Mientras el ángel hacía subir las luces de la sala, Thomas vio que se estaba despegando. Pelos plateados le caían flotando del cuero cabelludo. Sus alas se exfoliaban como un tejado mexicano que perdía tejas.
—¿Y los otros?
—Adabiel y Haniel fallecieron ayer —dijo el ángel, recuperando el arpa del atril—. Empatia terminal. Miguel se está debilitando rápido, a Chamuel no le queda mucho en este mundo, Zafiel está en su lecho de muerte…
—Con lo que nos queda Gabriel.
El ángel punteó su arpa.
—En pocas palabras, padre Ockham —dijo Monsignor Di Luca, como si hubiera acabado de hacer una gran explicación, cuando en realidad no había explicado nada—, le queremos en el barco. Le queremos en el Carpco Valparaíso.
—El único transportador de crudo ultra grande que el Vaticano haya fletado jamás —amplió el Santo Padre—. Una nave mancillada, desde luego, pero ninguna otra es capaz de llevar a cabo la tarea, o eso dice Gabriel.
—¿Qué tarea? —preguntó Thomas.
—Rescatar el Corpus Dei —a Gabriel le caían lágrimas brillantes por las mejillas agrietadas. Le salían mocos luminosos de las narices—. Protegerle de aquellos —el ángel echó una mirada rápida hacia Di Luca— que explotarían su condición para sus propios fines. Darle un entierro decente.
—Una vez que el cuerpo esté en las aguas del Ártico —explicó Orselli—, la putrefacción se detendrá.
—Hemos preparado un lugar —dijo Gabriel, tocando de oído lánguidamente el Dies Irae en su instrumento—. Una tumba iceberg que linda con Kvitoya.
—Y usted estará en el puente de navegación todo el tiempo —dijo Di Luca, poniendo una mano con guante rojo sobre el hombro de Thomas—. Nuestro único contacto, manteniendo a Van Horne en el camino designado. Verá, ese hombre no es católico. Apenas es cristiano.
—El manifiesto del barco le incluirá como PAT: una Persona Además de la Tripulación —dijo Orselli—. De hecho, será la persona más importante del viaje.
—Permítanme que sea explícito. —Gabriel fijó sus ojos eléctricos directamente en Inocente XIV—. Queremos un sepelio honroso, nada más. Nada de trucos, Santidad. Guárdese sus funerales de mil millones de dólares, nada de esculturas de valor inestimable en la tumba ni de trincharlo para reliquias.
—Lo entendemos —dijo el Papa.
—No estoy seguro. Dirigen una organización tenaz, caballeros. Nos tememos que no saben cuándo hay que abandonar.
—Puede confiar en nosotros —dijo Di Luca.
Formando un semicírculo con el ala izquierda, Gabriel le rozó la mejilla a Thomas con la punta.
—Le envidio, profesor. Tendrá tiempo para entender por qué ocurrió este horrible acontecimiento, no como yo. Estoy convencido de que, si aplica todo su intelecto jesuíta al problema, reflexionando sobre ello noche y día mientras el Valparaíso surca el Atlántico Norte, seguro que da con la solución.
—¿Sólo por medio de la razón? —dijo Thomas.
—Sólo por medio de la razón. Casi se lo puedo garantizar. Dése hasta el final del viaje y, de pronto, la respuesta al misterio…
Un gemido áspero y gutural. El Dr. Carminati se acercó a toda prisa y, tras abrir la túnica del ángel, le apretó el estetoscopio contra el pecho blanco como la leche. Gimoteando suavemente, Inocente XIVse llevó la mano izquierda a los labios y se chupó las puntas de los dedos aterciopelados.
Gabriel se hundió en el asiento más cercano, el halo se oscureció hasta que acabó por parecer una guirnalda de flores muertas.
—Disculpad, Santidad —el médico se sacó el estetoscopio de las orejas—, pero deberíamos llevarle de nuevo a la enfermería ahora.
—Ve con Dios —dijo el Papa, alzando su mano húmeda, poniéndola de lado y grabando una cruz invisible en el aire.
—Recuerden —dijo el ángel—, nada de trucos.
El joven médico le pasó el brazo por los hombros a Gabriel y, como un hijo consciente de sus deberes que guía a su padre moribundo por el pasillo de la sala de oncología, le llevó fuera de la habitación.
