—Escúcheme bien, capitán, si no puede resistir la tentación de disparar sus misiles, entonces simplemente tendremos que irnos —masculló Di Luca, con la cara roja—. ¿Entiende lo que le digo? Le estoy ordenando que le dé la vuelta a este barco.
—¿Quiere decir que me bata en retirada? Y una mierda, Eminencia.
—El cardinale tiene razón —intervino Katsakos—. Quizá ya se ha fijado, pero esos idiotas aún tienen seis aviones de bombardeo en picado armados junto al vientre.
Al mismo tiempo en que el oficial hablaba, el tono nervioso del piloto de un Devastator salió a todo volumen del altavoz del puente.
—Teniente Sharp a comandante McClusky. Adelante, comandante.
—Al habla McClusky —respondió el líder del Grupo Aéreo Seis desde su posición sobre el ombligo.
—Comandante, ¿le queda algún torpedo?
—Los de un escalón. Estamos a punto de descargarlos. Corto.
—Hay un petrolero del Golfo Pérsico en el campo —dijo Sharp—. ¿Hay posibilidades de que nos pueda echar una mano?
—¿Un petrolero del Golfo? ¡Uauh! Spruance dijo que no habría ningún barco de protección. Corto.
—Supongo que nos soltó una trola.
—Nunca hemos hecho un guión con un petrolero del Golfo, Sharp, nada tan moderno. Corto.
—¡Nos está jodiendo vivos! ¡Sólo quedamos Beeson y yo!
—Dios. Está bien, veré qué podemos hacer…
La piel dorada mediterránea de Katsakos adquirió un tinte decididamente verdoso.
—Capitán, ¿me permite que le recuerde que llevamos la bodega llena? Si una sola de las bombas de McClusky hace contacto, estallaremos como Hiroshima.
Un picor se apoderó de Neil, un cosquilleo como el que no experimentaba desde que se asfixió con gas en el Val. Los aviones de bombardeo en picado se acercaban, llevando sus cerillas mortales.
—Debería haberme quedado en la ciudad de Jersey —le dijo a Di Luca—. Debería haber esperado a que llegara otro barco.
—Siempre podemos regresar después y asegurarnos de que el Enterprise ha recogido a su hijo y a su tripulación de los botes salvavidas —dijo Katsakos—. En cuanto a ahora…
—Anthony Van Horne no se arrastrará a ningún bote salvavidas —afirmó el capitán—. Se hundirá con su barco.
—Eso ya no lo hace nadie.
—Los Van Horne sí.
Mirando por los prismáticos del puente, Neil vio cómo el escalón de Dauntless de McClusky abandonaba el vientre e iniciaba un ascenso constante, con la intención evidente de dar una vuelta y atacar al Maracaibo por detrás.
—Sr. Peche —dijo el capitán por el micrófono del interfono—, tenga la bondad de apuntar con Crotales a los aviones de bombardeo en picado que se acercan. —Agarró el chaquetón del segundo oficial y lo retorció como un torniquete—. ¿Quién hay a bordo que sepa utilizar un cañón Phalanx?
—Nadie —dijo Katsakos.
—¿Tú no?
—No, capitán.
—¿Peche no?
—No.
—Entonces lo dispararé yo.
—¡Insisto en que demos la vuelta! —gritó Di Luca, furioso.
—Sr. Katsakos, le dejo al mando —dijo el capitán, marchándose—. Cambie el rumbo según lo requiera la situación, que me permita disparar bien a las cadenas de remolque, ¡sólo le dan al Val para que el cuerpo se hunda con él!
Neil miró hacia el sur. Dos Crotales cruzaban volando sobre la nariz de Dios hacia los aviones de bombardeo en picado que estaban maniobrando. Las cabezas explotaron al mismo tiempo y alcanzaron al líder del escalón y al avión que le seguía tan sólo un instante después de que los pilotos y los artilleros se hubiesen tirado en paracaídas. Dejando un rastro de combustible negro, el primer Dauntless se estrelló contra la barbilla, hizo añicos la costra de hielo e incendió la barba. Sin alas, el segundo avión se convirtió en una esfera en llamas, que rugió por el cielo y cayó en el ojo izquierdo de Dios como carbonilla.
