—¡Habéis fallado! —gritó Anthony, recorriendo la timonera como un vendaval, rodeando con fuerza el micrófono del transmisor receptor con el guante, el cable colgando detrás de él como un cordón umbilical—. ¡Habéis fallado, mamones! ¡No le daríais ni al culo de un elefante con una pala de canoa! ¡No le darías a una puerta de granero con un globo de agua!
No se lo creía. Sabía que era sólo por un accidente afortunado que la primera formación de Devastators hubiera lanzado sus cinco peces sin marcar ni un gol. Ya había una segunda V girando hacia el oeste, preparándose para atacar.
—Capitán, ¿ordenamos a la tripulación que se ponga los chalecos salvavidas? —preguntó Marbles Rafferty.
—Parece buena idea —dijo Ockham.
—Largo del puente —le dijo Anthony bruscamente al sacerdote.
Rafferty se dio con el puño en la palma de la mano.
—Chalecos salvavidas, capitán. Chalecos salvavidas…
—Chalecos salvavidas —repitió Lianne Bliss.
—No —murmuró Anthony, colocando el micrófono encima de la terminal Marisat—. ¿Os acordáis de la Bahía Matagorda? Un tajo de sesenta metros en el casco y aun así no se hundió. Podemos recibir fácilmente un par de torpedos obsoletos… sé que podemos.
—Les quedan diez —señaló Rafferty.
—Entonces recibiremos diez.
—Anthony, tienes que creerme —dijo Cassie—. Nunca pensé que irían a por tu barco.
—La guerra es infernal, doctora.
—Lo siento de verdad.
—No lo dudo. Que te jodan.
Sorprendentemente, no podía odiarla. Cierto, su falsedad era flagrante, una traición a la altura del momento ignominioso en Accio cuando Marco Antonio había abandonado a su propia flota en plena batalla para salir tras Cleopatra. Aun así, de un modo extraño e incomprensible, admiraba el plan de Cassie. Su audacia le excitaba. No había nadie tan estimulante, decidió, como un contrincante digno.
La puerta del ala de estribor se abrió y Dolores Haycox se abalanzó al puente, con un walkie-talkie en la mano.
—El puesto de observación de popa informa sobre un barco que se acerca, capitán, un transportador de crudo ultra grande, lastrado, demora tres-dos-nueve.
Anthony resopló. Un transportador de crudo ultra grande. Maldita sea a pesar de la transfusión de sangre, a pesar de sus maniobras rápidas y hábiles entre los icebergs, no había logrado dejar atrás al Carpco Maracaibo. Cogió los prismáticos del puente y, mirando a través del parabrisas helado, enfocó. Dio un grito ahogado. No sólo era el Carpco Maracaibo un transportador de crudo ultra grande, sino que era un petrolero del Golfo Pérsico, cargado de formaldehído pero acercándose rápidamente. Su perfil espinoso viró hacia el este y pasó echando vapor junto a un iceberg con la forma de una muela gigantesca, en un rumbo directo hacia la oreja izquierda de Dios.
—¿Qué es eso, un acorazado? —preguntó Ockham.
—No exactamente —dijo Anthony, bajando los prismáticos—. Es evidente que sus amiguetes de Roma van en serio sobre lo de hacerme entregar la mercancía. —Se giró hacia el primer oficial—. Marbles, si nos desengancháramos de nuestro cargamento, esos Devastators ya no tendrían razón alguna para apuntarnos, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces, propongo que llamemos al Maracaibo y le pidamos que nos separen las cadenas de un tiro.
Rafferty sonrió, un suceso tan poco frecuente que Anthony supo que el plan era sensato.
—En el peor de los casos, el capitán no aceptará —observó el primer oficial—. En el mejor…
—Dirá que sí, seguro —insistió Ockham—. Sea lo que sea lo que Roma ambiciona en última instancia, no desea que este barco se hunda.
