—A diferencia de la convención japonesa de guardarlos en la cubierta del hangar —añadió Flume.
—Al llevar los dos escuadrones abajo, el almirante Spruance ha descongelado todos los timones, alerones y cables de combustible.
—En cuanto amanezca, pondrá todos los motores en marcha aquí abajo. Imaginaos: poner en marcha los motores en las naves del hangar, ¡qué táctica tan brillante!
Los manipuladores de la bomba transportaron la carga en el carrito de un lado a otro de la nave y, como si volvieran a poner a un bebé en la matriz, la metieron en el fuselaje de un Dauntless SBD-2.
—Oye, vosotros tenéis intención de venir, ¿no? —preguntó Flume.
—¿Venir? —dijo Oliver.
—A la batalla. El alférez Reid ha aceptado llevarnos en el avión Fresa Once.
—Este tipo de cosas no me va —dijo Barclay.
—Pero tenéis que venir —dijo Pembroke.
—A Marx nunca le han gustado las batallas —dijo Winston—. A mí tampoco me parecen nada especial.
El presidente de la Liga de la Ilustración se sacó el pañuelo de lino con monograma y se secó el sudor de la frente. Si se hubiera esforzado, le habría sido fácil desanimarse, pensando en fantasías del Fresa Once estrellándose contra un iceberg o volando en pedazos por una bomba destructora perdida. Sin embargo, la verdad era que quería poder decirle a Cassandra que estaba allí, allí mismo, cuando el Cadáver de todos los Cadáveres se hundió en la Dorsal de Mohns.
—No me lo perdería por nada del mundo.
A la mañana siguiente, a las 0600, los pilotos y artilleros de Spruance abarrotaron la sala de instrucciones del portaaviones, viciada y llena de humo. Oliver enseguida pensó en los oficios episcopalianos a los que sus padres le habían llevado periódicamente, y a su pesar, en su pueblo, Bala Cynwyd, Pensilvania; había el mismo silencio pesado, la misma veneración inquieta, el mismo ambiente de gente que se preparaba para que la pusieran al tanto de los asuntos de la vida y de la muerte. Los ciento treinta y dos recreadores de guerra estaban sentados rigurosamente firmes, con la mochila del paracaídas en equilibrio sobre la falda como un cantoral.
Muy erguido y con el pecho hinchado, el intérprete de Spruance se metió la pipa de brezo entre los dientes, subió al podio, cogió la cuerda de la persiana de guillotina y desplegó una vista aérea dibujada a mano del cuerpo en cuestión, con la sonrisa enigmática incluida.
—Nuestro objetivo, caballeros: el insidioso golem oriental. Nombre codificado: «Akagi». —El cadáver estaba dibujado con los brazos y las piernas extendidos, evocando el famoso Hombre según las proporciones de Vitrubio de Da Vinci—. La estrategia de Nimitz requiere una serie de ataques coordinados a dos blancos distintos. —Tras coger el puntero de la bandeja de la tiza, el almirante señaló la nuez con él—. Nuestro escuadrón torpedero se concentrará en esta zona de aquí, el Blanco A, bombardeando la región que hay entre la segunda y la tercera vértebra cervical y creando una ruptura que descienda desde la epidermis hasta el centro de la garganta. Si nuestros cálculos son correctos, Akagi empezará entonces a hacer agua, mucha de la cual fluirá por la tráquea hasta los pulmones. Mientras, el Bombardeo de Reconocimiento Seis lanzará sus cargas explosivas en el estómago, agrandando de forma sistemática esta depresión de aquí (el Blanco B, el ombligo) hasta que se haya abierto una brecha en la cavidad abdominal. —Sujetando el puntero bajo el brazo como una fusta, Spruance se volvió hacia el líder del grupo aéreo—. Atacaremos en oleadas alternas. Con este fin, usted, comandante McClusky, dividirá cada escuadrón en dos secciones. Mientras que una sección esté sobre el blanco que se le haya designado, la otra se reabastecerá de combustible y se rearmará aquí en Madre Oca. ¿Preguntas?
El teniente Lance Sharp, un hombre barrigón que se estaba quedando calvo y tenía una manchita diminuta de bigote castaño sobre el labio superior, alzó la mano.
