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Giró a la derecha y entró en la Segunda Avenida, caminó dos manzanas hacia el sur y, sacándose la pluma de Gabriel del bolsillo superior de la chaqueta, subió las escaleras de una casa de piedra rojiza veteada. Medias lunas de sudor le estropeaban los sobacos de la camisa negra, pegándole el algodón a la piel. Recorrió los nombres con la vista (Goldstein, Smith, Delgado, Spinelli, Chen: más pluralismo neoyorquino, otro indicio del Reino), luego apretó el botón con la etiqueta de VAN HORNE — 3 INTERIOR.

La cerradura sonó con un zumbido metálico. Thomas abrió la puerta, subió tres tramos de escaleras que olían a moho y se encontró cara a cara con un hombre alto, barbudo y oblicuamente guapo que no llevaba más que una toalla de baño blanca e impecable alrededor de la cintura. Estaba chorreando. Una sirena tatuada que se parecía a Rita Hayworth le decoraba el antebrazo izquierdo.

—Lo primero que tiene que decirme —dijo Anthony Van Horne—, es que no me he vuelto loco.

—Si es así —dijo el sacerdote—, entonces yo también me he vuelto loco, al igual que la Santa Sede.

Van Horne entró en el apartamento, desapareció y regresó sujetando un objeto que inquietaba a Thomas tanto por su familiaridad escalofriante como por sus resonancias escatológicas. Como miembros de una sociedad secreta ocupados en un ritual de iniciación, los dos hombres sostuvieron sus plumas, moviéndolas en círculos lánguidos. Por un momento breve, un entendimiento profundo y silencioso fluyó entre Anthony Van Horne y Thomas Ockham, los únicos individuos cuerdos de la ciudad de Nueva York que habían hablado con ángeles.

—Entre, padre Ockham.

—Llámeme Thomas.

—¿Una cerveza?

—Bueno.

No era lo que Thomas se esperaba. Le parecía que la morada de un capitán debería tener un aire de mar. ¿Dónde estaban las caracolas gigantes de Bora Bora, los elefantes de cerámica de Sri Lanka, las máscaras tribales de Nueva Guinea? Con media docena de cajas de Sunkist sirviendo de sillas y una bobina de cable AT T en vez de mesita, el sitio parecía más adecuado para un actor en paro o para un artista hambriento que para un marino de fortuna como Van Horne.

—¿Va bien una Old Milwaukee? —El capitán entró sigilosamente en la cocina estrecha—. Es lo único que me puedo permitir.

—Muy bien. —Thomas se sentó sobre una caja de Sunkist—. Ustedes los holandeses siempre han sido marinos mercantes, ¿no? Ustedes y sus fluytschips. Llevan esta vida en la sangre.

—Yo no creo en la sangre —dijo Van Horne, sacando dos botellas marrones y húmedas de la nevera.

—Pero su padre… él también fue marino, ¿verdad?

El capitán se rió.

—No fue nada más. Desde luego no fue un padre y tampoco fue muy buen marido, aunque creo que él pensaba que era ambas cosas. —Volvió tranquilamente a la sala de estar y le puso una Old Milwaukee en la mano a Thomas—. Para mi padre, las vacaciones significaban abandonar a su familia e irse a trabajar como un negro por el Pacífico Sur en un barco mercante de servicio irregular, esperando encontrar una isla desconocida. Nunca acabó de entender que el mapa del mundo ya se había trazado, que no quedaban terrae incognitae.

—¿Y su madre… también era una soñadora?

—Mi madre escalaba montañas. Creo que necesitaba llegar lo más lejos posible del nivel del mar. Un negocio peligroso, mucho más que la Marina Mercante. Cuando yo tenía quince años, se cayó del Anapurna. —El capitán se aflojó la toalla de baño y se rascó el abdomen delgado y tenso como un tambor—. ¿Ya tenemos tripulación?

