—¿El Dios católico o el protestante? —preguntó Mulcanny.
—Teddy, hijo, ¿no sabes reconocer cuándo te están haciendo una broma? —Gallogherm me hizo un guiño de complicidad—. En fin, que lo que tenemos aquí es un capitán ambicioso que resulta que ha convertido su superpetrolero en una chalana de basura freelance, ¿he acertado? ¿Y dónde tenía intención de verterla este capitán ambicioso?
—Allá por el norte. Svalbard.
Haycox regresó a tiempo para oír a Gallogherm decir:
—En cualquier caso, tendremos que ver su derecho de tránsito de residuos sólidos.
—Será mejor que no se le vaya la mano, comandante.
—Los derechos de tránsito de residuos sólidos normalmente van a seiscientos dólares americanos, pero esta semana están sólo a quinientos.
—No, esta semana están sólo a cuatrocientos. Es más, si ustedes dos, piratas, no dejan de jodernos, les garantizo que este chanchullo suyo no tardará en salir en la primera plana del Irish Times.
—No se atreva a juzgarme, capitán. No tiene ni idea de lo que he visto en mi vida. Irlanda es una nación en guerra. No tiene ni idea de lo que he visto.
Con expresión adusta, firmé y anoté cheques de viaje por valor de mil dólares.
—Aquí tiene su peaje asqueroso —gruñí, untando a Gallogherm.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted.
—Ahora lárguese de mi barco.
A las 1600, Follingsbee y Pindar aparecieron con las provisiones. Si se hace un cálculo del dinero que nos estafó Gallogherm, cada naranja nos costó cerca de un dólar veinticinco y el resto fue igual de abusivo. Al menos es material de calidad, Popeye, boniatos jugosos, coles crujientes, patatas irlandesas fuertes. Tendrías envidia de nuestras espinacas.
Ahora es medianoche. Un mar picado a ambos lados del barco. La Osa Menor está en lo alto. Ante nosotros están las Islas Feroe, a ciento treinta kilómetros por la forma en que vuela el petrel, y luego es mar abierto hasta Svalbard. Justo ahora hablaba Rafferty por el interfono y me decía que el reflector de proa ha distinguido «un iceberg con la forma del logo de Paramount Pictures».
Nos dirigimos hacia el gélido mar de Noruega, equilibrados con sangre, avante a toda máquina, y vuelvo a sentirme como un capitán.
Con la jarra de cerveza en la mano, Myron Kovitsky fue arrastrando los pies hasta el taburete del piano, se sentó y, tras ajustarse la nariz de Jimmy Durante, empezó a golpear las teclas. Se rascó la narizota y alzó su voz grave, cantando con la música de John Brown’s Body.
Durante dejó de tocar y mostró a la muchedumbre una gran sonrisa de chiflado. Los hombres del Enterprise se revolvieron incómodos en los asientos. Nadie aplaudió. Oliver sintió vergüenza ajena. Impertérrito, Durante tomó un trago de Frydenlund y se puso a cantar el estribillo.
Levantándose del taburete, Durante dijo:
—¡Buenas noches, Sra. Calabash, dondequiera que esté!
Eran tiempos difíciles en la Cantina del Sol de Medianoche. Muerta de aburrimiento y harta del frío, la Gran Máquina de la Nostalgia Americana había empezado a adulterar su repertorio con canciones subidas de tono que, a pesar de su autenticidad histórica, estaba claro que no eran nada que Jimmy Durante, Bing Crosby o las Andrews Sisters hubieran cantado en público. Las cabareteras estaban cansadas de fingir que estaban chifladas por los pilotos y los marineros, y los pilotos y los marineros estaban cansados de que las cabareteras estuvieran hartas de ellos. En cuanto a Sonny Orbach y sus Harmonicoots, habían desaparecido del mapa por completo, se habían ido a reencarnar a la orquesta de Glenn Miller en un bar mitzbah de Connecticut, un compromiso contraído hacía mucho tiempo que habían insistido en respetar a pesar de la oferta de Oliver de doblarles el sueldo. Aquellos soldados que aún tenían ganas de bailar se vieron obligados a conformarse con las flojas aptitudes al piano de Myron Kovitsky o con el fonógrafo Victrola de Sidney Pembroke que hacía chirriar los discos originales de 78 rpm de Albert Flume, de Tommy Dorsey, de Benny Goodman y del auténtico Glenn Miller.
Oliver tenía que reconocerlo: su gran cruzada estaba a punto de fracasar. A base de quedarse sentados sin hacer nada durante tres semanas, Pembroke y Flume habían acumulado lo suficiente en igualas para poner en escena un Día D de primera clase y, aunque la idea de hundir un golem japonés seguía atrayéndoles, estaban mucho más ansiosos por llegar a casa y localizar una maqueta a un precio razonable de Normandía. Además, incluso si Oliver lograba convencer de algún modo a todo el mundo para que se quedase en Point Luck hasta que un vuelo de reconocimiento de PBY divisara el Val, era bastante posible que, debido al terrible tiempo ártico, el almirante Spruance se negara a dar luz verde. Los alerones y los trenes de aterrizaje se pegaban durante los viajes rutinarios. Los cables de combustible se atascaban. La cubierta de vuelo se congelaba antes de que los hombres del capitán Murray pudieran despejarla: una placa de hielo intacta tan inmensa como el espejo del telescopio Hubble.
Oliver pasó esos días sombríos en el bar, garabateando al azar en su bloc de dibujo mientras intentaba pensar en razones por las que no importaba no destruir el Corpus Dei después de todo.
—Chicos, quiero haceros una pregunta —anunció, dando los últimos toques a una caricatura de Myron Kovitsky—. Esta campaña nuestra… ¿está justificada realmente?
—¿A qué te refieres? —preguntó Barclay, mezclando con destreza una baraja de cartas.
—Quizá habría que dejar el cuerpo en paz —dijo Oliver—. Quizá incluso habría que sacarlo a la luz, como insistía Sylvia Endicott el día que dimitió. —Giró sobre el taburete del bar y se colocó cara a cara frente a Winston—. Una revelación podría incluso desencadenar tu Verdadera Revolución, ¿no? Cuando todo el mundo sepa que Él la ha palmado, dejarán sus iglesias y empezarán a construir el paraíso de los trabajadores.
—No sabes mucho sobre el marxismo, ¿verdad? —Winston coloco dos docenas de tapones sueltos de Frydenlund formando un martillo y una hoz—. Hasta que les den algo mejor con qué sustituirla, las masas nunca abandonarán la religión, con cadáver o sin él. Por supuesto, una vez que la justicia social triunfe el mito de Dios desaparecerá —chasqueó los dedos—, así.
—Anda, no digas tonterías. —Barclay hizo que la reina de picas saltara del paquete como por arte de magia—. La religión siempre existirá, Winston.
—¿Por qué lo crees?
Al Jolson subió al escenario tambaleándose por la borrachera.
—Por una palabra —dijo Barclay—. Muerte. La religión la soluciona, la justicia social no. —Girándose hacia Oliver, hizo que la jota de corazones saltara a la falda de su amigo—. Pero qué más da, ¿no? Odio ser franco, Oliver, pero creo que es muy probable que el barco de Cassie se haya hundido.
Mientras Oliver se estremecía, Jolson empezó a cantar a capella: