—¡No puedo soportarlo! —gritó Oliver.
—¿Estás asustado? —preguntó Flume, quien tampoco parecía muy feliz.
—¡Pues claro que lo estoy!
—No te sientas avergonzado si te cagas encima —dijo Pembroke, igual de consternado que él—. Durante la Segunda Guerra Mundial, casi un cuarto de los soldados de infantería perdió esa clase de control durante la batalla.
—Al menos, ésos fueron los que lo reconocieron —añadió Flume, que se enrolló la muñeca nerviosamente con el cable de los auriculares—. Es probable que el porcentaje real fuera más alto.
Con las cadenas de remolque cortadas, el Valparaíso escoraba muchísimo hacia estribor. La sangre formaba un charco a lo largo del casco. «Incluso si empezase a zozobrar —pensó Oliver—, Cassie y sus camaradas de barco tendrían tiempo de sobra para escaparse en los botes salvavidas, mientras que si el Maracaibo abría fuego sobre el Fresa Once, lo más probable era que su tripulación y sus pasajeros murieran.»
—Van Horne lo debe de haber equilibrado con sangre —dijo Reid por el interfono—. Buena forma de aligerar la carga, ¿verdad, Sr. Flume?
Flume no respondió. Su compañero permaneció igualmente callado. Mientras el Maracaibo recogía lo que quedaba del Grupo Aéreo Seis, los recreadores de guerra estaban sentados con rigidez en las burbujas de las ametralladoras y escuchaban las emisiones del transmisor receptor, un programa radiofónico de terror que ponía en evidencia a su amado Inner Sanctum.
—¡Misil a las seis!
—¡Auxilio! ¡Auxilio!
—¡Tiraos todos en paracaídas!
—¡Ayudadme!
—¡Salta!
—¡Mierda!
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Esto no está en mi contrato!
Oliver tenía ganas de rezar, pero era imposible reunir la energía necesaria cuando los restos descompuestos, helados y violados del Dios en el que no creía se extendían tan descarnadamente ante sus ojos.
—¿Alby?
—¿Sí, Sid?
—Alby, no me estoy divirtiendo.
—Sé a qué te refieres.
—Alby, me quiero ir a casa.
—Alférez Reid —dijo Flume por su micrófono del interfono—, tenga la bondad de ascender a tres mil metros y salir para Point Luck.
—¿Quiere decir que nos retiramos?
—Nos retiramos.
—¿Habían abandonado alguno de sus espectáculos alguna vez? —preguntó Reid.
—Vamonos, Jack.
—Roger —dijo el piloto, tirando de la válvula de control.
—¿Alby?
—¿Sí, Sid?
—Dos de nuestros actores han muerto.
—La mayoría se tiró en paracaídas.
—Dos han muerto.
—Lo sé.
—Waldron ha muerto —dijo Pembroke—. Su artillero también, el alférez Collins.
—Caray Otis, ¿no? —dijo Flume—. Le vi en el Helen Hayes una vez. Yago.
—Alby, creo que hemos hecho algo malo.
—¡Atención, Torpedo Seis! —se oyó la voz del intérprete de Ray Spruance por el transmisor receptor—. ¡Atención Bombardero de Reconocimiento Seis! ¡Escuchad, soldados, sea como sea, no nos pagan para que nos metamos con un petrolero del Golfo! ¡Interrumpid el ataque y regresad a Enterprise! ¡Repito: interrumpid el ataque y regresad! ¡Levamos anclas a las 1530 horas!
Un avión de bombardeo en picado inutilizado apareció de la nada, con unas cortinas de fuego que le envolvían las alas. El avión pasó zumbando tan cerca que Oliver le vio la cara al piloto, o más bien, se la habría visto si no hubiera estado quemada hasta el hueso.
—¡Es el alférez Gay! —gritó Pembroke—. ¡Le han dado al alférez Gay!
—¡Dios, no, por favor! —chilló Flume.
