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—Al habla Mungo.

—Hay cuatro hombres en el agua, demora dos-nueve-cinco. Baja un bote salvavidas, recógelos, dúchalos con agua caliente y estate preparado para rescatar a cualquier otro que salte.

—A la orden, capitán.

Una vez más Dolores Haycox apareció desde el ala.

—El puesto de observación de estribor informa que se acerca la estela de un torpedo, capitán, demora dos-uno-cero.

Anthony alzó los prismáticos. La estela de un torpedo. En efecto. Mientras le daban caza al comandante Waldron, era obvio que uno de sus colegas había disparado.

—¡Todo a estribor!

—¡Todo a estribor! —repitió An-mei Jong, girando el timón bruscamente cuarenta grados.

Entonces sucedió. Antes de que el petrolero pudiera responder al timón, un chirrido horroroso y como de una dentellada llegó al puente, el crujido a cámara lenta de metal devorando metal, seguido de un ruido sordo profundo y que no presagiaba nada bueno. De pared a pared, la timonera tembló.

—Una espoleta de acción retardada —explicó Rafferty—. El pez penetró nuestras placas antes de estallar.

—¿Eso es bueno o malo? —preguntó Ockham.

—Malo. Esos chismes de mierda causan el doble de daño así, como balas dum-dum.

Agarrando el micrófono de megafonía, Anthony le dio al interruptor.

—¡Atención! ¡Acabamos de recibir un torpedo Mk-XIII por la aleta de estribor! ¡Repito: impacto de torpedo por la aleta de estribor! ¡Recordad, marineros, debajo de las cubiertas el Val está dividido en veinticuatro tanques estancos, no estamos en peligro de naufragar! ¡Estad preparados para recoger a los supervivientes del grupo del Sr. Mungo!

—¡El Maracaibo sigue sin querer hablar! —informó Bliss desde el cuarto de radiotelegrafía.

—¡Sigue intentándolo!

—¿Y ahora qué? —preguntó Rafferty.

—Ahora voy a ver si lo que acabo de decirle a la tripulación es verdad.

Anthony apenas había entrado en la cabina del ascensor y empezado a bajar cuando un segundo Mk-XIII perforó el Valparaíso y explotó. La onda expansiva volvió a subir la cabina hasta la séptima planta. Se cayó de rodillas. La cabina cayó en picado, los cables de acero detuvieron la caída como las correas elásticas al salvar a un saltador de puenting.

Cuando Anthony salía corriendo, un tercer pez encontró su objetivo y provocó un estremecimiento metálico por todo el casco del Val. Corrió por la pasarela. Dos Devastators culpables pasaron rugiendo por la cubierta de barlovento, huyendo de la escena de su crimen. Una fragancia acre llenaba el aire, una mezcla de metal caliente y goma quemada teñida de un leve olor, como el de freír carne. El capitán bajó por la escalera de en medio del barco, corrió hasta la amurada de estribor y se inclinó por la barandilla.

Déjà vu. «¡No!» Estaba ocurriendo otra vez, todo el vertido imposible. «¡No! ¡No!» El Valparaíso perdía, sangraba, se desangraba el lastre, que iba a parar al Mar de Noruega. Sangre, sangre espesa, litro tras litro de sangre chisporroteante, humeante y acre que se esparcía hacia fuera desde el casco herido como la primera plaga de Egipto, manchando las aguas de rojo. «¡No! ¡No!»

Anthony miró hacia el oeste. A cuatrocientos metros de allá, Mungo y su equipo del bote salvavidas remaban hacia las tripulaciones torpedeadas: cuatro recreadores de guerra entumecidos, flotando entre las cubiertas de sus aviones y las cuerdas enredadas de sus paracaídas.

Se sacó el walkie-talkie de la cintura y gritó:

—¡Van Horne a Rafferty! ¡Adelante, Marbles!

Miró hacia abajo. Era evidente que un torpedo se había topado con el jardín de Follingsbee, ya que en la corriente de Groenlandia florecían tronchos enormes de brécol, naranjas de veinticuatro kilos y zanahorias del tamaño de tablas de surf, toda la comida nutritiva flotando en la marea carmesí como picatostes en un gazpacho.

