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Doce horas después, el desconcertado sacerdote salió tranquilamente del hotel, cruzó el patio de San Damasco y se presentó a un maestro di camera con penacho en la soleada antecámara del palacio del Vaticano. Di Luca apareció al instante, tan adusto a la luz matutina como bajo los candelabros del Ritz-Reggia, acompañado por el célebre secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Orselli, menudo, dinámico y con sombrero rojo. Uno al lado de otro, los clérigos cruzaron la puerta doble del estudio papal. Thomas hizo una pausa breve para admirar a la guardia suiza con sus picas de acero reluciente. Roma sabía lo que se hacía, decidió. Así era, la Santa Sede estaba en guerra, saliendo siempre al campo contra todos aquellos que querían reducir a los seres humanos a meros simios ambiciosos, a pedazos de protoplasma afortunados, a máquinas excepcionalmente inteligentes y complejas.

Armado con un báculo y cubierto con una capa de armiño, el Papa Inocente XIVse adelantó arrastrando los pies, una mano enguantada y enjoyada extendida, la otra manteniendo firme una tiara con forma de colmena que llevaba sobre la cabeza como un secador eléctrico que está cociendo el peinado de una matrona aburguesada. Thomas sabía que el amor del anciano por la ostentación había ocasionado debates tanto dentro del Vaticano como fuera, pero en general todos estaban de acuerdo en que, como el primer norteamericano en asumir la Silla de Pedro, tenía derecho a todo el boato.

—Seremos honestos —dijo Inocente XIV, nacido Jean-Jacques LeClerc. Tenía la cara gorda, redonda y extraordinariamente hermosa, como una lámpara hecha con una calabaza tallada por Donatello—. Usted no era el primer candidato de nadie.

«Un Papa canadiense», pensó Thomas mientras, sujetándose las gafas bifocales para que no se movieran, besaba el Anillo del Pescador. Antes, el supremo pontífice había sido portugués y su predecesor, polaco. El hemisferio norte se estaba convirtiendo en el sitio donde cualquier niño podía llegar a ser el Vicario de Cristo.

—Los arcángeles le consideran un poco demasiado intelectual —dijo Monsignor Di Luca—. Pero cuando el obispo de Praga no aceptó, les convencí de que usted era la persona indicada para el trabajo.

—¿Los arcángeles? —dijo Thomas, sorprendido de que un secretario papal albergara unas ideas tan medievales. ¿Era Di Luca un literalista bíblico? ¿Un imbécil? ¿Cuántas cabezas de chorlito pueden bailar en la pista del Vaticano?

—Rafael, Miguel, Chamuel, Adabiel, Haniel, Zafiel y Gabriel —explicó en mayor detalle el hermoso Papa.

—¿O es que la Universidad de Fordham ha eliminado a esas entidades en concreto? —una expresión desdeñosa pasó fugazmente por el rostro de Monsignor Di Luca.

—Aquellos que trabajamos en el averno subatómico —dijo Thomas—, aprendemos pronto que los ángeles no son menos verosímiles que los electrones. —Se estremeció de disgusto. No llevaba ni dos días en Roma y ya les estaba diciendo lo que querían oír.

El Santo Padre sonrió ampliamente y se le dibujaron unos hoyuelos en sus mejillas regordetas.

—Muy bien, profesor Ockham. En realidad fueron sus especulaciones científicas las que nos inspiraron para mandarle llamar. No sólo hemos leído La mecánica de la gracia de Dios sino también Supercuerdas y salvación.

—Posee una mente dura —dijo el cardenal Orselli—. Ha demostrado que sabe defenderse contra el modernismo.

—Ascendamos —dijo el Papa.