Thomas estudió la pantalla vacía. ¿El cuerpo muerto de Dios? ¿Dios tenía cuerpo? ¿Cuáles eran las implicaciones cosmológicas de esta afirmación asombrosa? ¿Había desaparecido realmente o su espíritu sólo había desocupado una cáscara gratuita? (La pena profunda de Gabriel sugería que no se podía ser optimista ante la situación.) ¿Seguía existiendo el cielo? (Puesto que la vida después de la muerte consistía esencialmente en la presencia eterna de Dios, entonces la respuesta era lógicamente que no, pero estaba claro que la pregunta merecía ser estudiada con más profundidad.) ¿Y qué había del Hijo y del Espíritu Santo? (Suponiendo que la teología católica contara para algo, entonces estas personas también estaban inertes, puesto que la Trinidad era indivisible ipso facto, pero, aquí también, el asunto evidentemente se merecía la atención de un sínodo o quizá incluso de un Concilio Vaticano.)
Se giró hacia los otros clérigos.
—Hay algunos problemas.
—Un consistorio secreto ha estado reunido desde el martes —dijo el Papa, asintiendo con la cabeza—. El colegio de cardenales entero, quemando el aceite de medianoche. Estamos abordando todo el espectro: las causas posibles de la muerte, las posibilidades de resurrección, el futuro de la Iglesia…
—Nos gustaría que nos contestara ahora, padre Ockham —dijo Di Luca—. El Valparaíso leva anclas dentro de sólo cinco días.
Thomas respiró hondo, disfrutando de la absurda y sana hipocresía del momento. Históricamente, Roma había tendido a considerar a los jesuítas como prescindibles, algo a medio camino entre una molestia y una amenaza. Ah, pero, a la hora de la verdad, ¿a quién recurría el Vaticano? A los fieles e imperturbables guerreros de Ignacio de Loyola, a ellos.
—¿Puedo quedármela? —Thomas recogió una pluma perdida del suelo.
—Muy bien —dijo Inocente XIV.
La mirada de Thomas vagaba de acá para allá entre el Papa y la pluma.
—Hay un punto de su programa que me desconcierta.
—¿Acepta? —inquirió Di Luca.
—¿Qué punto? —preguntó el Papa.
La pluma emanaba un resplandor débil, como una vela encendida creada con el sebo de una oveja perdida y olvidada.
—La resurrección.
Resurrección: la palabra serpenteaba provocadora por la cabeza de Thomas cuando emergía de la humedad fétida de la estación de Union Square y empezaba a caminar por la calle Catorce. Todo era muy especulativo, por supuesto; la velocidad de desecación que Di Luca había escogido para el sistema nervioso central de un Ser Supremo (diez mil neuronas por minuto) rayaba en lo arbitrario. Sin embargo, suponiendo que el cardinale supiera de qué hablaba, seguía siendo una conclusión alentadora. Según el OMNIVAC-5000 del Vaticano, Él no estaría clínicamente muerto antes del dieciocho de agosto, un intervalo suficiente para transportarle por encima del círculo polar ártico, aunque había que admitir que el ordenador había hecho la predicción bajo protesta, gritando DATOS INSUFICIENTES durante todo el proceso.
El aire de junio caía con pesadez sobre la carne de Thomas, una capa agobiante del calor crudo de Manhattan. Tenía la cara empapada en sudor, lo que provocaba que las gafas bifocales le resbalasen por la nariz. A ambos lados de la calle, vendedores ambulantes trabajaban en el anochecer bochornoso, recogiendo sus casetes envueltos en plástico, sus relojes Cartier falsos y sus osos mecánicos tarados y los amontonaban en sus camionetas. A los ojos de Thomas, Union Square combinaba el exotismo de Las noches de Arabia con la banalidad básica del comercio americano, como si se hubiera trasplantado un bazar medieval persa al siglo veinte y Wal-Mart se hubiera hecho con él. Cada uno de los vendedores tenía una expresión totalmente impasible, la mirada traumatizada por la guerra y hastiada del soldado urbano de a pie. Thomas les envidiaba su ignorancia. Cualesquiera que fueran sus dolores actuales, cualesquiera las derrotas y los desastres que estuvieran sufriendo, al menos podían imaginar que un Dios vivo presidía el planeta.