—Jesús, dos impactos más, ¿no? —se lamentó Rafferty desde el walkie-talkie—. ¿Cómo está el panorama allá abajo?

—Sangriento.

—¿Nos hundimos?

—Estamos bien —insistió Anthony. Su evaluación fue honesta, pero también una especie de oración—. Llama a O’Connor y asegúrate de que las calderas están bien. Y que todos se pongan los chalecos salvavidas.

—¡A la orden!

El capitán se giró hacia el norte. Una aurora de un azul enfermizo brillaba con luz trémula en el cielo. Debajo de las olas, un cuarto torpedo seguía su camino, derecho hacia la proa.

—¡Deténte! —le chilló al pez espantoso—. ¡Tú, deténte!

El torpedo dio en el blanco y, al abrirse el compartimiento de carga por la explosión, soltando sus provisiones sagradas, una pregunta inquietante le entró en el cerebro.

—¡Deténte! ¡No! ¡Deténte!

Si el Val se hundía, ¿se suponía que él tenía que hundirse con él?

—¡Dadles a esos cabrones! —gritó Christopher Van Horne por el micrófono del interfono—. ¡Disparadles y sacadles del cielo! —le ordenó al primer oficial, un corso enjuto y nervudo llamado Orso Peche, que en ese momento estaba situado en el búnker de control de lanzamiento de en medio del barco. El patrón del Maracaibo se giró hacia Neil Weisinger—. ¡Vira a la derecha a cero-seis-cero! ¡Están intentando matar a mi hijo!

Neil nunca había visto una furia tan explosiva como ésa en un capitán marino… en ningún hombre.

—A la derecha a cero-seis-cero —repitió, girando el timón.

La miseria del capitán era comprensible. De todo el escuadrón llamado Torpedo Seis, sólo quedaban tres aviones armados en la lucha, pero si tan siquiera uno de ellos le metía su carga en el sangrante Val, seguro que éste moriría.

—¡Avante a toda máquina!

—Avante a toda máquina —repitió Mick Katsakos en la consola de control—. ¿Qué es esa cosa roja?

—Lastre —explicó Neil.

—Ojalá llevara mi cámara.

Un Aspide pequeño y elegante salió disparado de su lanzador. Ubicó y destrozó su blanco justo cuando la tripulación se tiraba en paracaídas.

—Ha caído uno, quedan dos —informó Peche por el interfono.

—Eso es todo un cuerpo —dijo Katsakos—. Mm, mm.

—Nunca ha habido otro igual —dijo Neil.

Entonces, de repente, apareció otro hombre en el puente. Con un alba impermeable, temblando de una furia que sólo palidecía al compararla con la del capitán, el cardenal Tullio Di Luca fue hacia la consola caminando como un pato.

—¡Capitán, ha de dejar de disparar a esos aviones! ¡Ha de parar ahora mismo!

—¡Están intentando matar a mi hijo!

—¡Sabía que había contratado al hombre equivocado!

Por décima vez desde que el Maracaibo llegara al paralelo 71, el español viejo y de facciones duras llamado Gonzalo Cornejo se asomó desde el cuarto de radiotelegrafía para anunciar que la oficial de comunicaciones del Valparaíso estaba tratando de ponerse en contacto.

—Me está… ¿cómo se dice?… me está volviendo majara.

—Te gustaría contestarle, ¿no? —preguntó el capitán.

—Sí, capitán.

—Dile al Valparaíso que Christopher Van Horne no negocia con chulos de la industria del cine porno. ¿Lo has entendido, Gonzo? No hablo con chulos. —Mientras Cornejo daba una media vuelta seca, el capitán le dio una segunda orden—. Pasa el intercambio al puente, ¿vale? —Luego se volvió hacia Neil y dijo—: diez grados de timón izquierdo.

—Diez a babor —dijo Neil, preguntándose qué clase de hombre cometería un asesinato a sangre fría por su hijo pero se negaría a cruzar dos palabras con él por la radio.