Neil enfocó la barba: cada pelo estaba envuelto en una llama alta y delgada enroscada alrededor del tallo. Bajó la mirada. Christopher Van Horne estaba en la cubierta del castillo de proa, inclinado sobre el Phalanx de estribor, su parka violeta ondeando al viento ártico.
—Rumbo franco —dijo Katsakos desde la consola de control.
—Rumbo franco —repitió Neil.
Cuando la sangre chocó contra la proa del Maracaibo, su capitán hizo virar bruscamente el cañón y apuntó. Una bocanada súbita de humo apareció, formando un halo alrededor de la boca. A cincuenta metros del Valparaíso una fuente de agua del mar salió disparada al aire, del centro exacto entre las cadenas.
—Diez a la izquierda —murmuró Katsakos.
—Diez a la izquierda.
Van Horne volvió a disparar. Esta vez el proyectil dio en el blanco, y convirtió el eslabón central en un destello plateado de metal pulverizado. Al partirse la cadena, el segmento más cercano al cráneo se deslizó hasta el océano mientras que su pareja, corta y gruesa, salía disparada hacia la popa y chocaba contra el casco con gran estrépito.
—¡Buen tiro, capitán! —gritó el oficial emocionado—. ¡Rumbo franco!
—Rumbo franco —dijo Neil.
—¡Aviones de bombardeo en picado a las doce! —gritó Katsakos.
Otro proyectil voló desde el Phalanx de estribor, desintegró un eslabón y separó limpiamente el Val de su cargamento. No estaba claro si Christopher Van Horne vio o no el fruto de su puntería, ya que en el instante en que la cadena se rompía, un Dauntless lanzó su carga explosiva a apenas dieciséis metros del capitán. La bomba detonó. Cañón, escotillas, carámbanos de hielo y trozos de la amurada salieron volando hacia el cielo empujados por una columna de fuego. Pocos segundos después, el castillo de proa entero estaba ardiendo, con gotas de humo negro que se arremolinaban sobre la cubierta agrietada, como nubes de lluvia listas para soltar tinta china.
—¡No! —chilló Katsakos.
—¡Me cago en la hostia! —gimió Neil.
—¡Le dije que diera la vuelta! —farfulló Di Luca.
El sistema contra incendios se puso en marcha, impecable. Mientras se oía el estruendo de la bocina, apareció una docena de mangueras mecánicas que se alzaron desde las amuradas como morenas deslizándose desde sus guaridas. Unos chorros de espuma blanca salieron disparados de las bocas.
—¡Jesús! —gritó Katsakos mientras las llamas agonizaban y morían—. ¡Señor! —gimoteó. La espuma bajó como una marea al salir, dejando una masa de tuberías fundidas y el cuerpo caído de Christopher Van Horne—. ¡Dios santo, han volado al capitán!
Cuando el Maracaibo entró en guerra con el Grupo Aéreo Seis e incineró sus aviones torpederos y sus aviones de bombardeo en picado con misiles teledirigidos mortíferos, el foco del terror de Oliver pasó de Cassie a él. No le daba vergüenza. De hecho, era a Cassandra a quien le gustaba descartar el llamado heroísmo diciendo que estaba a un solo paso del autoengaño teísta y, además en aquel momento el peligro por sí mismo superaba claramente al de Cassie, ya que era probable que el Maracaibo tomara al Fresa Once como otro avión hostil más y lo atacara en consecuencia.
Cierto, el petrolero del Golfo acababa de sufrir un impacto directo de una bomba de destrucción de doscientos kilos. Sin embargo, en vez de hacer estallar el cargamento de petróleo de la nave o el combustible de la carbonera, la explosión sólo había incendiado la cubierta del castillo de proa —una conflagración localizada que los lanzadores automáticos de espuma controlaron rápidamente—, y no tardó en apuntar con entusiasmo a los dos Devastators y a los tres Dauntless armados que quedaban en el aire.