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—Lanzamos nuestra última bomba hace diez minutos. Corto.

—¿Qué hay de Bombardeo de Reconocimiento Seis?

—También están desarmados. Nos dirigimos todos a la base para otra tanda. Corto.

—¿Qué tal va?

—Almirante, los japos podrían estar escuchando.

—No hay naves protectoras, ¿recuerda? —dijo Spruance—. No tienen cañones Bofors.

—Los blancos A y B han sufrido daños graves, almirante —informó Lindsey—. Muy graves. Corto.

—¿Akagi estaba haciendo agua cuando lo dejaron?

—No, almirante.

—Entonces cambiamos al Plan de Operación 29-67 —ordenó Spruance.

—Plan de Operación 29-67 —repitió Lindsey—. Una idea excelente.

—El segundo ataque está despegando ahora, con McClusky al mando de su escuadrón de Dauntless. Podemos empezar a recuperar sus aviones a partir de las 0945. Corto.

—Roger, Madre Oca. Fuera.

—¿Ahora me hablarán del Plan de Operación 29-67? —preguntó Oliver.

—Una estrategia de emergencia —explicó Pembroke.

—¿Qué estrategia de emergencia?

—La más sensacional que se haya hecho jamás —dijo Flume.

A las 1120 una oleada nueva apareció por el horizonte occidental, tres formaciones en V de aviones torpederos que se acercaban casi a nivel del mar mientras tres escalones de aviones de bombardeo en picado se reunían con ellos a varios kilómetros de altura.

—Comandante McClusky, Grupo Aéreo Seis, a capitán Van Horne de Valparaíso —llegó la voz aflautada del actor desde el transmisor receptor del PBY—. ¿Está ahí, Van Horne? Corto.

—Al habla Van Horne, gilipollas.

—Una pregunta, capitán. ¿Valparaíso lleva una provisión completa de botes salvavidas?

—¿Y a usted qué le importa?

—Supondré que eso significa que sí. Corto.

—¡No le ponga las patas encima a mi cargamento!

—Capitán, le informamos que a las 1150 horas ejecutaremos el Plan de Operación 29-67, según el cual Valparaíso será atacado por una sección de Devastators armados con torpedos Mk-XIII. Repito: a las 1150 su barco será atacado por una sección de…

Oliver salió del puesto del mecánico dando bandazos y se dirigió como pudo hacia las burbujas de las ametralladoras.

—¡McClusky ha dicho que va a atacar el Valparaíso!

—Lo sé —dijo Pembroke, sonriendo.

—El Plan de Operación 29-67 —dijo Flume, guiñándole un ojo.

—¡No puede atacar el Valparaíso! —gimió Oliver.

Valparaíso, no «el» Valparaíso.

—¡No puede!

—Shhh —dijo Pembroke.

—Tiene treinta minutos para abandonar el barco —ordenó McClusky desde el transmisor receptor—. Le recomendamos con insistencia que mantenga a sus oficiales y a su tripulación fuera del agua, que calculamos que debe de estar a unos seis grados bajo cero. El portaaviones fuera de servicio Enterprise les rescatará a las dos horas. Corto.

—¡Y una mierda voy a abandonar el barco! —dijo Van Horne.

—Haga lo que quiera, capitán. Fuera.

—¡Métase los torpedos por el culo, McClusky!

Pembroke se comió un rábano.

—Una estrategia desesperada —explicó—, pero inevitable dadas las circunstancias.

—Cuando el petrolero se hunda —detalló Flume, masticando un muslo de pollo—, arrastrará el golem con él, hasta la profundidad suficiente para inundar esas heridas.

—Después de lo cual, los pulmones y el estómago se empezarán a llenar, por fin.

—Y entonces…

—¡Tachan, misión cumplida!

Oliver cogió a Flume por los hombros y zarandeó al recreador de guerra como si intentara despertarle de un sueño profundo.

—¡Mi novia está en el Valparaíso!

—Sí, seguro —dijo Pembroke.

—Suéltame ahora mismo —dijo Flume.

