—¿Qué le pasó? —preguntó Neil.
—El mar de Gibraltar está lleno de minerales, así es como Follingsbee ha estado condimentando nuestras comidas. Sospecho que petrificaron las fibras.
Neil se sacó la camiseta de malla y, secándose la frente, miró hacia el sur. La luna estaba realizando su milagro hidráulico, inundando la cala con la marea y haciendo levitar al petrolero centímetro a centímetro.
—¿Sabe guardar un secreto, padre? Cuando el Val se marche esta noche, yo estaré junto a esta higuera.
—¿No vienes con nosotros? —el padre Thomas frunció el ceño, enredando sus cejas tupidas.
—Es lo que un cristiano llamaría un acto de contrición.
—Leo Zook estaba muerto antes de que sacaras la navaja —protestó el sacerdote—. Y en cuanto a Joe Spicer… fue en defensa propia, ¿no?
—Tengo una imagen en la cabeza, padre, una escena que se repite una y otra vez. Estoy en el tanque central número dos y lo único que tengo que hacer es alargar la mano y abrir la válvula de oxígeno de Zook. Un simple giro de la muñeca, nada más. —Neil abrazó el tronco inmortal—. Si pudiera volver atrás y hacerlo…
—Tenías el cerebro lleno de gas de hidrocarburo. Te estaba destrozando el juicio.
—Quizá.
—No podías pensar con claridad.
—Murió un hombre.
—Si te quedas aquí, tú morirás.
Neil arrancó un higo de piedra.
—Quizá sí, quizá no.
—Claro que morirás. No te puedes comer eso y nos vamos a llevar a Dios con nosotros.
—¿De verdad cree que nuestro cargamento es Dios?
—Es una pregunta difícil. Discutámoslo en el barco.
—Desde que tengo memoria, mi tía Sarah me ha estado diciendo que estoy atrapado dentro de mí, «Neil, el ermitaño, llevando a rastras su cueva privada adonde quiera que vaya», y ahora me voy a convertir en uno de verdad, un ermitaño igual que…
—No.
—… que Rabbi Shimon.
—¿Quién?
—Shimon bar Yochai. A finales del siglo II, Rabbi Shimon se metió en un agujero en el suelo y se quedó allí, y ¿sabe qué le ocurrió al final?
—Se murió de hambre.
—Compartió la esencia incognoscible del Creador. Encontró al En Sof.
—¿Quieres decir que vio a Dios?
—Vio a Dios. El Dios verdadero, sin forma y sin nombre, el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada, no ese King Kong de ahí.
—Que sepamos, esta isla loca podría volver a hundirse de pronto y regresar al sitio de donde vino. —El padre Thomas se quitó el panamá y se pasó una mano atrofiada por el pelo—. El caos es… caótico. Te ahogarás como una rata.
Neil pasó los dedos por la corteza de piedra.
—Si Él me perdona, me librará.
—Una acción así… es irresponsable, Neil. Hay gente en casa que se preocupa por ti.
—Mis padres han muerto.
—¿Y qué hay de tus amigos? ¿De tus parientes?
—No tengo amigos. Mis tías no me soportan. Adoraba a mi abuelo, pero murió hace… ¿cuánto?… seis años.
El sacerdote cogió una roca. La lanzó al aire, la cogió, la lanzó, la cogió.
—Seré sincero —dijo al final—. A este En Sof tuyo, yo también quiero conocerlo, en serio. —Se volvió a poner el sombrero, se lo caló hasta las mismas cejas—. A veces creo que mi iglesia cometió un error fatal al convertir a Dios en hombre. Amo a Jesucristo, de verdad, pero es demasiado fácil imaginarle.
—Entonces, ¿tengo su bendición?
—No, mi bendición no. Pero…
—¿Qué?
—Si esto es lo que te pide la conciencia…
Suspirando, el padre Thomas extendió el brazo derecho. Neil alargó la mano. Los dedos magullados se entrelazaron. Las palmas maltratadas se unieron.
—Adiós, marinero preferente Weisinger. Adiós y buena suerte.
