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—Sulawesi.

—Sumatra.

—Nueva Guinea.

Cerraron la puerta con llave, apagaron las luces del techo y se echaron entre el mosaico de tierras esparcidas. Cassie le dejó el cuello al descubierto; los labios de Anthony deambularon por toda su yugular, plantando besos. Gimiendo suavemente, rodando hacia las islas Caimán, se desvistieron el uno al otro, a la deriva en las aguas cálidas del embalse de Bartlett. El flexo proyectaba sombras crudas por las piernas peludas y el gran pecho de simio de Anthony. Mientras se deslizaban hacia la Bahía de Alcudia, Cassie se puso a trabajar con la boca, dando forma a su pasión hasta desarrollar plenamente su potencial y parecer el mascarón de proa de una fragata priápica grandiosa.

Flotaron hacia el norte, entrando en el canal frío y agitado de Mozambique, justo al lado de Madagascar, y fue allí donde Anthony sacó un Supersensible Shostak de la cartera y se lo puso. Rodeándole la parte baja de la espalda con las piernas, ella dirigió el miembro envainado adonde quería ir. Sonriendo, él navegó por sus aguas saladas: Anthony Van Horne, un barco con una misión. Ella aspiró. Él emanaba una fragancia alucinante, una amalgama de almizcle y salmuera por la que discurrían todas las cosas gomosas o con ventosas que Dios y la selección natural habían traído del mar. Decidió que así era cómo las Islas Galápagos habrían olido, si hubiera llegado allá.

Cuando él se corrió, habían recorrido todo el camino desde el estrecho Mindoro hasta las playas luminosas y húmedas de la isla china de Hainan.

Retirándose, dijo:

—Supongo que me siento un poco culpable.

—¿Oliver?

Asintió.

—Hacerle el amor a una dama con el condón de su novio…

—El padre Thomas estaría orgulloso de ti.

—¿Por fornicar?

—Por sentirte culpable. Tienes una conciencia kantiana.

—No es una culpa dolorosa —se apresuró a añadir, deslizando los dedos índice y corazón dentro de ella—. No es igual que lo que se siente al dejar ciego a un manatí. Casi estoy disfrutando con ella.

—A la mierda la Bahía Matagorda —susurró Cassie, deleitándose con sus caricias. La Coleman silbaba y gruñía. De ella fluían todas las cosas buenas y rezumantes del planeta: salsa de chocolate y mantequilla clarificada, queso fundido y jarabe de arce, yogur de melocotón y barbotina de ceramista—. A la mierda la culpa, a la mierda Oliver, a la mierda Immanuel Kant. —Se sentía como una campana, un carillón extraordinariamente orgánico, y faltaba poco para que repicara, oh, sí, en cuanto ese carillonero talentoso, tan atento con su badajo…

—A la mierda todos —afirmó él.

Ella alcanzó el orgasmo en el Golfo de Tailandia.

Duró más de un minuto.

Cuando Anthony se quitó el condón, la bolsita goteó, añadiendo su contenido al revoltijo hermoso de sudor y jugos que ahora llegaba a las costas de Hainan.

—Lo que siempre me ha llamado mucho la atención de hacer el amor en China —dijo él, señalando el maremoto y sonriendo—, es que tienes ganas de volver a hacerlo una hora después.

—¿Una hora? ¿Tanto tiempo?

—Está bien, veinticinco minutos. —El capitán le rodeó el pecho izquierdo con la mano, sopesándolo como un ama de casa al comprobar un pomelo—. ¿Quieres saber la clave para entender a mi padre, doctora?

—La verdad es que no.

—Su obsesión con Cristóbal Colón.

—Olvidémonos de papá un rato, ¿vale?

Con cuidado, Anthony apretó la glándula.

—Así es como Colón creía que era el mundo.

—¿Mi pecho izquierdo?

