—Es el procedimiento habitual para lanzar un escuadrón —explicó Flume—. Con una pista tan corta, tiene que haber mucho viento debajo de todas las alas.
El alférez Reid llevó el PBY a setecientos metros y luego lo enderezó y rizó un poco, dándoles a sus pasajeros una vista clara de la cubierta de vuelo. En anorak verde, el personal del mal tiempo corría de aquí para allá, partiendo el hielo con picos y tirando los fragmentos por la borda con palas para el carbón. Con traje amarillo, el personal encargado de la manguera acabó el trabajo, apuntando hacia la pista y soltando torrentes de descongelante líquido.
—Ya llega la sección Torpedo Seis —dijo Pembroke cuando, con las alas dobladas, dos Devastators subieron en sus respectivos ascensores a la cubierta de vuelo.
Procurando que la estela de las hélices no les lanzase por la borda, un cuarteto de manipuladores de aviones vestidos de azul corrieron al Devastator de proa, el 6-T-9, desbloquearon las ruedas y desplegaron las alas, con lo cual el piloto giró 180 grados y rodó por en medio del barco. Cuando el oficial encargado de las señales agitó los bastones, el piloto volvió a girar, aceleró el motor y recorrió la pista a toda velocidad, arrojando descongelante por las ruedas. Oliver casi esperaba que el avión se estrellase en el mar, pero en cambio, alguna ley creada por Dios se hizo cargo —el efecto Bernoulli, creía que se llamaba—, y alzó al 6-T-9 de la proa y lo elevó sobre las olas.
—Los Devastators necesitan que les den ventaja sobre los aviones de bombardeo en picado —explicó Pembroke cuando el 6-T-11 se unía a su gemelo, que ya había despegado. Los dos aviones volaron en círculos sobre el portaaviones, esperando al resto de la sección—. Son unos diablos lentos, esos Devastators. Ya estaban obsoletos incluso antes de que el primero saliera de la cadena de montaje.
Oliver espiró intensamente, empañando la ventana del mecánico.
—¿Obsoletos? ¿Ah, sí?
—Eh, no te preocupes, chico —dijo Pembroke.
—Tu golem está casi muerto —dijo Flume.
—Y en el peor de los casos, siempre tenemos el Plan de Operación 29-67.
—Exacto. El Plan de Operación 29-67.
—¿Qué es el Plan de Operación 29-67? —preguntó Oliver.
—Ya verás.
—Te encantará.
De dos en dos, los Devastators siguieron llegando, rodando, acelerando, despegando. A las 0815 toda la sección del primer ataque Torpedo Seis estaba en el aire, quince aviones que se agruparon en tres formaciones con forma de V. Una deliciosa sensación de inevitabilidad flotaba en el aire, una sensación de Rubicones cruzados y puentes quemados, como nada que Oliver hubiera experimentado desde que él y Sally Morgenthau se hubieron liberado mutuamente de sus respectivas virginidades después de un concierto de Grateful Dead en 1970. «Dios mío —había pensado entonces—, Dios mío, si lo estamos haciendo.»
—Pongámonos en marcha, alférez —gritó Flume por el micrófono del interfono—. No debemos llegar tarde al baile.
Girando la palanca de mando treinta grados, el intérprete de Jack Reid empujó la válvula de control. Oliver, con el pulso que le latía aceleradamente (lo estamos haciendo, lo estamos haciendo), se puso los auriculares. Pembroke hojeaba un ejemplar de Stars and Stripes de la época de la guerra. Flume abrió una fiambrera Tupperware y sacó un sandwich de fiambre de cerdo con cebolla. Por el interfono, el intérprete del alférez Eaton silbaba Embraceable You. El Fresa Once volaba junto al sol, planeando a setenta nudos sobre la cadena de icebergs colosales mientras perseguía al valiente escuadrón del capitán de corbeta Lindsey hacia el este por el Mar de Noruega.
