Y en ese instante la voz cargada de interferencias del intérprete de Ray Spruance salió como una explosión de los altavoces.
—¡Atención, todo el mundo! ¡Les habla el almirante! ¡Buenas noticias, chicos! ¡Los primeros partes del mar del Coral indican que el Destacamento diecisiete ha dañado de gravedad los portaaviones japoneses Shohu y Shokaku, evitando así que el enemigo ocupara Port Moresby!
Un solo marinero aplaudió. Un piloto solitario dijo:
—Qué bien.
—Se está dejando unos cuantos detalles —dijo el intérprete de Wade McClusky, sentándose con los tres ateos en el bar—. Tiene miedo de mencionar que perdimos Lexington en esa batalla en concreto.
—La verdad: la primera víctima de la guerra —dijo Winston.
—¡Atención! —continuó Spruance—. ¡Atención! ¡Que todos los hombres adscritos al Destacamento diecisiete se presenten en el barco de inmediato! ¡Esto no es un ejercicio! ¡Todos los hombres de Bombardeo de Reconocimiento Seis, de Torpedo Seis y de Enterprise se presentarán de inmediato! —Spruance cambió de pronto a un tono jovial y campechano—. ¡Fresa Diez acaba de divisar al enemigo, muchachos! ¡Ese golem japonés está en aguas árticas y vamos a tenderle una emboscada a ese mamón!
—Eh, camaradas, ¿lo habéis oído? —chilló Winston.
—¡Lo conseguimos, tíos! —gritó Barclay—. ¡Tenemos a la irracionalidad cogida por los huevos!
Oliver abrazó el cuaderno de bocetos y besó la caricatura de Myron Kovitsky. ¡El Valparaíso se mantenía a flote! ¡Cassandra estaba viva! Se la imaginó de pie en una de las alas del puente del petrolero, escudriñando el cielo en busca de los escuadrones prometidos. «Voy para allá, cariño —pensó—. Aquí llega Oliver a salvar tu Weltanschauung».
McClusky se acercó resuelto al Victrola de Pembroke y, tras separar el enorme altavoz cónico, se lo llevó a la boca como un megáfono.
—¡Bueno, muchachos, ya habéis oído al almirante! ¡En marcha, a demostrar a esos japos que no tienen derecho a meterse con el orden natural de las cosas!
Así que ya había llegado, la coyuntura agridulce que cada hombre había esperado con paciencia suprema, el momento en que debía buscar a su cabaretera favorita y decirle au revoir. Conteniendo lágrimas medio de cocodrilo, medio verdaderas, el marinero que Oliver tenía más cerca le apretó la mano con fuerza a su mejor chica, una mujer regordeta con dos coletas y hoyuelos, y le juró solemnemente que le escribiría todos los días. La cabaretera, a su vez, permitió que el marinero le sacara jugo al dinero de Oliver, asegurándole que llevaría su breve encuentro en el corazón para siempre. Por toda la Cantina del Sol de Medianoche se intercambiaban números de teléfono, junto con besos fugaces y recuerdos sentimentales (broches y mechones de pelo por parte de las mujeres, prendedores de corbata e insignias de aviación por parte de los hombres). Incluso Arnold Kovitsky se dejó llevar por el ambiente, fue hasta el micrófono con decisión y se transformó en Marlene Dietrich cantando Lili Marlene.
Los soldados temblaron y lloraron, aturdidos por la belleza pura de todo aquello: la canción, las despedidas, la llamada a las armas.
Un aviador rubio de mejillas sonrosadas cuya insignia decía que se llamaba BEESON se giró hacia McClusky y alzó la mano.
—¿Sí, teniente Beeson?
—Comandante McClusky, ¿tenemos tiempo para un último foxtrot?
—Lo siento, marinero, el tío Sam nos necesita ahora mismo. ¡A sus puestos de combate, soldados!
14 de septiembre.
Latitud: 66°50’N. Longitud: 2°45’O. Rumbo: 044. Velocidad: 7 nudos. Temperatura del mar: –5° Celsius. Temperatura del aire: –11° y bajando.
