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Cuando este viaje por fin se haya acabado, Popeye, sólo hay una cosa que echaré de menos y es la comida.

La parka de Cassie, que había tomado prestada de Bud Ramsey, tenía un relleno de plumón de oca de la mejor calidad; los calcetines, de Juanita Torres, eran cien por cien lana virgen; los guantes, de la hermana Miriam, contenían piel de conejo pura. Aun así, el frío seguía penetrando, comiéndose cada capa protectora como una polilla ártica voraz. El termómetro del ala de estribor estaba a menos veintidós grados y eso no incluía la sensación térmica. Subiendo los prismáticos enfocó la nariz refulgente y coronada de nieve. Mucho más lejos, se derramaba un chorro constante de partículas solares cargadas, infinidad de electrones y neutrones que entraban en el campo magnético de la Tierra y chocaban con los gases atmosféricos enrarecidos. La aurora resultante llenaba todo el cielo del norte: una bandera luminosa azul y verde ondeando en un silencio inquietante sobre las olas que llegaban y las masas flotantes de hielo errantes.

Lo que más admiraba de Anthony Van Horne, el hecho que hacía que siempre estuviese allí esos días, que siempre estuviera revoloteando por su cabeza, era su obsesión. Por fin había conocido a alguien tan tozudo como ella. Instantáneas de una odisea en el mar: Anthony matando un tiburón tigre con una bazuka, sofocando un motín con comida rápida, convenciendo a sus marineros para que movieran una montaña. Igual que Cassie no se detendría ante nada para destruir a Dios, el capitán tampoco se detendría ante nada para protegerle. Era verdaderamente intenso, casi erótico, ese vínculo extraño y tácito que había entre ellos.

La cuestión, por supuesto, era si el admirable proyecto de Oliver existía todavía. La lógica pura decía que los finos hilos que unían los intereses de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste a los de la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial se habían cortado por completo durante el largo encarcelamiento del Valparaíso en la isla Van Horne. Sin embargo, Cassie conocía a Oliver. Comprendía su devoción absoluta, apasionada y tediosa por ella. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que él habría encontrado un modo de mantener la alianza con vida. Cualquier día, a cualquier hora, la Edad de la Razón caería sobre el Corpus Dei.

En la sala de navegación del Valparaíso, sorprendentemente, no hacía más calor que en las alas del puente. Cuando Cassie entró, su aliento humeante pasó flotando sobre la mesa de formica y se quedó encima de un mapa de Cerdeña, creando una formación masiva de nubes sobre Cagliari. Por suerte, alguien se había encargado de compensar los conductos defectuosos de la calefacción trayendo una estufa Coleman. La encendió y se puso a trabajar, estudiando los cajones anchos y llanos hasta que se fijó en uno con la etiqueta de OCÉANO ÁRTICO. Lo abrió. El cajón contenía unos cien cuerpos de agua invadidos por el hielo —Scoresby Sound de Groenlandia, Vestfjorden de Noruega, el estrecho Hinlopen de Svalbard, el mar de Siberia Oriental de Rusia—, y sólo después de hojear hasta la mitad del montón se encontró con una carta de navegación que describía tanto el círculo polar ártico como la isla Jan Mayen.

Espera un ataque aéreo a 68°11’N, 2°35’O, había dicho el fax de Oliver, a 240 kilómetros al este del punto de lanzamiento…

Se volvió hacia la mesa de formica y desplegó el mapa. Estaba lleno de datos: sondeos, fondeaderos, naufragios, rocas sumergidas, el equivalente geográfico de un texto de anatomía, decidió, los detalles más íntimos de la Tierra al descubierto. Cogió un bolígrafo e hizo los cálculos en un pedazo suelto de papel de carta de Carpco. Hacía poco, receloso de los icebergs, Anthony había reducido la velocidad de nueve nudos a siete. Siete por veinticuatro: estaban cubriendo 168 millas náuticas por día. Graduó el compás de puntas fijas con la escala de franjas, diez millas de punta a punta, y lo llevó desde la posición del Val —67 al norte, 4 al oeste—, hasta el lugar que Oliver había especificado. Resultado: apenas 280 millas. Si su optimismo no la engañaba, el ataque estaba a menos de cuarenta y ocho horas a partir de entonces.

