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—¿Qué está pasando aquí? —preguntó un perplejo padre Thomas, al llegar a toda prisa al ala de estribor en compañía de Dolores Haycox, igualmente desconcertada.

—La batalla de Midway —respondió Cassie.

—Dios bendito —murmuró Haycox.

—¿El Vaticano está detrás de esto? —preguntó el padre Thomas.

—¡Usted no puede estar aquí! —gritó Anthony.

—Le advertí que no se metiera con Roma —dijo el sacerdote.

—¡Fuera!

—No es obra de la Iglesia —intervino Cassie.

—¿Entonces, de quién? —preguntó el padre Thomas.

—De la Ilustración.

—¡He dicho fuera! —Anthony, farfullando de rabia, se acercó tambaleándose hacia el tercer oficial—. Quiero ver a Chispas, ¡inmediatamente!

—Dios bendito —repitió Haycox, saliendo.

Los dos ataques siguientes ocurrieron simultáneamente, una V de aviones torpederos que expandieron metódicamente la brecha del cuello de Dios mientras otro escalón de aviones de bombardeo en picado aumentaba con obstinacion la herida del estómago.

—Nunca he presumido de tener unos conocimientos particularmente sofisticados de política —confesó el padre Thomas.

—Esto no es política —gruñó Anthony—. ¡Es paranoia feminista! —Le apretó el brazo a Cassie—. ¿Se te ha ocurrido que, si este amiguito tuyo lo consigue, el cuerpo nos arrastrará a todos con él?

—No te preocupes, pronto bombardearán las cadenas. Si no te importa, quítame las zarpas de encima.

Lianne entró en el ala, la cara iluminada por una sonrisa ancha y serpenteante.

—¿Me ha llamado, capitán?

—Esos aviones están destruyendo nuestro cargamento —se lamentó Anthony.

—Ya lo veo.

—Quiero que te pongas en contacto con los líderes del escuadrón.

—A la orden.

—Hola, Lianne —dijo Cassie.

—Buenos días, cielo.

—Mierda, ¿tú tuviste algo que ver con esto, Chispas? —preguntó Anthony.

Lianne hizo una mueca de dolor.

—Confesaré que siento cierta solidaridad con lo que están intentando hacer esos aviones, capitán —respondió ella, esquivando la pregunta—. Ese cuerpo son malas noticias para las mujeres de todo el mundo.

—Mira el lado bueno —le dijo Cassie a Anthony—. Normalmente tendrías que pagar sesenta dólares para ver un gran espectáculo de Pembroke y Flume.

—¡Ponte en contacto con esos líderes, Chispas!

Oliver odiaba la batalla de Midway. Era ruidosa, confusa y manifiestamente peligrosa.

—¿Tenemos que estar tan cerca? —preguntó al alférez Reid por el interfono. El tercer ataque de los Devastators acababa de empezar y cinco aviones zumbaban sobre la camareta alta del superpetrolero, que no dejaba de dar vueltas, y tiraban los torpedos directamente al cuello de Dios. Con la explosión de cada carga, el Fresa Once respondía con una onda expansiva, girando y agitándose como una oca alcanzada por un tiro—. ¿Por qué no miramos —Oliver extendió un dedo índice tembloroso— desde allá? ¡Junto a aquel iceberg grande!

—No le escuche, alférez —respondió Pembroke, mientras se lanzaba sobre un recipiente con medio kilo de ensalada de macarrones.

—Oliver, tienes que entrar en ambiente —dijo Flume, metiéndose en la boca un huevo duro con salsa picante.

—Menudo golem, ¿eh? —dijo Pembroke.

—Apuesto a que se podría llevar un tanque Pershing por la uretra sin rascar siquiera los quitapiedras —soltó Flume.

—Dios, vaya sonrisa —dijo Pembroke.

Mientras el último Devastator cumplía su misión, una cháchara alegre salía por el transmisor receptor del Fresa Once, cinco recreadores de guerra que se sentían realizados a nivel creativo y que se elogiaban a sí mismos.

—¡Un río de pólvora!

—¡Caray, esto es fenomenal!

—¡Ese mamón las está pasando canutas!

