Thomas, haciendo una mueca, se llevó el vaso a la boca. Bebió un sorbo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo en espiral, de la cabeza a los pies. Se sentía como si estuviera experimentando el destino que Poe había ideado para el protagonista de El pozo y el péndulo, excepto que en este caso la bisección estaba ocurriendo a lo largo del eje del prisionero. Sólo después del tercer sorbo, la mitad de Thomas que estaba en deuda con la Santa Madre Iglesia venció a la mitad que compartía las sospechas del capitán.
—¿Sabía que el marinero preferente Weisinger se quedó en la isla? —preguntó Thomas.
—Me lo dijo Rafferty.
—El chico cree que va a tener una experiencia religiosa importante.
—Una experiencia de inanición importante.
—Exacto.
—No viraremos —dijo Van Horne.
—Cuando los cardenales se enteren de que se ha convertido en un renegado, se volverán irracionales, ¿se da cuenta, no? Le… sólo Dios sabe lo que harán. Enviarán a la fuerza aérea italiana tras usted con misiles crucero.
Van Horne se bebió el Borgoña de un trago.
—¿Qué le hace pensar que los cardenales se van a enterar de que me he convertido en un renegado?
—Usted tiene sus responsabilidades, yo tengo las mías.
—Por Dios, Thomas, ¿he de prohibirle la entrada al cuarto de radiotelegrafía?
—No tiene derecho.
—Hagamos que sea oficial. ¿Vale? A partir de este momento, el cuarto es zona prohibida para usted. Que sea todo el maldito puente. Si le cojo enviando a Di Luca tan siquiera un puto movimiento de ajedrez, le encerraré en el calabozo y tiraré la llave por la borda.
A Thomas se le coaguló un nudo helado en el estómago.
—Anthony, he de decirle algo. He de decirle que nunca en toda mi vida he tenido un enemigo, pero hoy, me temo que usted se ha convertido en mi enemigo. —Hizo una mueca—. Como cristiano, por supuesto, debo intentar amarle de todas formas.
Van Horne atravesó el culo de su vaso de espuma de poliestireno con el índice.
—Ahora deje que yo le diga algo. —Le lanzó al sacerdote una sonrisa enigmática—. Cuando los cardenales obtuvieron sus servicios, Thomas Ockham, consiguieron un hombre mucho mejor del que se merecían.
9 de septiembre.
Latitud: 60°15’N. Longitud: 8°5’E. Rumbo: 021. Velocidad: 9 nudos. Temperatura del mar: –2° Celsius. Temperatura del aire: –3° y bajando.
Gracias a Dios por los vientos del oeste que han llegado de Groenlandia, como cuando Grant tomó Richmond, y se han llevado el hedor. Puedo respirar otra vez, Popeye. Veo con claridad, oigo perfectamente, pienso claro.
Aunque mi decisión de amordazar a Ockham y secuestrar el cuerpo se hizo cuando la peste era más densa, estoy seguro de que hice lo correcto. Suponiendo que podamos mantener nueve nudos, habremos dejado la carga y empezado el viaje a Manhattan antes de que Di Luca haya cruzado el círculo siquiera. Si el hombre quiere jugar a taxidermistas después de eso, muy bien.
Ayer, Sam Follingsbee me lo dijo sin rodeos: o les damos vitaminas a la tripulación o empezamos a convertir la sala de oficiales en una enfermería. Así que cambié de rumbo, a mi pesar, como te imaginarás, y a las 1315 el Val estaba a tres kilómetros de la Bahía de Galway y sus tiendas de comestibles famosas en el mundo entero.
—¿Quieres que te dejemos aquí? —le pregunté a Cassie, esperando fervientemente que desperdiciara la oferta—. Es probable que puedas coger un avión que salga del aeropuerto de Shannon antes de la puesta de sol.
—No —respondió sin vacilar.
—¿No se cabrearán tus jefes?
—Este viaje es la cosa más interesante que me ha sucedido jamás —dijo, cogiéndome de la mano y dándome un apretón nada casto (o así me lo pareció)—, y tengo que acabarlo.