Neil se sentó junto al tronco inmortal.
—Vaya con Dios, padre Thomas.
El sacerdote se dio la vuelta, bajó la loma y regresó hacia el oleaje susurrante.
Dos horas después, Neil no se había movido. El viento nocturno le refrescó la cara. Las estrellas se asomaban a través de la niebla como velas brillando detrás de ventanas cubiertas de escarcha. La luz de la luna se derramaba y glaseaba los rompientes, transformaba las dunas en montículos de gemas centelleantes.
Con la fiambrera en la mano, Neil trepó al árbol, avanzando rama a rama, como si estuviera escalando un palo mayor. Cuando se colocó en un recodo, los dos motores del Valparaíso se encendieron, sus silbidos y resoplidos provocaron un eco que fue de un lado a otro de la isla Van Horne y, al cabo de pocos minutos, el barco salía del puerto. Las cadenas de remolque se tensaron, los eslabones chirriaron unos contra otros como las muelas del juicio de un inmenso dragón insomne. El barco siguió moviéndose, avante a toda máquina. El marinero fue presa del pánico. No era demasiado tarde. Aún podía concederse un indulto, abalanzándose hasta la playa y pidiendo a gritos que el petrolero se detuviese. En el peor de los casos, podía incluso tratar de perseguirlo a nado.
Los músculos del estómago se le contrajeron espasmódicamente. Los jugos digestivos borbotearon. Sacó su medalla de Ben-Gurion y frotó el perfil del anciano con el pulgar. Así, ya estaba mejor, sí, sí. A partir de entonces, cualquier día, a cualquier hora, el árbol se volvería cálido, más cálido, caliente, empezaría a echar humo, ardería. Y no se consumiría.
Neil Weisinger abrió la fiambrera de Bugs Bunny, sacó un Cuarto de Libra con Queso y se la comió muy, muy despacio.
TERCERA PARTE
Edén
El dos de septiembre, a las 0945 horas, el Carpco Valparaíso atravesó la niebla. La claridad vibrante y cortante del mundo —el destello del Atlántico Norte, el resplandor azur del cielo, las plumas blancas brillantes de los petreles que pasaban—, hizo llorar de alegría a Thomas Ockham. Así es cómo se debió de sentir el mendigo ciego cuando, después de que Jesucristo le dijera que visitara la piscina de Siloé y se quitara el lodo de los ojos, de repente descubrió que veía.
A las 1055 el fax de Lianne Bliss se puso en marcha, y arrojó lo que Thomas supuso que era la última de una serie de transmisiones histéricas desde Roma, de las que ésta se distinguía principalmente por ser la primera en llegar. ¿Por qué había cortado Ockham la comunicación?, quería saber el Vaticano. ¿Dónde estaba el barco? ¿Cómo estaba el Corpus Dei? Buenas preguntas, legítimas, pero que Thomas era reacio a responder. Aunque el resurgir súbito de una civilización pagana perdida era algo que no podía haber anticipado o prevenido, intuía que, de todos modos, Roma encontraría la manera de culparle, por la isla Van Horne, por el retraso intolerable, por la disolución de su cargamento, por todo.
Al principio, ni Thomas ni nadie más de a bordo se dio cuenta de lo mucho que se había agriado el cadáver. Su inocencia permaneció intacta aún el cuatro de septiembre, cuando el petrolero cruzó el paralelo cuarenta y dos, la latitud de Nápoles. Entonces el viento cambió. Era un hedor que iba más allá del simple olfato. Después de hurgar en los orificios nasales y los senos de todo el mundo, los gases buscaron los sentidos restantes: arrancaron lágrimas de los ojos de los marineros, les quemaron la lengua y restregaron la piel. Algunos marineros incluso afirmaron que oían el terrible olor, gimiendo desde el otro lado del mar como las voces de las sirenas tentando a la tripulación de Ulises para que encontraran la muerte. Cada vez que un grupo de cocineros iba en la Juan Fernández a buscar filetes comestibles de entre la putrefacción creciente, tenía que llevarse equipos Dragen consigo y respirar aire embotellado.