—¡Hablo en serio! —chilló Oliver, soltando a Flume y balanceándose hacia atrás sobre la parte anterior de las plantas del pie—. ¡Pregúntale a Van Horne! ¡Pregúntale si no lleva a alguien llamada Cassie Fowler!

—Eh, tranquilo. —Flume abrió una Rheingold con un abridor de Fred Astaire de hierro colado—. Nadie saldrá herido. Vamos a darle a los japos cantidad de tiempo para que se salven. ¿Quieres una cerveza? ¿Un sandwich de fiambre de cerdo con cebolla?

—¡Ya has oído al capitán! ¡No abandonará el barco!

—Cuando haya recibido uno o dos impactos, estoy seguro de que recapacitará —dijo Pembroke—. Un barco grande como el Valparaíso tarda horas en hundirse, horas.

—¡Estáis locos! ¡Estáis como unas putas cabras!

—Eh, no te cabrees con nosotros —dijo Flume.

—Sólo estamos haciendo lo que nos encargaste que hiciéramos —añadió Pembroke.

—¡Poneos en contacto con el almirante Spruance! ¡Decidle que suspenda el ataque!

—Nunca suspendemos un ataque —dijo Flume, agitando el dedo índice de un lado a otro—. Tómate una Rheingold fría y deliciosa, ¿vale? Te sentirás mucho mejor. —El empresario teatral agarró el micrófono del interfono—. Alférez Reid, creo que sería una mala idea que el Sr. Shostak pusiera las manos en nuestro transmisor receptor.

—Escuchad, os he estado mintiendo —dijo Oliver con voz quejumbrosa—. Ese cuerpo de allá abajo no es un golem japonés.

—¿Ah, no? —dijo Pembroke.

—Es Dios Todopoderoso.

—Ya —dijo Flume con una sonrisa maliciosa.

—Es Dios mismo. Lo juro. Vosotros no querríais hacerle daño a Dios, ¿verdad?

Flume tomó un sorbo de su cerveza.

—Buf, Oliver, esa excusa es bastante mala.

A las 1150 exactamente, tal y como había prometido McClusky, una V de aviones torpederos volaron en círculos alrededor del petrolero e, ignorando las protestas frenéticas de Oliver, fueron a por él, lanzaron sus Mk-XIII y volaron sobre la camareta alta, cortando al mismo tiempo la bandera del Vaticano en jirones. Como tiburones tras un rastro de sangre, los cinco torpedos cruzaron la estela del Val, pasaron por debajo de la cadena de remolque de estribor, rozaron la popa y siguieron su camino. Un minuto después, alcanzaron un iceberg y detonaron, llenando el aire de un aluvión relumbrante de bolas de hielo.

—¡Ja! ¡Habéis fallado! —se oyó la voz de Anthony Van Horne por el transmisor receptor—. ¡No le daríais ni a un gato muerto con un matamoscas, payasos!

—Jopé, pensé que nuestros muchachos estaban mejor entrenados —dijo Pembroke.

—No están acostumbrados a estas temperaturas tan bajas —dijo Flume.

Dando un suspiro de alivio, Oliver miró al mar, más allá del Valparaíso, más allá de su cargamento. Un barco inmenso, recubierto de cohetes y cañones, se acercaba a toda marcha al campo de batalla desde el sur.

—Eh, Oliver, ¿qué es esa cosa? —preguntó Flume.

—A mí no me preguntes —respondió el presidente de la Liga de la Ilustración, poniéndose los auriculares.

—¡Dijiste que no habría naves de protección! —se quejó Pembroke—. ¡Lo dijiste bien claro!

—No tengo ni la más remota idea de qué hace ese barco aquí.

—Parece uno de esos petroleros del Golfo Pérsico, Sr. Flume —dijo Reid por el interfono.

—Sí, eso es lo que es —confirmó Eaton—. Un maldito petrolero del Golfo Pérsico.

—Típico de los noventa. —Reid ladeó al Fresa Once, pilotándolo hacia el oeste por encima de las cadenas de remolque—, presentarse cuando menos te los esperas.