—Hay otra cosa que deberías saber. Aquella isla desconocida del mar de Gibraltar… le puse tu nombre. La isla Van Horne.
—Se las hice pasar canutas a cada uno de esos malditos Dauntless. Más vino, ¿vale?
—La isla Van Horne —repitió Anthony, volviendo a insertar la paja—. Por fin tienes tu paraíso particular. ¿Entiendes?
—Morirse es una putada. No tiene nada bueno. Ojalá Tiff estuviera aquí.
Anthony sacó la pluma de Rafael de la mochila y la sostuvo ante el anciano, con la barba agitándose al viento.
—Escucha, papá. ¿Sabes qué clase de pluma es ésta?
—Es una pluma.
—¿Qué clase?
—No me importa una mierda. De albatros.
—De ángel, papá.
—Parece de albatros.
—Un ángel me contrató. Con alas, con aureola, con todo. Este cargamento que he estado transportando no es un accesorio para una película, es el cuerpo muerto de Dios.
—No, yo soy el que tiene el cuerpo, soy yo, y ahora está hecho polvo. Abandonaste el puente. Tiff está de puta madre, ¿verdad? Me pregunto qué ve en mí. La mitad de las veces la polla ni siquiera me funciona.
—Voy a acabar el trabajo. Voy a transportar a nuestro Creador a su tumba.
—Lo que dices no tiene mucho sentido, hijo. Es tan raro estar aplastado así y no sentir nada. ¿Ángel? ¿Creador? ¿Qué?
—Todas las cosas malas que me hiciste, el Día de Acción de Gracias, sellar el Constitution, estoy dispuesto a olvidarlas. —Anthony se sacó los guantes y puso las manos desnudas delante de su padre—. Sólo dime que estás orgulloso de que recibiera esta misión. Dime que estás orgulloso y que sabes que puedo terminarla y que debería quitarme el vertido de la cabeza.
—¿El Constitution?
Como se le formaba hielo debajo de las uñas, Anthony se volvió a poner los guantes.
—Mírame y di: «Quítate el vertido de la cabeza.»
—¿Qué clase de muerte estúpida es ésta? —Como si fuera petróleo crudo filtrándose de una reserva subterránea, la sangre subió y le llenó la boca al anciano, se mezcló con el vino; sus palabras salieron burbujeando del charco—. ¿No basta que te partiese las cadenas de remolque de un disparo? ¿No es suficiente? —Le saltaron las lágrimas, que le corrieron por los pómulos blancos y desnudos—. No sé qué quieres, hijo. ¿El Constitution? ¿Un ángel? ¿No bastan las cadenas rotas? —Las lágrimas le llegaron a la mandíbula y se helaron. Tembló violentamente, un espasmo tras otro de dolor que no sentía—. Hazte cargo de él, Anthony. —Agarró el borde de la llave de la válvula e intentó girarla, como si volviera a estar en 1954, otra vez un encargado de bombeo, trabajando en la cubierta de barlovento del Texaco Star—. Hazte cargo del barco.
Lo desesperado de la situación, lo morbosamente cómico de todo ello, trajo una sonrisa sardónica a los labios de Anthony, una sonrisa comparable a la de su Creador. Por primera vez en su vida, su padre le estaba ofreciendo algo que no se llevaría, que no podía llevarse… sólo que había una pequeña pega.
—No es tuyo, no me lo puedes dar —dijo Anthony.
—Cielo rojo al anochecer, del marinero es placer. —El anciano cerró los ojos—. Cielo rojo de madrugada, ten la mar bien vigilada…
—Dime que la Bahía Matagorda ya no importa. Que las garcetas me perdonan. Dilo.
—Cuando el cielo está aborregado y con celaje… los barcos altos llevan bajo el velaje… cielo rojo al anochecer… del marinero es placer… placer… placer…
Y entonces, con una sensación de insatisfacción profunda, Anthony vio cómo su padre aspiraba, sonreía, escupía sangre y moría.
—Descanse en paz —dijo Weisinger.
Con la pluma en la mano, Anthony se puso en pie.
