—Un sextante de latón —dijo Anthony—. Una botella de Borgoña.
—Date prisa.
—La pluma de un ángel.
—Desde luego veo el parecido —dijo el joven nervioso con el estetoscopio helado colgado del cuello y la tablilla de aluminio con sujetapapeles apretada contra el pecho—. La frente alta, la mandíbula fuerte… No hay duda de que es digno hijo de su padre.
—Y de mi madre… —Anthony subió pasando por delante de un soporte de lanzadores de misiles Crotale vacíos y puso el pie en la pasarela que iba de lado a lado del Maracaibo.
—Giuseppe Carminad —dijo el médico. Su conjunto incluía un gorra de oficial con una cruz roja bordada sobre el ala y un abrigo ceremonial que lucía botones de oro y charreteras, como si acabara de hacer una aparición en una opereta de Gilbert y Sullivan sobre cirujanos de a bordo—. Su padre está vivo, pero no se le puede mover. Nuestro cabo de maniobra le está atendiendo junto al tanque de lastre número tres. Tengo entendido que le conocen. Le recogimos en el mar de Gibraltar.
—¿Neil Weisinger? —preguntó Ockham, ansioso.
Envolviendo la trompetilla escarchada de su estetoscopio con el guante, Carminati se volvió hacia el sacerdote.
—Correcto. Weisinger. —El médico sonrió con el lado izquierdo de la boca—. ¿Quizá me recuerda?
—¿Nos conocemos?
—Hace tres meses, en la sala de proyección del Vaticano, yo era el médico que atendía a Gabriel. —Carminati se abrazó a sí mismo—. En este momento debería estar en Roma, escuchando el corazón del Santo Padre. No funciono bien en el frío.
—¿Ha habido muchas bajas? —preguntó Anthony.
—Comparado con la Midway original, no. Veintiún casos de hipotermia aguda, la mayoría complicados por desgarros y huesos rotos, más un observador no combatiente que sufrió quemaduras graves cuando su PBY se incendió.
—¿Oliver Shostak? —preguntó Cassie en una voz temerosa y arrepentida.
—Albert Flume —dijo Carminati, consultando la tablilla—. Parece ser que Shostak tiene un hombro dislocado. ¿Le conoce?
—Un antiguo novio. Un hombro dislocado, ¿nada más?
—Cortes superficiales, quemaduras de poca importancia, hipotermia que se puede tratar.
—Y algunos dicen Dios no existe —murmuró Anthony.
—¿Espera perder a alguien? —preguntó Ockham.
—No, aunque el actor que interpretaba al capitán de corbeta John Waldron, un hombre llamado —Carminati le echó una mirada a la lista— Brad Keating, se desintegró cuando un misil alcanzó su avión torpedero. Ídem de su artillero, Carny Otis, en el papel de alférez Collins. Hace cuarenta minutos sacamos un cadáver del mar: David Pasquali haciendo de alférez George Gay. Si no fuera por el hecho de que pronto estará muerto, capitán, probablemente su padre tendría que hacer frente a una acusación de homicidio sin premeditación.
—¿Muerto? —Anthony recuperó el equilibrio apoyándose en el soporte de Crotales. No, Dios, por favor, ese cabrón no podía marcharse todavía, no sin antes confesar a su hijo.
—Perdone mi brusquedad —dijo Carminati—. Ha sido una mala mañana. Le prometo que no siente ningún dolor. El Maracaibo lleva más morfina que combustible en la carbonera.
—Anthony… lo siento tanto —dijo Cassie—. Estos tíos que Oliver contrató, es obvio que están desquiciados. Nunca imaginé… —se quedó sin saber qué decir.
El capitán se volvió hacia la proa, se llevó la mochila al hombro y bajó por la pasarela central del Maracaibo, pasando por encima de una maraña enorme de válvulas y tubos que se extendían en todas direcciones como entrañas al descubierto. Al llegar al castillo de proa, se abrió paso entre las secuelas de la bomba de destrucción —escotillas torcidas, amuradas destrozadas, el cañón Phalanx fundido—, y, tras bajar la escalera, se dirigió hacia el tanque de lastre número tres.