En su corta pero ajetreada carrera de marinero preferente, Neil Weisinger había gobernado todo tipo de barco mercante imaginable, desde buques frigoríficos hasta cargueros de los Grandes Lagos, desde bulkcarriers hasta ro-ros, pero nunca había tomado el timón de algo tan raro como el vapor Carpco Maracaibo.
—A la derecha, cero-dos-cero —ordenó el oficial de guardia, Mick Katsakos, un cretense moreno con pantalones acampanados blancos, una parka manchada de aceite y una gorra griega de pescador.
—Derecha, cero-dos-cero —repitió Neil, girando el timón.
Desde luego, había oído hablar de barcos como ése, petroleros del Golfo Pérsico equipados teniendo en cuenta las realidades políticas del Oriente Medio. Cuando estaba lleno hasta la línea de carga, un petrolero del Golfo sólo llevaba la mitad de la carga de un transportador de crudo ultra grande convencional y, sin embargo, desplazaba un tercio más de agua. Una sola mirada a la silueta del Maracaibo bastaba para explicar esa disparidad. Había tres cañones Phalanx de 20 mm sobre el castillo de proa; seis cañones Meroka de 12 tubos sobresalían de popa; cincuenta cargas de profundidad Westland Lynx Mk-15 estaban pegadas a las amuradas. En cuanto a misiles, el Maracaibo conseguía el ideal elusivo del multiculturalismo: Crotales de Francia, Aspides de Italia, Sea Darts de Gran Bretaña, Homing Hawks de Israel. Desde que añadiera doce petroleros del Golfo Pérsico a su flota de navegación, las acciones de Carpco habían subido once puntos.
—Rumbo franco —dijo Katsakos.
—Rumbo franco —repitió Neil.
Era la hostia de peligroso, este asunto de maniobrar a alta velocidad a través de los icebergs y de los témpanos de hielo del Mar de Noruega. A pesar de su categoría de segundo oficial, Katsakos no parecía un marino especialmente listo o experimentado (el día anterior les había desviado seis leguas antes de darse cuenta de su error), y la verdad era que Neil no se fiaba de que pudiera guiar el petrolero sin peligro. El deseo ferviente de Neil era que el capitán mismo del Maracaibo apareciera en el puente y le relevara.
—Diez grados del timón izquierdo.
—Diez del izquierdo.
Sin embargo, el capitán nunca aparecía en el puente —o en ningún otro sitio, en realidad—. Era tan distante e inaccesible como el Dios inmaterial al que Neil no había encontrado durante su exilio voluntario en la isla Van Horne. A veces se preguntaba si el Maracaibo siquiera tenía un patrón.
Durante los primeros tres días, la penitencia de Neil había ido bien. El sol había sido caluroso, como correspondía, el hambre le había dolido de la forma apropiada, la sed había sido intensa como era debido (no se había permitido más de medio litro de rocío cada cuatro horas). Posado en su higuera petrificada como un buitre enloquecido, marginado y hambriento espiritualmente, Neil había luchado por ganarse la atención del universo. «¡Te le apareciste a Moisés! ¡Te le apareciste a Job! —había gritado a la niebla, una y otra vez, hasta que la lengua se le secó tanto que las palabras se le pegaban a ella como abrojos—. ¡Ahora aparece ante mí!»
Mirando al mar, Neil se había quedado atónito al contemplar un petrolero del Golfo Pérsico, grávido de carga y fondeado en la misma cala de la que el Valparaíso había partido hacía poco. Una hora después, un hombre falstaffiano con el cutis mal cuidado apareció junto al pie de su árbol, envuelto en la bruma eterna de la isla.
—¿Y quién es usted? —preguntó el intruso con un acento italiano musical. Llevaba arena color terracota pegada a la sotana de vinilo que apagaba la seda rojo brillante.
—Marinero preferente Weisinger de la Marina Mercante de los Estados Unidos —masculló, seguro de que estaba a punto de desmayarse.
—Cardenal Tullio Di Luca del Vaticano. Puede llamarme Eminencia. ¿Está con el Carpco Valparaíso?