas de una marimba.

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5

Abrazame, cariño, tú que estás hecho para que te abracen, abrázame, tú que eres insustituible. (N. de la T.)