A las 0745 ocurrieron dos acontecimientos trascendentales. El Valparaíso cruzó el círculo ártico y yo me afeité la barba. Una operación de importancia. Tuve que pedirle prestado un par de tijeras de carnicero a Follingsbee y, despues, gasté media docena de cuchillas de afeitar desechables de Ockham.
El hielo envuelve nuestro cargamento, una costra suave que va de la cabeza a los pies como la tripa que envuelve una salchicha. Cuando lleguemos a Kvitoya, su carne estará sólida como el mármol.
—Ve, la putrefacción se ha detenido, tal como predijeron nuestros ángeles —dije, acercándome a grandes pasos a Ockham—. No necesitamos el maldito formaldehído del Vaticano.
El padre estaba en la cubierta de popa, observando cómo el grupo de la sala de bombeo se deslizaba por el esternón de Dios. Últimamente, el patinaje sobre hielo se ha convertido en el entretenimiento principal de la tripulación, y ha llegado a eclipsar tanto al stud-poker como al ping-pong. Su equipo es una chapuza —cuchillos fijados a borceguíes— pero funciona bien. Para mayor protección contra el frío, se cubren las manos, los pies y la cara con grasa gloriosa. Ockham me miró a la cara y sonrió, obviamente, aliviado de que volviéramos a hablarnos.
—Alguien debería ponerse en contacto con Roma y decirle que Él por fin está estable —dijo, mientras Bud Ramsey se caía de culo—. Seguro que preferiría no tener a Di Luca persiguiéndonos en el Maracaibo.
No podía disputar la lógica del hombre e incluso le permití redactar el mensaje (lo hizo en su camarote. Venderán orejeras en el infierno antes de que vuelva a dejar que Ockham suba al puente). A las 1530 Chispas envió por fax las buenas noticias a Roma y a las 1538 salió un segundo comunicado, éste a la soleada España. Sólo tenía doce palabras. «Espérame en Valladolid el mes próximo tanto si quieres como si no», le dije a mi padre.
Nos estamos acercando mucho al final, Popeye. Después de la cena de esta noche, el mejor stroganoff de Follingsbee hasta ahora, el cocinero dijo que quería que viera los resultados de un «experimento científico» en el que había estado trabajando desde nuestra parada en Irlanda. Me llevó fuera —en qué país de las maravillas se ha convertido nuestra cubierta de barlovento, con hielo colgando de las pasarelas en grandes telarañas cristalinas, escarcha brillando en las tuberías y en las válvulas—, y hacia las profundidades del tanque de lastre número cuatro, charlando todo el camino sobre los placeres de la agronomía casera. No habíamos andado ni tres metros cuando mis orificios nasales vibraron de placer. Señor, qué aroma tan maravilloso: madurez total, pura fecundidad. Encendí la linterna.
Al fondo del tanque había un jardín de colores intensos, las verduras se habían hecho bulbosas más allá de las fantasías más descabelladas de El Bosco, las frutas eran tan gordas que casi gritaban para que las arrancasen. Arboles retorcidos surgían de repente de la oscuridad, las ramas dobladas por manzanas del tamaño de una pelota de voleibol. Se alzaban espárragos del suelo como una especie singular de cactus. Crecía brécol junto a la sobrequilla, cada troncho tan alto y grueso como una mimosa. Caían viñas de las escaleras, las uvas violeta oscuro apiñadas como los ganglios linfáticos de Godzilla.
—Sam, eres un genio.
El cocinero se quitó el sombrero en forma de pastelito de nata e hizo una reverencia modesta.
—Todas las semillas vinieron de las provisiones que compramos en Galway. La tierra es una mezcla de piel y plasma. Lo que no entiendo es lo rápido que ha crecido todo, aún a temperaturas bajo cero y sin un solo rayo de sol. Siembras una pepita de naranja y diez horas después… ¡bingo!
—Así que la mitad del mérito pertenece a…
—Más de la mitad. Es un gran abono, capitán.