El Dauntless fuera de control iba derecho hacia la cola del hidroavión, despidiendo chispas y teas. Pembroke chilló como un loco, moviendo las manos de un lado a otro como si intentara imitar en el aire el juego de hacer cunas frenéticamente. Entonces, cuando Fresa Once alcanzaba los tres mil pies, el bombardero chocó con él, partió el timón del PBY, le cortó el estabilizador de estribor, le perforó el fuselaje y vertió gasolina ardiendo en el compartimiento de artillero del túnel. Cada uno de los desastres se desarrolló con tanta rapidez que el único grito de Oliver bastó para cubrirlos todos. Una bola de fuego se propagó por el suelo de popa y entró en la burbuja de babor. Un calor abrasador llenó la cabina. En pocos segundos, los pantalones de algodón de Albert Flume, su pañuelo de aviador y el chaleco antibalas estaban en llamas.
—¡Aaayyyy!
—¡Alby!
—¡Apágame!
—¡Apágale!
—¡Dios, apágame!
—¡Tenga! —El intérprete de Charles Eaton le puso un cilindro rojo brillante en la falda a Oliver.
—¿Qué es esto? —Oliver no sabía si las lágrimas que le inundaban los ojos le brotaban por el terror, por la piedad o por la bocanada de humo negro que pasaba por el puesto del mecánico—. ¿Qué? ¿Qué?
—¡Lea las instrucciones!
—¡Dios mío! —gritó Flume—. ¡Dios bendito!
—¡Creo que hemos perdido la cola! —gritó Reid por el interfono.
Oliver se secó los ojos. MANTENER DERECHO. Lo hizo. TIRAR DE LA CLAVIJA. ¿Clavija? ¿Qué clavija? Trató desesperadamente de agarrar varias cosas —por favor, Dios, por favor, la clavija—, y de pronto estaba sujetando algo que parecía una clavija.
—¡Apágame!
—¡Apágale! ¡Oh, Alby, colega!
ALEJARSE TRES METROS Y APUNTAR A LA BASE DEL FUEGO. Oliver cogió la manguera de descarga y la apuntó hacia Flume.
—¡Hemos perdido la cola!
—¡Apágame!
APRETAR LA PALANCA Y MOVER DE UN LADO A OTRO. Una vaporización gris y densa salió a chorros de la bocina y cubrió al recreador de guerra con productos químicos nauseabundos que sofocaron las llamas al instante.
—¡Me va a doler! —se quejaba Flume mientras el PBY se inclinaba peligrosamente, cayéndose hacia el océano—. ¡Me va a doler mucho!
—¡No tenemos cola!
—¡Dame pantalones que valgan millones! ¡Empieza a doler!
Tras arrancarse los auriculares, Oliver pasó arrastrándose junto a la silueta de Flume, que humeaba y se retorcía, entró tambaleándose en el compartimiento del artillero del túnel y empezó a atacar las llamas.
—¿Por qué Dios permite esto? —le preguntó Pembroke a nadie en particular.
—¡Con hombros Gibraltar, brillantes como un altar! —gritaba Flume, retorciéndose de agonía—. ¡Oh, Dios, cómo duele! ¡Duele tanto!
Todos trataban de ser educados.
Todos se esforzaban por evitar el tema.
No obstante, al final, la situación de Albert Flume no se podía negar y justo antes de que Fresa Once se desplomara en el Mar de Noruega y se partiera en un montón de trozos, Pembroke se giró hacia su mejor amigo y dijo, en una voz baja y triste:
—Alby, colega, no tienes brazos.
Padre
Por uno de esos milagros que en una época anterior podría haber obrado el mismísimo Jehová, el Valparaíso se mantuvo a flote aquella tarde, lo que permitió que los oficiales, la tripulación y los recreadores de guerra rescatados lo abandonaran de forma ordenada. Incluso hubo tiempo para salvar algunos artículos cruciales: armarios, instrumentos musicales, filetes de Corpus Dei, unos cuantos tarros de grasa gloriosa, algunas superverduras del jardín de Follingsbee, la copia de Los diez mandamientos. El Valparaíso estaba en fase terminal, por supuesto. Anthony lo sabía. Un capitán siempre lo sabía. Ningún remiendo ingenioso o esfuerzo heroico de bombeo lo podía salvar. «Pero vaya un luchador —pensó—, vaya un caballero duro, cediendo menos de tres metros por hora al ensangrentado Mar de Noruega». Al mediodía, la cubierta de barlovento estaba completamente hundida, pero la superestructura todavía se veía, surgía entre las olas como un hotel encaramado sobre unos pilones.