—El pecho izquierdo de cualquiera. A medida que pasaron los años, quedó claro que ni siquiera había estado cerca de dar la vuelta al globo, la Tierra era obviamente cuatro veces mayor de lo que había supuesto, pero Colón seguía necesitando creer que había llegado a Oriente. No me preguntes por qué. Simplemente tenía una necesidad. Luego se supo que se había inventado una teoría disparatada de que el mundo en realidad tenía la forma de un pecho de mujer. Sí que había dado casi toda la vuelta, pero lo había hecho en el pezón —Anthony pasó el dedo por el borde de la areola de Cassie, haciéndole cosquillas—, mientras que todos los demás estaban midiendo la circunferencia mucho más al sur —sus dedos vagaron hacia abajo—. Así que mi padre, al final, tiene a un necio como ídolo.

—Caray, Anthony, algo bueno ha de tener. Todo el mundo tiene algo bueno, incluso Dios.

El capitán se encogió de hombros.

—Me enseñó mi oficio. Me dio el mar. —Una risita sardónica salió de sus labios—. Me dio el mar y yo lo convertí en un pozo séptico.

Cassie se puso tensa de repente. Una parte de ella, la parte irracional, quería conservar a este marino desesperado en su vida mucho después de que el Valparaíso llegase a puerto. Podía imaginarse fletando con él su propio carguero privado y saliendo juntos para las Galápagos. La otra parte sabía que él nunca jamás se liberaría de la Bahía Matagorda y que cualquier mujer que se liara con Anthony Van Horne acabaría pisando el mismo petróleo maligno en el que él se estaba ahogando.

Durante los siguientes quince minutos, el capitán le dio placer con la lengua, esta vez no era una anguila, sino un pincel húmedo y carnoso que pintaba la mansión de su cuerpo. Nada de esto me influirá, juró cuando él sacó un segundo Supersensible. Incluso si me enamoro de él, decía el juramento silencioso de Cassie, seguiré haciendo la guerra contra su cargamento.

Guerra

—Dame pantalones que valgan millones —cantaba Albert Flume mientras metía a Oliver, a Barclay y a Winston en el ascensor oxidado de pasajeros del Enterprise como si fueran ganado.

—Con hombros Gibraltar, brillantes como un altar. —Sidney Pembroke apretó el botón en el que ponía CUBIERTA DEL HANGAR.

—Una capa frenética —dijo Flume.

—De la clase estética —rimó Pembroke.

—Póntela.

—Suéltala.

—Ondéala.

—¡Ponte de gala!

—¿Código de la Marina? —preguntó Barclay mientras la cabina destartalada bajaba al casco.

—Argot de caballeros con trajes a rayas —respondió Pembroke—. Jolines, cómo echo de menos los años cuarenta.

—Ni siquiera estabas vivo en los años cuarenta —dijo Barclay.

—No. Jolines, cómo los echo de menos.

En la nave del hangar de proa hacía un calor asombroso, un fenómeno que evidentemente se debía a siete estufas de queroseno que rugían y resoplaban a lo largo del tabique de contención de en medio del barco. A Oliver se le llenó la frente de sudor, que le corrió hacia abajo y le picó en los ojos. Por instinto, se desvistió, se quitó la parka del Karakorum, la bufanda de cachemir, los guantes de piel de vaca y la gorra de punto de la Marina.

—Táctica. —Quitándose la cazadora de aviador del Memphis Belle, Pembroke recorrió la nave cavernosa con el brazo desnudo.

—Exacto. —Flume se sacó el suéter azul de cuello redondo—. La estrategia es el alma de la guerra, pero nunca menospreciéis el poder de la táctica.

La nave estaba atestada hasta las paredes, había montones de aviones, uno contra otro, las alas dobladas como los brazos de unos soldados de infantería derrotados y agachados para rendirse. En pantalones cortos y camiseta, la tripulación de mantenimiento iba de aquí para allá, bloqueando ruedas, sacando tableros de mandos, husmeando dentro de los motores. A unos cuantos metros dos marineros de aspecto nervioso corrieron la puerta de acero de la santabárbara, cogieron con cuidado una bomba destructora de doscientos kilos y la pusieron en un carrito sin motor.

—Los aviones de los portaaviones estadounidenses se guardan tradicionalmente en la cubierta de vuelo —dijo Pembroke.