—¿Buscando el Paso del Noroeste?

No le había oído entrar, pero ahí estaba, vestido con un suéter verde de cuello vuelto y una gorra naranja de punto, deshilachada. Iba bien afeitado, terriblemente bien. Bajo el resplandor brillante del neón le quedaba la barbilla completamente al descubierto, con el hoyuelo que le hacía un guiño.

—Añoranza —respondió ella, tirando el compás al mar de Noruega—. Diría que estamos por lo menos a cuatro días de Kvitoya. —Se frotó cada brazo con la mano opuesta—. Ojalá esa maldita estufa funcionara mejor.

Anthony se quitó la gorra.

—Hay remedios.

—¿Para la añoranza?

—Para el frío.

Sus brazos se abrieron como las puertas de una taberna especialmente acogedora y agradable y, con una risa nerviosa, ella le abrazó, apretándose contra su pecho lanudo. Él le masajeó la espalda; con la mano le grababa espirales hondas y lentas en el espacio que tenía entre los omóplatos.

—Te has afeitado.

—Aja. ¿Tienes menos frío?

—Mm…

—¿Sabes guardar un secreto?

—Ya ha ocurrido otras veces.

—El Vaticano nos ha ordenado que viremos y que nos dirijamos hacia el sur.

—¿Al sur? —El pánico la atravesó. Apretó la mano con fuerza.

—Se supone que tenemos que encontrarnos con el vapor Carpco Maracaibo en el mar de Gibraltar. Lleva formaldehído en los compartimientos de carga.

—Los ángeles ordenaron que le congelaran, no que le embalsamaran —protestó ella.

—Por eso mantenemos el rumbo actual.

—Ah… —Cassie se relajó, riéndose para sí misma, retozando en su interior. Mantenemos el rumbo actual, maravilloso, perfecto, directos a las garras de la Ilustración.

Él le besó la mejilla, con suavidad, con ternura: un beso de hermano, nada carnal. Luego la frente, los ojos. Mandíbula, oreja, mejilla otra vez. Sus labios se encontraron. Ella se apartó.

—No es una buena idea.

—Sí, lo es —dijo él.

—Sí, lo es —repitió ella.

Y, de repente, estaban uniéndose otra vez, abrazándose furiosamente, se entrelazaban. Se besaron con voracidad, las bocas bien abiertas, como si quisieran engullirse el uno al otro. Cassie cerró los ojos, deleitándose con la liquidez de la lengua de Anthony: una forma de vida por sí misma, miembro de una especie de anguila asombrosamente sensual.

Soltándose, el capitán dijo:

—La estufa puede dar más calor, ¿sabes?…

—Más calor —repitió ella, recobrando el aliento.

Se agachó sobre la Coleman y ajustó el control del combustible, convirtiendo la llama en una masa roja enfurecida, una especie de aurora boreal interior. Él abrió el cajón del OCÉANO ÍNDICO, sacó rápidamente un mapa grande y laminado y lo extendió en el suelo como una manta de picnic.

—Madagascar es el mejor sitio para estas cosas —explicó, guiñándole un ojo. Despacio, con lascivia, la sala de navegación se calentó.

—Te equivocas —dijo Cassie, juguetona, quitándose la parka. Buscó en el cajón del Mar de Sulu y agarró un retrato de las Filipinas—. Palawan es mucho más erótico. —Sacó el mapa y lo hizo deslizar hasta el suelo como una alfombra mágica al aterrizar en el Bagdad del siglo XIII.

—No, doctora. —Recorriendo con la vista el cajón llamado POLINESIA FRANCESA, sacó el archipiélago Tuamotu—. En realidad es Puka-Puka.

—Éste —se rió ella, con el pulso latiendo aceleradamente mientras extraía Mallorca del cajón de las ISLAS BALEARES.

—No, éste de Java.