Un repentino estallido de interferencias desvió la atención de Anthony hacia el walkie-talkie que llevaba sujeto al cinturón multiusos.
—¡Capitán al puente! —gritó Marbles Rafferty—. ¡Le necesitamos aquí arriba, capitán!
Anthony cogió la radio, apretó ENVIAR.
—¿Cuál es el problema?
—¡Aviones!
—¿Aviones?
—¡Aviones, capitán, de la maldita Segunda Guerra Mundial!
—¿De qué demonios estás hablando?
—¡Suba aquí y lo verá!
«Aviones», pensó Cassie, siguiendo a Anthony cuando abandonó el puesto de observación y empezó a bajar por la pasarela helada. Bendito fuera el Señor, el bueno de Oliver lo había llevado a cabo. Antes de que se acabara el día, si todo iba bien, la Nueva Edad de las Tinieblas ya no estaría agazapada al borde de la historia de la humanidad, preparada para reclamar el primer plano.
—Aviones —refunfuñó Anthony, abalanzándose hacia la cabina del ascensor—. En estos momentos no necesito ningún puto avión en mi vida.
—Puede que su misión sea más benévola de lo que supones —dijo Cassie. Mientras subían a la séptima planta, un pensamiento peculiar se apoderó de ella. ¿Sería posible ponerle de su lado? Si lograba reunir sus mejores argumentos, ¿podría ser que él llegara a ver que dejar a ese cadáver fuera de la historia para simpre era mucho más importante que meterlo en una tumba?—. Y que tu misión lo sea menos.
Desembarcaron, atravesaron la timonera, con An-mei Jong al timón, y se dirigieron rápidamente al ala de estribor, donde Marbles Rafferty, perpetuamente taciturno, miraba hacia popa por los prismáticos del puente, resoplando de consternación.
Cassie miró hacia el sur. Tres grupos separados de aviones torpederos zigzagueaban zumbando entre los icebergs, pasando una y otra vez por el cuello cubierto de hielo del cadáver, mientras que, a varios kilómetros sobre el nivel del mar, un enjambre de ruidosos aviones de bombardeo en picado se preparaba para zambullirse hacia el ombligo helado. Vibraciones maravillosas la invadieron, himnos de una batalla inminente, gratas por sí mismas y gratas por lo que significaban: a pesar de su amor por Anthony, a pesar de las diversas ambigüedades morales y psicológicas inherentes en esta cruzada, no tenía la más mínima intención de doblegarse.
Rafferty le puso los prismáticos en el pecho a Anthony.
—¿Ve a qué me refiero? —gimió el primer oficial, señalando hacia el sur mientras Anthony alzaba los Bushnells y enfocaba—. Creo que los que están cerca del estómago son los clásicos Dauntless SBD-2 y, mientras, tenemos un escuadrón de Devastators TBD-1 zumbando alrededor de la garganta, todos ellos construidos, se lo juro, capitán, todos ellos construidos a finales de los años treinta. ¡Es como un episodio de La dimensión desconocida, joder!
—¿Mantenemos el rumbo actual, capitán? —preguntó An-mei Jong desde la timonera.
—¡No, vira! —bramó Anthony, con las mejillas encendidas y recorriéndolo todo con la mirada—. ¡Todo a babor! ¡Hay que maniobrar para eludir el ataque!
—No puedes eludir esto —insistió Cassie.
—¡Marbles, ponte a las palancas! ¡Velocidad de flanco!
—¡A la orden!
Mientras el oficial corría hacia la timonera, Anthony agarró a Cassie por el antebrazo, apretando tan fuerte que sintió la presión a través del relleno de plumón de oca.
—¿Qué quieres decir que no puedo eludirlo?
—Me haces daño.
—¿Sabes de dónde vienen estos aviones?
—Sí.
—¿De dónde?
—Suéltame el brazo —insistió Cassie. Él lo soltó—. De la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume.
—¿Pembroke y quién? ¿Qué?
—Están trabajando con contrato.
—¿Quién les contrató?
—Unos amigos míos.
—¿Amigos tuyos? ¿Te refieres a Oliver?
