—Ya no. —Una ola de vértigo. Neil temió caerse del árbol—. Estoy abandonado, Eminencia. La última vez que vi el Val, se dirigía al Ártico.
—Qué raro. A su capitán se le ordenó que regresara a esta isla. Según parece, está siguiendo su propia estrella.
—Eso parece.
—¿Fue Van Horne quien le abandonó?
—Me abandoné yo solo.
—¿Ah, sí?
—Para encontrar a Dios —explicó Neil. Los hoyos que tenía el cardenal Di Luca en la cara sugerían uno de esos dibujos para niños en que había que unir los puntos. ¿Qué constelación aparecería si trazabas una línea de pústula a pústula? Ophiuchus, supuso Neil. Serpentario—. El Dios más allá de Dios. El Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada. En Sof.
—¿Espera encontrar a Dios en un árbol?
—Moisés lo hizo, Eminencia.
—¿Quiere un trabajo, marinero preferente Weisinger?
—Quiero encontrar a Dios.
—Sí, ¿pero quiere un trabajo? El Maracaibo partió antes de que pudiéramos reunir una tripulación adecuada. Le puedo ofrecer el puesto de cabo de maniobra.
El hambre le arañaba el estómago a Neil. La garganta le pedía agua a gritos. Que él supiera, unas cuantas horas más de un sufrimiento así bastarían para encender aquellas ramas con En Sof.
Y sin embargo…
—Para la compañía del Maracaibo —continuó Di Luca—, el cargamento de Van Horne es un elemento de atrezzo para una película. La Santa Sede se propone evitar que se realice la película. Venga con nosotros, Sr. Weisinger. El cincuenta por ciento más por las horas extras.
El Señor, decidió Neil, trabajaba a través de muchos medios, no sólo quemando zarzas y árboles de piedra. YHWH enviaba ángeles, escribía en las paredes, vertía sueños en la cabeza de los profetas. Quizá incluso usaba a la Iglesia Católica de vez en cuando. Enviando a Tullio Di Luca a ese lugar, comprendió Neil invadido por el júbilo, casi seguro que el Dios de las cuatro de la madrugada le estaba diciendo que siguiera con su vida…
—Diez grados a la derecha.
—Diez a la derecha —repitió Neil.
—Rumbo franco.
—Rumbo franco.
Detrás de Neil, se abrió una puerta con un chirrido. Una fragancia acre pasó flotando por el puente, la acidez del sudor humano mezclado con el aroma a bosque de un puro encendido.
—¿Qué rumbo lleva, Katsakos? —una voz masculina, resonante y ronca.
El segundo oficial se puso tenso.
—Cero-uno-cuatro.
Neil se giró. Con sus hombros anchos, columna recta y cabeza leonina saliendo de la capucha de una parka de violeta brillante, el capitán del Maracaibo tenía un aspecto aristocrático, cuando no regio. A pesar de estar surcado por la edad, su rostro era increíblemente bello, con unos ojos marrón oscuro que le brillaban debajo de una frente alta y con pómulos fuertes que flanqueaban una nariz aguileña.
—¿Velocidad?
—Quince nudos —dijo Katsakos.
—Auméntala a diecisiete.
—¿No es peligroso, capitán Van Horne?
—Cuando yo estoy en el puente, no lo es.
—Le ha llamado Van Horne —soltó Neil mientras Katsakos empujaba los reguladores hacia adelante.
—Así es. —El patrón del Maracaibo le dio una calada al puro—. Christopher Van Horne.
—El último capitán con el que navegué también se llamaba Van Horne. Anthony Van Horne.
—Lo sé —dijo el anciano—. Me lo dijo Di Luca. Mi hijo es un buen marino, pero le falta… ¿cómo lo diría?… sentido común.
—Anthony Van Horne… —se preguntó el segundo oficial—. ¿No estaba al mando cuando el Valparaíso vertió el pastel en el Golfo de México?