—Chispas, ponte en contacto con el Maracaibo —ordenó Anthony, poniéndole el micrófono del transmisor receptor en la mano a Lianne Bliss—. Que se ponga el capitán.
—No deberían atacar su barco así —dijo ella—. No está bien.
Anthony no se sorprendió cuando, apenas treinta segundos después de que Bliss se metiera en el cuarto de radiotelegrafía, el Maracaibo atacó, disparando un misil guiado Sea Dart hacia la segunda formación de Devastators. «Si la teoría de Cassie era cierta —pensó—, entonces las fuerzas representadas por la Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial y aquellas representadas por el petrolero del Golfo no habían tenido conocimiento de las maquinaciones de unos y otros. Pero, de repente, ahí estaban, llegando simultáneamente al mismo mar insólito, compitiendo por el mismo premio insólito.»
—¡Eh, el Maracaibo no puede hacer eso! —gritó Cassie—. ¡Mataran a alguien!
—Eso parece —dijo Anthony, seco.
—¡Es un asesinato!
En el instante en que los Devastators iniciaron su retirada caótica, la V se dividió en cinco aviones separados, Bliss pasó el intercambio radiofónico al puente.
—¡Dispersaos, chicos! —gritaba el líder de la formación—. ¡Dispersaos! ¡Dispersaos!
—¡Dios, lo tiene en la cola, comandante Waldron! —gritó un aviador.
—¡Madre santísima!
—¡Tírese en paracaídas, comandante!
Anthony alzó la mano y saludó aproximadamente en dirección del petrolero del Golfo.
—¡Dile al Maracaibo que esto no es más que una recreación! —gritó Cassie—. ¡Se supone que nadie debe salir herido!
Mientras Anthony seguía su trayectoria con los prismáticos, el avión torpedero de plomo pasó disparado por la cubierta de barlovento del Val, perseguido obstinadamente por el Sea Dart.
—¿Por qué es tan lento el misil? —preguntó Anthony.
—Está termodirigido, diseñado para captar el gas de escape de aviones con motor a reacción —explicó Rafferty—. Tardará un rato en darse cuenta de que está siguiendo la trayectoria de un motor en estrella antiguo.
Con una mezcla extraña de horror puro y de fascinación inexcusable, Anthony vio cómo el misil ubicaba el objetivo y se dirigía a él. Una explosión iluminó el cielo de acero, vaporizó a los dos tripulantes del Devastator y desintegró su fuselaje, los mil fragmentos en llamas destellaban en el aire como el aura de una migraña.
Desde el altavoz del puente un aviador gritó:
—¡Le han dado al comandante Waldron! ¡A Waldron y a su artillero!
—¡Dios!
—¡Igual que en el 42!
—¡Cabrones de mierda!
—¡Desgraciados japoneses!
—El Maracaibo no contesta —dijo Bliss, saliendo a toda prisa del cuarto de radiotelegrafía.
—Sigue tratando de ponerte en contacto con él.
—Nos está bloqueando, capitán.
—¡He dicho que sigas intentándolo!
Cuando Bliss regreso a su puesto, dos misiles más saltaron del Maracaibo, un esbelto Crotale francés y un delicado Aspide italiano, que se dirigieron a toda velocidad hacia la tercera formación de Devastators. Segundos después llegó el resplandor bermellón y estruendoso del Crotale al explotar, que eclipsó el sol de medianoche e hizo estallar en mil pedazos el avión de plomo, seguido del plumaje rojo y violeta del Aspide, que, arremolinándose y chillando, incendió su objetivo. Cuatro paracaídas blancos se abrieron sobre el Mar de Noruega, bajando suavemente a los aviadores hacia una muerte por hipotermia.
—Hostia puta, las tripulaciones se han tirado en paracaídas —dijo Rafferty.
—Que Dios les ayude —dijo Ockham.
—No, nosotros les ayudaremos —soltó Anthony, cogiendo el micrófono del interfono y sintonizando con el puesto del contramaestre—. Van Horne a Mungo.