—Intenta entenderlo, Anthony, vivo o muerto, este cuerpo es una amenaza. Si algún día se hace público, la razón y la igualdad para las mujeres saldrán por la ventana. No basta con sepultarlo, hay que tirarlo a la Dorsal de Mohns y dejarlo allí para que se pudra. Dime que lo entiendes.
Él la miró directamente a los ojos, con los labios torcidos y apretando los dientes.
—¿Entender? ¡¿Entender?!
—No creo que sea pedir mucho.
—¿Cómo has podido traicionarme así?
—El patriarcado ha traicionado a mi género durante los últimos cuatro mil años.
—¿Cómo has podido, Cassie? ¿Cómo has podido?
Ella le miró a los ojos y dijo:
—Una mujer debe hacer lo que debe hacer.
Por un momento el amante de Cassie se quedó helado en el ala del puente, inmovilizado por la furia.
«Jaque mate», pensó ella.
Se volvió a la timonera.
—¡Vamos a eludir el ataque! —le chilló a Jong—. ¡Todo a babor!
—¡Ya ha dado esa orden, capitán!
Fundidos en una V apretada, cinco Devastators dieron la vuelta desde el oeste y volaron directamente hacia el cuello; soltaron sus cargas explosivas al acercarse a trescientos metros del blanco. Veloces, con suavidad, los torpedos siguieron su recorrido; una espuma blanca y burbujeante les salía de las hélices. Una a una, las cabezas alcanzaron la carne y explotaron, lanzando al aire fuentes de linfa hirviente y géiseres de tejido pulverizado. Cassie se rió: un grito largo y bajo de placer. Por fin lo entendía. Ésa era la razón por la cual los hombres se tomaban tantas molestias en encargarse de que hubiera fuego y caos en sus vidas: el ímpetu de la destrucción, la majestuosidad de la falta de aburrimiento de la guerra, la grasa embriagadora de la historia. Era probable que hubiera colocones del mismo calibre en la Tierra, desde luego los había menos violentos, pero, oh, qué teatro tan hermoso se conseguía, qué noche de estreno tan sensacional.
Al final, el petrolero empezó a virar, tallando una gran media luna de espuma en el Mar de Noruega, con Dios siguiéndolo inexorable.
—¡Atención! —gritó Anthony, cogiendo el micrófono de megafonía—. ¡Escuchadme bien, dos escuadrones de aviones de combate hostiles están hostigando a nuestro cargamento en estos momentos! ¡El Val no está en peligro y vamos a hacer maniobras para eludir el ataque! ¡Repito: el Val no está en peligro!
Cassie soltó un resoplido desdeñoso. Podía decir que iban a eludirlo, pero a nueve pésimos nudos el fiambre era un blanco seguro.
—¡Te saqué del mar! —Anthony blandió los prismáticos, sosteniéndolos delante de Cassie como si pretendiera golpearle la cara—. ¡Te di mis gusanos de mescal para comer!
No podía decidir si estaba más furiosa con Anthony o consigo misma. Qué ingenuo, qué pasmosamente ingenuo haberse imaginado que él podría aprobar su programa.
—Hostia, sabía que no lo entenderías, lo sabía. —Arrancándole los prismáticos de las manos, los apuntó al hidroavión PBY que en esos momentos giraba alrededor de la frente de su cargamento. Por un breve instante Oliver se materializó ante sus ojos, Oliver, tan dulce y tan débil, sentado junto a una ventana de estribor y con aspecto de estar en la montaña rusa a punto de vomitar—. Sabes, Anthony, te estás tomando este ataque como algo demasiado personal. Está fuera de tu control. Relájate.
—¡No hay nada fuera de mi control!
A las 0935 atacó un escalón de seis aviones de bombardeo en picado. Los motores rugían al salirse de la formación y precipitarse hacia abajo, lanzando sus cargas explosivas contra el estómago, como una bandada de alcatraces patiazules defecando en las Rocas de San Pablo. Con cada impacto directo, una columna irregular de hielo derretido y de piel vaporizada salía disparada hacia el cielo.