—¡Cha, cha, cha!

—¡Yo pago las cervezas, chicos!

En aquel momento, el tercer escalón de Dauntless ocupó su puesto, subiendo velozmente a cinco mil metros. A causa del aturdimiento del miedo, a Oliver le daba la sensación de que el ataque aéreo iba bien. Estaba especialmente impresionado por el arte olvidado del bombardeo en picado, la forma hábil y temeraria en que los pilotos de los SBD convertían sus aviones en balas tripuladas: descendían en picado desde las nubes, se zambullían de cabeza hacia el estómago y, en el instante de soltar las cargas explosivas, se retiraban justo a tiempo para evitar caerse; una actuación realmente magnífica, que casi valía los diecisiete millones de dólares que le estaba costando.

Los Dauntless se salieron de la formación y atacaron, lanzando sus bombas destructoras al ombligo. Un tornado hirviente de color naranja que arrojaba llamas y humo cruzó el abdomen de Dios girando.

—¡Es tan hermoso! —exclamó Pembroke.

—¡Lo hemos logrado, Sid, ésta es nuestra obra maestra! —chilló Flume.

—¡Nunca lo superaremos, nunca, ni siquiera si hacemos un Día D!

—¡Estoy tan emocionado!

Una voz ronca de mujer salió el transmisor receptor del Fresa Once.

—¡Valparaíso a líderes de escuadrón! ¡Adelante, líderes de escuadrón!

El jefe de Torpedo Seis respondió al instante.

—Al habla el capitán de corbeta Lindsey de la Marina de los Estados Unidos —dijo en un tono a la vez curioso y hostil—. Adelante, Valparaíso.

—El capitán Van Horne desea hablar con usted…

La voz que llenó entonces la cabina del PBY estaba tan enfurecida que Oliver se imaginó los tubos del transmisor receptor explotando y salpicando la cabina de mando de cristales.

—¡¿Qué demonios se cree que hace, Lindsey?!

—Deber patriótico. Corto.

—¡Que le jodan!

—¡Que le jodan a usted! Corto.

—¡No tiene ningún derecho a destruir mi cargamento!

—¡Y usted no tiene ningún derecho a destruir la economía americana! ¡Me da igual lo bien que hable inglés! ¿Es que ustedes los japoneses nunca pueden jugar limpio? ¡Corto!

—¿Japoneses? ¿A qué se refiere?

—¡Sabe perfectamente a qué me refiero! —dijo Lindsey—. ¡América primero! ¡Fuera!

—¡Vuelve a transmitir, capullo!

Mientras los dos escuadrones giraban hacia el oeste y se dirigían a Point Luck, el Fresa Once volaba alrededor del cadáver, haciendo un rizo lento y pausado desde la nariz hasta las rodillas. Oliver se fijó en que el ombligo ya era bastante mayor, un cráter de cuatrocientos metros de ancho en el que el Mar de Noruega fluía como agua yéndose en espiral por el desagüe de una bañera. El cuello lucía una cueva enorme, cuyo portal era una masa de hielo hecho añicos y de carne hecha trizas. El único problema era que, a su juicio, que reconocía que era inexperto, Dios no se estaba hundiendo.

—Han hecho un gran trabajo con el estómago —dijo Pembroke.

—Una operación naval —afirmó Flume, con cara de póquer.

—Eh, ése ha estado bien, Alby.

—¿Por qué no hay más sangre? —preguntó Oliver.

—Ni idea —respondió Pembroke, devorando la ensalada de macarrones.

—¿Está congelada?

—Las bombas la habrían descongelado.

—Entonces, ¿dónde está?

—Es probable que nunca tuviera —dijo Flume—. La sangre es una cosa tan complicada… apuesto a que ni Mitsubishi puede hacerla.

Cuando el PBY planeaba sobre el pezón izquierdo del cuerpo, el transmisor receptor volvió a transmitir.

—Líder de Zorro Rojo a Madre Oca —dijo Lindsey—. Líder de Zorro Rojo a Madre Oca.

—Al habla Madre Oca —dijo el intérprete del almirante Spruance a bordo del Enterprise.