—¿Cómo te llamas? —preguntó Anthony al hombre hambriento.
—Mungo, señor. —El marinero se puso en pie, y tropezó hacia atrás, y se desplomó contra la hélice tirada del petrolero como un duende crucificado en un trébol gigante—. Marinero preferente Ralph Mungo.
—Encuentra a tus camaradas de barco, Mungo. Diles que se presenten aquí de inmediato.
—A la orden.
—Dales un mensaje.
—¿Qué mensaje?
—Van Horne es el pan de la vida. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Procuremos no exaltarnos —dijo Ockham, rodeándole el hombro a Anthony con la palma de la mano.
—Repítelo —ordenó Anthony al marinero.
—Van Horne es el pan de la vida. —Mungo se apartó del tornillo de ajuste. Respirando con dificultad, se marchó tambaleándose—. Van Horne es el pan…
Veinte minutos después aparecieron los amotinados, cayéndose y arrastrándose por las dunas neblinosas y pronto todos ellos estaban apiñados alrededor de la hélice. La alegoría le gustó a Anthony. Arriba: él, el capitán Van Horne, patrón del Valparaíso, espléndido en su traje azul de gala y su gorra trenzada. Abajo: ellos, mortales abyectos, prosternados en la mierda. No había salido a atormentarles. No deseaba robarles la voluntad o reclamarles el alma. Sin embargo, aquel era el momento de hacer entrar en vereda de una vez por todas a esos traidores, aquel era el momento de enterrar la Idea del Cadáver en el agujero más profundo y oscuro a este lado de la fosa de las Marianas.
Anthony sacó un paquete del cajón.
—Esta olla es como cualquier otra, marineros. Primero el sermón, después el bocadillo —carraspeó—. «Llegada la tarde, se le acercaron los discípulos, diciéndole: despide, pues, a la muchedumbre para que vayan a las aldeas y se compren alimentos». —Había pasado la guardia de doce a cuatro de la tarde hojeando la Biblia de Jerusalén de Ockham, estudiando los grandes precedentes: el maná del cielo, el agua de la roca, la alimentación de los cinco mil—. «Jesús les dijo: dadles vosotros de comer. Pero ellos le respondieron: no tenemos aquí sino cinco panes y dos peces.»
Quitándose el panamá, Ockham le apretó la muñeca a Anthony.
—Corta el rollo, ¿vale?
Hasta entonces Follingsbee había sacado cuatro variedades bien diferenciadas. La favorita del cocinero era la hamburguesa básica, mientras que Rafferty encontraba que el Filete de Pescado era inmejorable (el sabor a pescado provenía del tejido de la areola) y Chickering prefería el Cuarto de Libra con Queso (la cuajada cultivada a partir de la linfa divina). A nadie le gustaban demasiado los McNuggets.
—«Partió los panes y se los dio a los discípulos» —insistió Anthony—, «y éstos a la muchedumbre.» —Lanzó el bocadillo por la borda—. «Y comieron todos y se saciaron…»
El Filete de Pescado formó un arco hacia los amotinados. Alargando la mano, el marinero preferente Weisinger lo atrapó. Incrédulo, desenvolvió el papel de cera y se quedó mirando el regalo. Frotó el panecillo. Olió la carne. Lágrimas de gratitud le corrieron por la cara en surcos paralelos. Hizo una bola estrujando el papel, la lanzó a un lado, se llevó el bocadillo a la boca y pasó los labios por las fibras empanadas y jugosas.
—Come —ordenó Anthony.
Poniendo un dedo índice bajo la nariz, Weisinger enganchó el otro por encima de los dientes inferiores y se abrió la mandíbula haciendo palanca. Introdujo el Filete de Pescado, mordió un trozo grande. Tragó. Engulló. Se estremeció. Un sonido de arcadas le salió de la garganta, como un barco rascando el fondo. Segundos después vomitó la ofrenda, y se manchó la falda con una mezcla pegajosa de grasa ámbar y bilis verde mar.