Subieron cinco pisos en el ascensor hasta la Sala de Proyección del Vaticano, una instalación sepulcral con sonido digital, asientos de terciopelo y un equipo capaz de proyectarlo todo, desde laserdiscs hasta diapositivas de linterna mágica, pero usado habitualmente, explicó Orselli, para las retrospectivas de Cecil B. DeMille y las reposiciones de medianoche de Las campanas de Santa María. Cuando los clérigos se hundían en la tapicería suntuosa, entró un joven bajo y de aspecto atormentado, con un estetoscopio que se le balanceaba en el cuello y el apellido CARMINATI bordado en rojo sobre su vestidura blanca. Acompañando al médico, había una criatura enfermiza, temblorosa y de cabello gris que, aparte de sus otros accesorios inquietantes (halo, arpa, túnica fosforescente), lucía un magnífico par de alas con plumas que le crecía de los omóplatos. Thomas intuyó que había algo nada trivial en el aire. Algo que no podía estar más lejos de Cecil B. DeMille y de Bing Crosby.

—Cada vez que se presenta —el cardenal Orselli señaló hacia el hombre del halo y soltó un suspiró trabajado—, nos convencemos más.

—Me alegro de que esté aquí, Ockham —dijo la criatura en la clase de voz débil y áspera que Thomas asociaba con las películas de gángsters de principios de los años treinta. Tenía la piel increíblemente blanca, más allá de los genes caucásicos, más allá incluso del albinismo; parecía estar modelado en nieve—. Me han dicho que es devoto —se puso de puntillas— y listo a la vez —con lo cual, para el asombro absoluto de Thomas, el hombre del halo batió las alas, subió dos metros y se quedó allí—. El tiempo es de fundamental importancia —dijo, dando vueltas alrededor de la sala de proyección con una torpeza que recordaba a Orville Wright saltando charcos sobre Kitty Hawk.

—Dios bendito —dijo Thomas.

El hombre del halo aterrizó delante de las cortinas rojas del proscenio. Tras apoyarse en el joven médico para recobrar el equilibrio, colocó su arpa en el atril y giró un par de botones de la consola. Las cortinas se abrieron; la habitación se oscureció; un cono de luz brillante se extendió desde la cabina de proyección y alcanzó la pantalla adornada con cuentas.

—El Corpus Dei —dijo la criatura con total naturalidad mientras una diapositiva en color de 35 mm aparecía ante los ojos del sacerdote—. El cuerpo muerto de Dios.

Thomas entrecerró los ojos, pero la imagen —un objeto grande y de forma humana flotando en un mar negro de bilis— seguía siendo confusa.

—¿Qué ha dicho?

La diapositiva siguiente encajó en su lugar con un «clic»: el mismo tema, una vista más cercana pero igualmente borrosa.

—El cuerpo muerto de Dios —insistió el hombre del halo.

—¿Puede enfocarlo mejor?

—No. —El hombre pasó tres fotos insatisfactorias más de la masa enigmática—. Las hice yo mismo, con una Leica.

—Tiene pruebas corroborantes —dijo el cardenal Orselli.

—Un electrocardiograma tan plano como una platija —explicó la criatura.

Cuando la última diapositiva desapareció, la lámpara de proyección volvió a inundar la pantalla con su resplandor inmaculado.

—¿Es esto una broma? —preguntó Thomas. ¿Qué otra cosa podía ser? En una civilización en la que los directores artísticos de los tabloides falsificaban fotos de Bigfoot y pilotos de OVNI, se necesitaría algo más que unas cuantas diapositivas de un no sé qué confuso para cambiar la imagen interior que Thomas tenía de Dios, y que ahora pasara a tener un aspecto tan antropomórfico.

De no ser porque le temblaban las rodillas.

Las manos se le estaban empapando de sudor.

Se quedó mirando la alfombra, contemplando las fibras gruesas que absorbían el ruido, y cuando levantó la vista los ojos del ángel le fascinaron: ojos dorados, chispeantes y eléctricos, como generadores Van de Graff en miniatura que arrojan esquirlas de relámpagos.

—¿Muerto? —dijo Thomas, con voz áspera.

—Muerto.

—¿La causa?

—Misterio absoluto. No tenemos ni idea.

—¿Usted es… Rafael?

—Rafael está en la ciudad de Nueva York, localizando a Anthony Van Horne, sí, el capitán Anthony Van Horne, el hombre que convirtió la Bahía de Matagorda en regaliz.