El jefe de la cocina dirigió la expedición. A las 1345 él y el jefe de pastelería, Willie Pindar, partieron en la Juan Fernández, con los bolsillos llenos de listas de la compra y cheques de viaje de American Express.
Unos minutos después de que Sam se marchara, apareció un bote de fibra de vidrio con un arpa dorada en el lado, husmeando nuestras cadenas de remolque como un perro lobo irlandés olfateándole los huevos a su compañero de camada. El patrón sacó el megáfono y exigió una reunión y no tuve elección. Con el Vaticano buscándonos en el Maracaibo, no iba a irritar también al resto de la cristiandad militante.
El comandante Donal Gallogherm de los guardacostas de la República de Irlanda resultó ser uno de esos hijos de la gran puta grandullones y ordinarios que Pat O’Brien solía interpretar en las películas. Subió al puente con su segundo comandante, el vivaz Ted Mulcanny, y entre los dos me hicieron sentir nostalgia, no por la ciudad de Nueva York actual, sino por la ciudad de Nueva York de la leyenda de Hollywood, la Nueva York de los policías irlandeses afectuosos que aporreaban con sus porras en el trasero a los Chicos del Callejón sin Salida. Y, básicamente, eso eran estos payasos: un par de polis irlandeses que hacían su ronda acuática desde el cabo Slyne hasta la Bahía de Shannon.
—Qué nave tan impresionante —dijo Gallogherm, dando zancadas por la timonera como si el lugar fuera suyo—. Invadió toda la pantalla del radar.
—Nos hemos desviado un poco del rumbo —apuntó Dolores Haycox, la oficial de guardia—. El maldito Marisat… siempre está fallando.
—Llevan una bandera de conveniencia muy rara —comentó Gallogherm.
—Ya la ha visto —le dije.
—¿Ah, sí? Pues, ¿sabe qué pensamos el Sr. Mulcanny y yo? Pensamos que este petrolero suyo sin ruta fija contraviene unas cuantas normas, así que tendremos que ver su derecho de tránsito de petróleo crudo.
—¿El derecho de tránsito de qué? —pregunté, deseando haber atropellado su bote cuando tuve ocasión—. Buf.
—¿No lo tienen? Es un requisito indispensable para cruzar aguas territoriales irlandesas con un superpetrolero cargado.
—Vamos lastrados —protestó Dolores Haycox.
—Y una mierda. Están en lo alto de la línea de carga, marinerita, y si no presentan un derecho de tránsito de petróleo crudo de inmediato, nos veremos obligados a retenerles en Galway.
—Oiga, Comandante —pregunté, entendiendo—, ¿no tendría usted por casualidad uno de esos «derechos de tránsito de petróleo crudo» en el bote?
—No estoy seguro. ¿Tú qué dices, Teddy?
—Precisamente esta mañana me fijé en que había un documento así revoloteando por mi mesa.
—¿Está… en venta? —pregunté.
Gallogherm me mostró la mayoría de sus dientes.
—Pues ahora que lo menciona…
—Dolores, creo que tenemos una pila de, ¿cómo se llaman?, cheques de viaje de American Express en la caja fuerte —dije.
—Cuesta ochocientos dólares americanos —dijo Gallogherm.
—Cuesta seiscientos dólares americanos —le corregí, mientras la oficial se iba a buscar los cheques.
—¿Querrá decir setecientos?
—No, quiero decir seiscientos.
—¿Querrá decir seiscientos cincuenta?
—Quiero decir seiscientos.
—Sí, claro que sí —dijo Gallogherm—. Entonces, por supuesto —se apretó la nariz—, está el asunto grande y fragante de los residuos que están remolcando.
—Huele igual que un inglés —dijo Mulcanny.
Sabía exactamente cómo enredarles.
—La verdad, comandante, es que se trata del cuerpo muerto y podrido de Dios Todopoderoso.
—¿La qué? —soltó Mulcanny.
—Tiene un sentido del humor escandaloso —dijo Gallogherm, más divertido que ofendido.