—No le conocía bien —continuó el marinero—, pero me di cuenta de que era un gran hombre. Tendría que haberle visto cuando aquellos aviones fueron a por el Val. No dejaba de gritar: «¡Están intentando matar a mi hijo!»
—No, no era un gran hombre. —Anthony se metió la pluma de Rafael en el bolsillo superior de la parka, disfrutando de la sensación de su calor suave contra el pecho—. Era un gran marino, pero no era un gran hombre.
—El mundo los necesita a ambos, supongo.
—El mundo los necesita a ambos.
Mientras Oliver Shostak se metía con cuidado en la bañera de recalentamiento de acero inoxidable y se instalaba en el agua a cuarenta y tres grados, pensó inevitablemente en un avatar anterior de la ilustración secular, Jean-Paul Marat, sentado en su baño día tras día, soportando su piel enferma y soñando con la muerte de la aristocracia. Tenía un dolor punzante en los hombros, le dolían las costillas, pero el dolor más agudo lo tenía en el alma. Como la revolución de Marat, la cruzada de Oliver había tenido un final horrible y humillante. En aquel momento, albergaba sólo una ambición de gran importancia, un deseo que eclipsaba tanto su afán de dejar de temblar como sus ansias de ver a Cassie, y esa ambición era estar muerto.
—Su pronóstico es excelente —dijo el Dr. Carminati, agachándose junto a Oliver—. Pero quédese quieto, ¿de acuerdo? Si se mueve demasiado, la sangre le correrá hasta las extremidades, se enfriará y le bajará la temperatura, y eso podría provocarle una arritmia cardíaca letal.
—Arritmia cardíaca letal —repitió Oliver, sin ánimo, con los dientes castañeteando como unas castañuelas. Una idea de lo más atractiva.
—Su déficit de kilocalorías está probablemente cerca de las mil ahora mismo, pero predigo que normalizaremos su temperatura básica en menos de una hora. Después, un helicóptero de rescate aeronaval de Islandia le llevará al hospital general de Reykiavik para ponerle en observación.
—¿De verdad era el cuerpo de Dios lo que el Valparaíso remolcaba?
—Creo que sí.
—¿De Dios?
—Sí.
—Cuesta aceptarlo.
—Hace tres meses, el ángel Gabriel murió en mis brazos —dijo el joven médico, marchándose—. Desde aquel momento, he estado abierto a todo tipo de posibilidades.
Subía vapor de todos los lados de la bañera, ocultando a las víctimas de hipotermia que estaban en fila a la izquierda y a la derecha de Oliver. El servicio de asistencia médica a bordo del Maracaibo era tan eficiente que, una vez llevados a la enfermería, todos habían sido tratados sin demora: hombros encajados, costillas vendadas, huesos escayolados, quemaduras calmadas, cortes desinfectados, pulmones llenados con aire caliente y húmedo de un tanque Dragen calentado. Sin embargo, por mucha eficiencia que hubiera, nada podría revivir el cuerpo sin rostro que había pasado por allí en un carrito poco antes de su llegada. Oliver sabía que él y el hombre muerto habían hablado varias veces en la Cantina del Sol de Medianoche, pero no recordaba nada en particular de ninguno de sus intercambios de palabras. Para Oliver sólo era otro recreador de guerra anónimo con un sueldo excesivo, que actualmente trabajaba en su última actuación, interpretando al cadáver del alférez George Gay.
A los veinte minutos, se sintió más caliente, pero su humor siguió tan sombrío como siempre. Apareció la figura de una mujer, envuelta en vapor. «Charlotte Corday —pensó—, allí para apuñalar a Marat». Siempre había adorado el cuadro de Jacques-Louis David, pero en vez de un puñal sólo blandía un termómetro digital.
—Hola, Oliver. Qué alegría verte.
—¿Cassandra?
—Quieren que te tome la temperatura —dijo, perforando el velo de neblina.
—Escucha, cariño, hice todo lo que pude. Te lo juro que lo hice.
Se inclinó junto a la bañera y le depositó un beso rápido y evasivo en la mejilla.