A las 1420, Anthony empezó a transportar al último grupo por el océano rojo al Carpco Maracaibo, un grupito lúgubre compuesto por Cassie, Rafferty, O’Connor, el padre Ockham y la hermana Miriam, cada uno con un petate en la mano. Nadie decía ni una palabra. Cassie se negaba a mirarle a la cara. Él sabía que ella tenía mucho que rumiar, varias razones por las que estar triste: el fracaso de su conspiración, el aterrizaje forzoso del avión de su novio, las muertes de John Waldron y de otros dos mercenarios. Si él mismo no estuviera embotado y abatido, podría incluso haber sentido lástima por ella.
Aparcó la Juan Fernández junto a un muelle de caucho vulcanizado atado al casco del Maracaibo, esperó a que todos desembarcaran y luego soltó amarras.
—¿Adonde va? —le dijo Rafferty.
—Me he olvidado el sextante.
—¡Jesús, Anthony, ya le compraré yo un sextante en Nueva York!
—¡Me lo regaló mi hermana! —gritó hacia las figuras que iban desapareciendo en el muelle.
A las 1445 Anthony estaba de vuelta en el lugar del naufragio, maniobrando la Juan Fernández a lo largo de la ventana de la primera planta. Rompió el cristal con el ancla sin cepo de la lancha y trepó por encima del alféizar. El ascensor había sufrido un cortocircuito, así que usó la escalera de cámara. Al llegar a la séptima planta, entró en la sala de navegación, cerró la puerta con llave y esperó.
El cerebro perdido.
El cuerpo perdido.
El Val perdido.
En realidad no tenía elección. Había echado a perder la misión. Su segunda oportunidad había desaparecido.
Se quedó mirando la mesa de formica. El revoltijo de mapas le atormentaba. Sulawesi, con olor al vientre de Cassie. Pago Pago, tan evocador de sus pechos. Alzó la mirada. En la pared de proa, el Mediterráneo; en la pared de popa, el océano Índico; en la pared de babor, el Pacífico Sur; en la pared de estribor, el Atlántico Norte. Estaba renunciando a tanto, todas esas extensiones de mar y zonas costeras maravillosas, la mayoría saqueadas y arrasadas por la especie reinante y aun así dolorosamente hermosas en su esencia. Que ningún hombre dijera que Anthony Van Horne no sabía lo que perdía.
Su migraña despertó. En un rincón del aura, una garceta cubierta de petróleo subió del mapa de la Bahía Matagorda y batió las alas apelmazadas. Segundos después, una ballena piloto, brillante por el crudo de Texas, salió retorciéndose del mismo mar envenenado, dio un coletazo en el suelo y murió. ¿Cómo llegaría el final? ¿Entraría el océano en la sala de navegación y le ahogaría? ¿O era la puerta lo bastante estanca para que pudiera sobrevivir al descenso a la Dorsal de Mohns, para morir cuando las presiones imposibles golpearan la superestructura, y la aplastaran como a un huevo?
Llamaron con fuerza a la puerta. Luego llamaron cuatro veces, toc, toc, toc, toc. Anthony no hizo caso. Su visita insistió.
—¿Sí?
—Soy Thomas. Abra.
—¡Fuera!
—El suicidio es un pecado, Anthony.
—¿A los ojos de quién? ¿De Dios? Se convirtieron en gelatina hace dos semanas.
Recordaba que al menos uno de los almirantes perdedores de Midway había hecho lo que correspondía. Anthony estaba sediento de detalles. ¿Se había encadenado al timón el pobre japonés derrotado? ¿Había cambiado de idea en el último minuto pero había muerto de todos modos porque no había nadie cerca que le abriera las esposas?
Entonces oyó una voz nueva.
—Anthony, abre la puerta. Ha pasado algo increíble.
—¡Cassie, vete! ¡Estás en un barco que se está hundiendo!
—Acabo de hablar con el segundo oficial del Maracaibo y dice que su capitán se llama Christopher Van Horne.
La migraña de Anthony ardió más que nunca.
—¡Vete!
—Christopher Van Horne —repitió ella—. ¡Tu padre!
—Mi padre está en España.
—Tu padre está a mil metros a babor. Abre la puerta.
Una risa oscura subió desde el fondo del pecho de Anthony. ¿Él? ¿Su querido papá? Pero, claro, naturalmente, ¿a quién, si no, habría escogido el Vaticano para ir a la caza del Val y robarle el cargamento? Se preguntó cómo le habían hecho dejar la jubilación. Dinero, lo más probable (Colón también había sido avaricioso). ¿O al viejo le había seducido la oportunidad de volver a humillar a su hijo?
—Quiere verte, dice Katsakos —Cassie sonaba como si estuviera a punto de ponerse a llorar.
—Quiere robarme el cargamento.
—No está en condiciones de robar nada —insistió Ockham—. Estaba al aire libre cuando la bomba alcanzó el Maracaibo.
—¿Está herido?
—Suena bastante grave.
—¿Y supone que iré?
—Supone que se hundirá con su barco —dijo el sacerdote—. «Los Van Horne se hunden con sus barcos», le dijo a Katsakos.
—Entonces no debo decepcionarle.
—Me imagino que le conoce bastante bien.
—No me conoce en absoluto. Volved al Maracaibo, los dos.
—Intentó salvar el Val —protestó Cassie.
—Lo dudo —dijo Anthony.
—Abre la puerta. ¿Por qué crees que cortó las cadenas?
—Para llevarse mi cargamento.
—Para detener el ataque de los torpedos. ¿Por qué crees que disparó a los aviones?
—Para que no hundieran nuestro cargamento.
—Para que no te hundieran a ti. Pregúntale a Katsakos. Abre la puerta.
Anthony se quedó mirando fijamente la pared de estribor. Se imaginó a Dios amasando el continente primigenio, separando Sudamérica de África; vio el océano nuevo, el Atlántico, fluyendo en el hueco como el líquido amniótico derramándose de un saco amniótico roto. ¿Decía Cassie la verdad? ¿Había utilizado el viejo las tácticas de Midway realmente con la intención de salvar el Val?
—Perdí a Dios.
—Sólo de momento —dijo Ockham—. Aún podrá acabar este trabajo.
—Tu padre te quiere —intervino Cassie—. Yo también, en realidad. Abre la puerta.
—El Val está sentenciado —dijo Anthony.
—Entonces tendrás que engancharlo al Maracaibo, ¿no?
—El Maracaibo no es mío.
—Eso no tiene por qué detenerte.
Anthony abrió la puerta.
Allí estaba ella, con los ojos húmedos y hundidos, los labios agrietados y una franja de escarcha que se le extendía por la frente como una diadema de diamantes. Señor, qué pareja tan perfecta formaban: dos personas tenaces preocupadas por siete millones de toneladas de carroña, aunque por razones muy diferentes.
—¿Me amas, Cassie?
—Aun sabiendo que es un error.
Anthony se sacó las gafas de espejo del bolsillo de la parka, se las puso y, dándose la vuelta, se enfrentó a Ockham con un reflejo doble de sí mismo.
—¿De verdad cree que podemos reanudar el remolque?
—Le he visto sacar conejos más grandes de sombreros más pequeños —dijo el sacerdote.
—De acuerdo, pero primero he de ir a mi camarote. Necesito algunas cosas. Un cuaderno de Popeye el marino…
Ockham se encogió.
—Capitán, el Val está a punto de partirse.