—¡Mastícalo! —gritó Anthony—. ¡No te estás zampando cacahuetes en el puto antro de un muelle! ¡Mastícalo!
Weisinger rompió un bocado pequeño y volvió a intentarlo. Su mandíbula se movía despacio, con parsimonia.
—¡Está bueno! —exclamó el marinero con voz áspera—. ¡Está muy bueno!
—¡Claro que está bueno! —gritó Anthony.
—¿De dónde lo han sacado? —preguntó Ralph Mungo.
—¡Todas las cosas buenas vienen de Dios! —chilló la hermana Miriam.
Anthony sacó un Cuarto de Libra con Queso del cajón.
—¿Quién es vuestro capitán? —gritó al viento.
—¡Tú! —chilló Dolores Haycox.
—¡Tú! —insistió Charlie Horrocks.
—¡Tú! —intervinieron Ralph Mungo, Bud Ramsey, James Echohawk, Stubby Barnes, Juanita Torres, Isabel Bostwick, An-mei Jong y unos cuantos más.
Con el Cuarto de Libra en la mano, Anthony sacó el brazo por encima de la barandilla.
—¿Quién es el pan de la vida?
—¡Tú! —gritó un coro de amotinados.
Agitó el bocadillo.
—¿Quién os puede perdonar vuestros pecados contra el barco?
—¡Tú!
Saltando a un lado, la hermana Miriam le cogió el Cuarto de Libra a Anthony y lo lanzó al aire. Como un receptor atrapando un pase, Haycox enganchó el paquete y al instante arrancó el papel transparente.
—No tenía ningún derecho a hacer eso —Anthony informó a la monja—. Sólo es una pasajera, por el amor de Dios.
—Sólo soy una pasajera —afirmó ella—. Por el amor de Dios —repitió, torciendo el gesto.
Ockham hurgó en el cajón y sacó cuatro hamburguesas y cuatro cajas de McNuggets.
—¡Os tocan dos por persona! —gritó, tirando los paquetes por encima de la barandilla—. ¡Comed despacio!
—Muy despacio —dijo Miriam, lanzando seis Filetes de Pescado. Llovían bendiciones del cielo. La mitad de los paquetes los cogieron en el aire, la mitad chocó contra la arena. A Anthony le impresionó no sólo el orden con que los amotinados recuperaron la carne que se había caído, sino el hecho de que ningún marinero cogió más de lo que le tocaba.
—Me temen —observó.
—¿Se siente orgulloso de eso? —preguntó Ockham.
—Sí. No. Quiero recuperar mi barco, Thomas.
—¿Cómo se siente al ser temido? ¿Sube a la cabeza?
—Sí que sube.
—¿Nada más?
—Está bien, seré sincero… seguro, estoy tentado de que me besen el culo. Estoy tentado de convertirme en su dios. —Anthony miró fijamente a Ockham—. Si usted tuviera mi poder —dijo el capitán, con un tono que rezumaba sarcasmo—, no hay duda de que lo usaría sólo para el bien.
—Si yo tuviera su poder —dijo el sacerdote, cerrando el cajón—, intentaría no usarlo para nada.
28 de agosto.
Les he salvado, Popeye, y de momento soy su dios. En realidad, no me adoran a mí, por supuesto, es la Idea del Cuarto de Libra. Da igual. Siguen haciendo lo que yo diga.
Su sed es tremenda, pero no paran de excavar. El sol brilla sin piedad, les quema a través de la bruma y les fríe la espalda y los hombros, pero siguen dándole, sólo se detienen el tiempo necesario para devorar bocadillos o aplicarse capas protectoras de grasa gloriosa en la piel.
—Han descubierto el imperativo categórico —me dice Ockham.
—Han descubierto el vientre lleno —le corrijo.
Yo soy su dios, pero la hermana Miriam es su salvadora. Cantimplora en mano, va de un excavador a otro. Inevitablemente, evoca a Debra Paget trabajando en las canteras de ladrillos en Los diez mandamientos, dando agua a los esclavos hebreos.