Desde que el butano se había metido en la salsa, Anthony se había preguntado exactamente cómo se comportaría cuando su padre por fin abandonase el mundo. ¿Se reiría por lo bajo durante la visita? ¿Repartiría globos en el funeral? ¿Dejaría un escupitajo en la tumba? No tenía por qué haberse preocupado. En el instante en que vio el penoso estado en que se encontraba Christopher Van Horne, le inundó una ola de piedad espontánea.
Al parecer, la onda expansiva había alzado al viejo por detrás del Phalanx, le había arrojado fuera del castillo de proa y le había dejado caer junto al tanque. Estaba allí tumbado, con la parka hecha jirones, los ojos cerrados, el cuerpo aprisionado por un ensamblado de válvulas Hoffritz errante, la barra de tres metros de largo clavada por la placa Butterworth, la llave circular enorme —más grande que la rueda de un carro— apretada firmemente contra el pecho, inmovilizándole contra el puntal de estribor; parecía todo una parodia espantosa que pretendía simular como si estuviera sentado. El fuego le había hecho estragos en la cara, ya que había dejado a la vista los hermosos pómulos. La pierna izquierda, doblada de forma grotesca, podría haber pertenecido a una marioneta vieja, un títere cuyo dueño había muerto por razones que ni siquiera los ángeles sabían.
Neil Weisinger estaba sobre la placa, le castañeteaban los dientes mientras pasaba agua fresca de una jarra aislada de cuatro litros a un termo blanco cilíndrico que anunciaba Indiana Jones y la última cruzada.
—Buenas tardes, capitán —dijo el marinero preferente, haciendo el saludo—. En estos momentos tenemos a un equipo de soldadores autorizados debajo de la cubierta cortando la barra.
—Has desertado dos veces, Weisinger. —Anthony se quitó la mochila.
—No exactamente, capitán —dijo el marinero, tapando el termo. De la tapa salía una paja ondulada doblada—. No me escapé del calabozo, Joe Spicer me secuestró.
—Si alguien es un desertor —farfulló Christopher Van Horne—, habría que sacarle…
Después de abrir la cremallera de la mochila, Anthony sacó un litro de Borgoña y le hizo un gesto a Neil para que le diera el termo de La última cruzada.
—… sacarle y pegarle un tiro.
Anthony tiró el agua y, en una recapitulación a pequeña escala de los chicos de la sala de bombeo lastrando al Val con sangre, llenó el termo hasta el borde.
—Hola, papá —susurró.
—¿Hijo? —El viejo parpadeó y abrió los ojos—. ¿Eres tú? ¿Has venido?
—Soy yo. Espero que no sientas dolor.
—Ojalá lo sintiera.
—¿Cómo?
—Una vez conocí a un tipo, un marinero del Amoco Cádiz, que se estaba muriendo de cáncer de huesos. ¿Sabes qué me dijo? «Cuando te dan morfina como si no hubiera un mañana es que no lo hay.» —En el rostro lívido de Christopher Van Horne apareció una sonrisa extrañamente angelical—. Dile a Tiffany que la quiero. ¿Entendido? Su Ranita la quiere.
—Se lo diré.
—Crees que es un bomboncito tonto, ¿no?
—No, no. —Como el capitán de un pelotón de fusilamiento al proporcionarle el último cigarrillo a su prisionero, Anthony le metió la paja ondulada entre los labios a su padre—. Bebe un poco de vino.
El viejo tomó un sorbo.
—Es del bueno.
—El mejor.
—Se acabó la barba, ¿eh?
—Se acabó la barba.
—No te hundiste con tu barco. —El tono era más curioso que acusador.
—He encontrado a la mujer con la que quiero casarme. Te gustaría.
—Le di duro a esos escuadrones, ¿verdad?
—Tiene la energía de mamá, las agallas de Susan.
—Embadurné todo el cielo con ellos.
Anthony apartó la pajita.