—Señor, lo siento. —En el mismo momento en que la compasión aumentaba en Thomas, una compasión tan profunda como ninguna que hubiera conocido hasta entonces, sintió una extraña sensación de alivio. Era evidente que estaban viviendo en un universo no contingente, uno que no requería que siguiera produciéndose un aporte de lo Divino. El Creador había desaparecido y, aun así, sus invenciones vitales (la gravedad, la gracia, el amor, la piedad) perduraban.

—Hábleme de la tripulación.

Thomas desenroscó el tapón de la cerveza, selló los labios alrededor del borde y bebió.

—Esta mañana he contratado al administrador de cocina que usted quería. Sam nosequé.

—Follingsbee. Nunca me podré creer la ironía: el cocinero de mar que odia el pescado y el marisco. No importa. El hombre sabe exactamente lo que quiere el marinero de hoy en día. Lo imita todo: Taco Bell, Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken…

—Buzzy Longchamps rechazó el puesto de primer oficial.

—¿Porque volvería a trabajar para mí?

—Porque volvería a trabajar en el Valparaíso. Supersticioso. —Thomas puso el maletín sobre la bobina de AT T, abrió los cierres y sacó su Biblia de Jerusalén—. Su segundo candidato dijo que sí.

—¿Rafferty? Nunca he navegado con él, pero dicen que sabe más sobre salvamento que ningún otro a este lado del…

La voz del capitán se fue apagando. Una mirada ausente se posó en sus ojos. Aspiró profundamente el aire húmedo, se pasó la uña del dedo índice por el vientre de la sirena tatuada, como si estuviera realizando una cesárea.

—El petróleo no desaparece —dijo en un tono apagado.

—¿Qué?

—La Bahía de Matagorda. Cuando estoy dormido, una garza entra volando en mi dormitorio, con petróleo negro que le gotea de las alas. Vuela en círculos por encima de mí como un buitre sobre el cuerpo de un animal muerto, chillando maldiciones. A veces es una garceta, a veces un ibis o una espátula rosada. ¿Sabía que cuando el lodo les alcanzó la cara, los manatíes se frotaron los ojos con las aletas hasta que se volvieron ciegos?

—Lo… siento —dijo Thomas.

—Totalmente ciegos. —Van Horne formó unas pinzas con la mano derecha y se apretó la frente entre el pulgar y el dedo anular. Con la izquierda levantó su Old Milwaukee y se trincó la mitad de la botella—. ¿Qué hay del segundo oficial?

—No debe odiarse, Anthony.

—¿Un jefe de máquinas?

—Odie lo que hizo, pero no se odie a sí mismo.

—¿Un contramaestre?

Thomas abrió su Biblia y sacó una serie de copias brillantes de 8 x 10 que el editor de fotografía de L’Osservatore romano había sacado de las diapositivas de 35 mm de Gabriel.

—Ocurrirá todo mañana: una convocatoria de oficiales en el sindicato, otra de marineros en Jersey City…

El capitán entró en su dormitorio, para regresar dos minutos después vestido con unos bermudas rojos y una camiseta blanca estampada con el tigre de Exxon.

—Todo un mamotreto, ¿eh? —dijo, mirando fijamente las fotos—. Tres kilómetros de largo, me dijo Rafael. Más o menos el tamaño del centro de Wilkes-Barre.

Arrastró el borde de la mano por el cuerpo borroso.

—Pequeño para una ciudad, grande para una persona. ¿Ha calculado su desplazamiento?

Thomas se dio el gusto de tomarse un buen trago de Old Milwaukee.

—Es difícil de decir. Cerca de unos siete millones de toneladas, supongo. —El placer de la cerveza fría era probablemente lo más cerca que había estado de pecar, la cerveza y el orgullo que sentía al verse mencionado en las notas a pie de página del The Journal of Experimental Physics, la cerveza, las notas a pie de página y las oblaciones viscosas que seguían a la compra ocasional de un Playboy—. Capitán, ¿cómo ve este viaje nuestro?