—Oí que fue sobre todo culpa de Carpco —dijo Neil—. Una tripulación agotada por el trabajo, un barco con personal insuficiente…
—No defienda al hombre. ¿Sabe qué transporta ahora? Un maldito objeto de atrezzo para una película porno, eso es lo que lleva. —El capitán apagó el puro en el radar de doce millas—. Dígame, Sr. Weisinger, ¿es usted un marinero del que puedo depender?
—Creo que sí.
—¿Ha llevado el timón en una tormenta?
—El último Cuatro de Julio, goberné el Val a través del ojo del huracán Beatrice.
—¿A través del ojo?
—Su hijo quería ir de la Bahía Raritan al Golfo de Guinea en doce días.
—Eso es una locura —dijo el capitán. A Neil le pareció que su indignación estaba atenuada por cierto orgullo de padre—. ¿Cumplieron con el plazo previsto?
—Nos detuvimos para rescatar a una náufraga.
—¿Pero lo habrían conseguido?
—Es bastante probable.
—¿En sólo doce días?
—Sí.
Christopher Van Horne sonrió, la carne arrugada se deslizó por su espléndido cráneo.
—Escuche, marinero Weisinger, cuando por fin atrapemos al Val, quiero que sea usted quien esté al timón —su voz bajó a casi un susurro—. A menos que me equivoque, haremos unos cuantos virajes bastante peliagudos.
El dieciséis de septiembre, a las 0915, cuando el Valparaíso alcanzó el paralelo 71, Cassie Fowler se dio cuenta de que estaba enamorada. Su descubrimiento llegó durante un momento de tranquilidad, mientras ella y Anthony estaban mirando cómo la proa con aspecto de hacha del petrolero se abría paso por un pasaje formado por dos icebergs colosales. Si hubiera ocurrido en pleno acto sexual (y había habido mucho de eso últimamente, una orgía itinerante llevada a cabo dondequiera que sus impulsos les llevaran, desde el camarote de Anthony, al armario del castillo de proa, al jardín insólito que Sam Follingsbee estaba cultivando abajo), lo habría descartado calificándolo de ilusorio, afín al fenómeno que inducía a los moribundos a confundir la falta de oxígeno con el resplandor del cielo. Pero de esta emoción se podía fiar. Le parecía real. Joder, confundía mucho amar al mismísimo hombre al que habían encomendado la protección del artefacto contrafeminista más malévolo desde la carta de San Pablo a los Efesios.
—Hoy en día el Ártico es una cantidad conocida —dijo Anthony—, pero no te imaginas el dolor y la sangre que se necesitaron para trazar los mapas de esta parte del globo.
Si bien la curiosidad de Cassie le instaba a confesar su pasión en ese mismo momento —¿se reiría él? ¿sería presa del pánico? ¿se quedaría mudo? ¿diría que estaba tan loco por ella como ella por él?—, sus convicciones políticas le dijeron que esperara. Esa mañana, suponiendo que lo hubiera calculado correctamente, Oliver atacaría su cargamento. Sería una estupidez dividir sus lealtades, considerando declaraciones románticas de Anthony en una hora así. Si él le expresaba su amor, Cassie podría incluso perder el valor. En su guión del peor de los casos, ella se ponía a la radio del Val, contactaba con el Enterprise y le decía a Oliver que cancelase la misión.
—El siglo pasado, los geógrafos de sillón creían que había un mar abierto y sin hielo en el Polo Norte.
—¿De dónde sacaron esa idea? —preguntó Cassie.
—Aquí en el Atlántico tenemos la corriente del Golfo, ¿no? Y, mientras, los japoneses tienen Kuroshio, su gran Marea Negra. Los geógrafos imaginaban que ambas corrientes fluían hasta el norte, derritiendo los icebergs y los témpanos de hielo para unirse después y formar un inmenso océano caliente.
—No hay nada tan pernicioso como pensar que las cosas son como uno querría.
—Sí, pero era una idea tan hermosa. ¿Qué capitán no se enamoraría de una fantasía así? Gobernar tu barco hasta el estrecho de Bering, encontrar una puerta secreta en el hielo, cruzar navegando la parte de arriba del mundo…