—¿Qué clase de resistencia podemos esperar?
—Los PBY informan de que hay una ausencia total de aviones de combate y de artillería antiaérea tanto en el Valparaíso como en el golem. Sin embargo, no olvidemos quién construyó a ese mamotreto. Calculo que el enemigo lanzará una cobertura aérea de combate de entre unos veinte y treinta Ceros.
El capitán de corbeta E.E. Lindsey, un virginiano tenso que tenía un parecido extraordinario con Richard Widmark, fue el siguiente en hablar.
—¿Realmente lanzarán una cobertura aérea de combate?
—Es táctica básica de portaaviones, señor.
—Pero, ¿de verdad lo harán?
—Lanzaron una cobertura aérea de combate de padre y muy señor mío el 4 de junio de 1942, ¿no? —Spruance mordisqueó la pipa—. Bueno, no, en realidad no lanzarán una cobertura aérea de combate —añadió, más que un poco fastidiado.
—Una pregunta sobre técnica, almirante —inquirió Wade McClusky—. ¿Bombardeamos en picado o es mejor hacerlo planeando?
—Yo de usted, dada la falta de experiencia de los pilotos, optaría por bombardear planeando.
—Mis pilotos no son inexpertos. Son muy capaces de bombardear en picado.
—Eran inexpertos en el 42. —Spruance deslizó el puntero por el pecho izquierdo—. Y asegúrense de entrar por el este. De ese modo, los artilleros antiaéreos quedarán cegados por el sol.
—¿Qué artilleros antiaéreos? —preguntó Lindsey.
—Los artilleros antiaéreos japoneses —dijo Spruance.
—Esto es el ártico, almirante —dijo McClusky—. El sol sale por el sur, no por el este.
Por un momento, Spruance pareció confundido, luego esbozó una sonrisa de oreja a oreja que se equiparaba a la de Akagi.
—¡Eh, aprovechémonos de eso! ¡Ataquen por el sur y lancen un bombardeo en picado de mil demonios!
—¿Seguro que no quiere decir lancen un bombardeo planeando de mil demonios? —preguntó McClusky.
—¿Sus muchachos no saben bombardear en picado?
—No sabían en el 42, almirante. Hoy sí.
—Creo que deberían bombardear en picado, ¿usted no, comandante?
—Sí, almirante —dijo McClusky.
Spruance golpeó el costado derecho de Akagi con el puntero.
—¡Bien, muchachos, enseñémosles a combatir a esos cabrones de ojos rasgados!
A las 0720, el hombre guapo y dentudo que hacía de alférez Jack Reid condujo a Oliver, a Pembroke, a Flume y al actor corpulento que interpretaba al alférez Charles Eaton a la lancha y les transportó hasta el Fresa Once. Reid se sentó con cuidado en el asiento del piloto. Eaton asumió la posición del copiloto. Después de agacharse y meterse en las burbujas de las ametralladoras, Pembroke y Flume se cambiaron las parkas por chalecos antibalas malvas a juego, luego se pusieron los auriculares, abrieron un refrigerador de aluminio y empezaron a sacar la materia prima de un picnic: mantel a cuadros, servilletas de papel, tenedores de plástico, botellas de cerveza Rheingold añeja, recipientes Tupperware llenos de delicias de la cocina del Enterprise. A los pocos minutos, el hidroavión PBY se movía, subiendo hacia el diáfano sol de medianoche. Con los prismáticos en la mano, Oliver cruzó a gatas los compartimientos vacíos para acabar instalándose en el puesto del mecánico; era un espacio estrecho, manchado de óxido y de pintura desconchada («pobres Sidney y Albert —pensó—, nunca podrían recuperar los años cuarenta de verdad, sólo los restos, que se estaban desintegrando»), pero la ventana grande le ofrecía una vista amplia del mar y del cielo. Para bien o para mal, desde esa posición ventajosa también podía oír a los empresarios teatrales.
—Mira, el capitán Murray está situando a Enterprise contra el viento —le dijo Pembroke a Oliver mientras el portaaviones viraba poco a poco hacia el este.