—Lo sé —dijo ella en un tono con una condescendencia gratuita. Tenía la cara demacrada, el porte encogido, se la notaba insegura y, sin duda, le parecería que él estaba igualmente derrotado. Sin embargo, al verla allí de pie junto a él, apretando el botón verde diminuto del termómetro, pensó que nunca había estado más hermosa.
—Hice todo lo que pude —repitió—. Tienes que entenderlo, no tenía ni idea de que Spruance planeaba torpedear vuestro petrolero.
—Seré franca —dijo Cassie, metiéndole el aparato con cuidado entre los labios—: la verdad es que nunca creí que hubieras contratado a la gente adecuada. —El comentario hirió a Oliver, tan gravemente que casi mordió la cubeta del termómetro. (Jesús, ¿qué esperaba con un plazo tan corto, la Séptima Flota de los Estados Unidos?) Le llegó un timbre débil a los oídos, como el sonido del despertador de un ratón. Cassie sacó el termómetro y miró los numeritos entrecerrando los ojos—. Treinta y seis coma siete. Ya casi está. Ahora te dejaremos pasear un poco.
—Hice lo que pude. De verdad.
—No tienes por qué seguir repitiéndolo.
—¿Dónde está Dios?
—A la deriva —respondió ella, entregándole un albornoz blanco de felpa y una toalla de playa estampada con el estegosaurio de Carpco—. Se ha ido hacia el este, creo. Es muy probable que no se pueda hundir. Oliver, tenemos que hablar. Reúnete conmigo en la cafetería.
—Te quiero, Cassandra.
—Lo sé —dijo ella sin alterarse, en un tono inquietante, luego se giró y se desvaneció en la neblina.
Al salir de la bañera de recalentamiento, una depresión mareante se apoderó de Oliver. Se sintió cercado de tierra, aislado en la Edad de la Razón y, mientras, en el mar abierto, rondando el horizonte, estaba su Cassandra, navegando hacia el futuro postilustrado, poscristiano, posteísta, alejándose más y más de él a cada minuto que pasaba.
Se secó, tiró el albornoz y pasó cojeando entre las filas de recreadores de guerra aturdidos, la mitad sentados en las bañeras de recalentamiento, el resto echados en la cama. Una hilera irregular de puntos le recorría la mejilla izquierda a McClusky. El teniente Beeson llevaba un turbante de vendas sobre la cabeza. Lance Sharp tenía el pecho salpicado de quemaduras como si fueran tatuajes abstractoexpresionistas. Sentía lástima por los huesos rotos y la carne desgarrada de esos dieciocho hombres, pero también se sentía traicionado por ellos. Deberían haber hecho agujeros más grandes en Dios. Francamente, deberían haberlos hecho.
Cuando Oliver se encontró por primera vez con el triste espectáculo de Albert Flume, entendió como nunca lo que significaba para un hombre perder los brazos. La pérdida de piernas era diferente. La pérdida de piernas era el capitán Acab, Long John Silver, una galería entera de héroes románticos. Pero un hombre sin brazos sólo parecía un error.
Pembroke estaba junto a la cama, la frente un montón de morados, un parche de gasa sobre el ojo derecho.
—Todo esto es culpa tuya —le dijo a Oliver, haciendo una seña hacia su socio mutilado.
La arrogancia del empresario teatral dejó atónito a Oliver.
—¿Culpa mía?
Flume miraba el techo y hacía muecas de dolor. Tenía los muñones cubiertos de espirales de ropa blanca que le daban a las extremidades crudamente truncadas el aspecto de unos bates de béisbol cuyas empuñaduras se habían envuelto con cinta adhesiva.
—Dijiste que no habría ningún barco de protección —gimió Pembroke.
—¿Quieres al malo de la obra, Sidney? —preguntó Oliver, aguantándose las ganas de gritar—. Prueba con tu colega Spruance. Él y su Plan de Operación 29-67. Prueba con ese imbécil de McClusky, debería haber dado la señal de retirada en cuanto apareció el Maracaibo. Prueba contigo.
—Maracaibo, no «el» Maracaibo.
—Por aquí la gente farfulla sobre pleitos, extradición, acusaciones de asesinato sin premeditación —dijo Oliver—. Creo que estamos en un buen lío, todos nosotros.
—No seas ridículo. No hubo ningún pleito después de Midway —Pembroke se sacó un peine de plástico del albornoz y le arregló el pelo rubio y abundante a su amigo—. Caray, ojalá pudiera ayudarte, Alby. Ojalá pudiera hacer que apareciera Frances Langford ahora mismo para que te animara.
—¿Qué me pasará? —se quejó Flume.
—Sólo la mejor terapia para ti, colega. Te pondrán unos brazos mecánicos maravillosos, ya sabes, como los que tenía Harold Russell.
—¿Harold Russell? —dijo Oliver.
—Aquel hombre con dos brazos amputados que hizo cine —dijo Pembroke—. ¿Has visto Los mejores años de nuestra vida?
—No.
—Una película genial. A Russell le dieron un Oscar.
—Pagaré las facturas —dijo Oliver, rozando ligeramente el muñón izquierdo de Flume—. Cuesten lo que cuesten esos brazos mecánicos maravillosos, los pagaré.
—No quiero brazos mecánicos maravillosos —murmuró Flume—. Russell tuvo que venderse el Oscar.
—Cierto —suspiró Pembroke.
—Brazos auténticos.
—Eh, colega, vamos a poner en escena una Guadalcanal sensacional, ¿no?
—No quiero una Guadalcanal.
—¿No? —dijo Pembroke.
—No quiero una Guadalcanal, ni una Ardenas, ni siquiera un Día D.
—Lo entiendo.
—Brazos.
—Claro.
—No dejo de intentar mover las manos.
—Es natural.
—No las puedo mover.
—Lo sé, Alby.
—Quiero tocar el piano.
—Ya.
—Lanzar monedas.
—Por supuesto.
«Hora de irse», pensó el presidente de la Liga de la Ilustración mientras Albert Flume expresaba su deseo de chasquear los dedos y menear los pulgares. «Hora de encontrar a Cassandra», decidió Oliver mientras el empresario sin brazos manifestaba su deseo de llevar un reloj de pulsera, de tejer dechados, de jugar con un yo-yo, de izar la bandera del Hudson High y de masturbarse. Hora de seguir con el resto de lo que Oliver sospechaba iba a ser una vida de un aburrimiento apabullante y sin ningún significado en absoluto.
Una cuña cargada, concluyó Thomas Ockham, era un artículo imposible. Ninguna fantasía podía redimirla. Cada vez que llevaba una por la enfermería del Maracaibo, empezaba fingiendo que era un cáliz, un copón o el mismo Santo Grial, pero cuando llegaba al cuarto de baño llevaba un cuenco de zurullos. Así pues resultó que, cuando Tullio Di Luca exigió una reunión de emergencia para discutir el destino del Corpus Dei, el sacerdote estuvo más que contento de abandonar sus obligaciones y dirigirse al ascensor.
El grupo del Valparaíso —Van Horne, Rafferty, Haycox, O’Connor, Bliss— ya estaba en la sala de oficiales cuando llegó Thomas formando una fila a lo largo del extremo opuesto de la mesa. Rafferty encendió un Marlboro. O’Connor se metió una pastilla para la tos en la boca. El capitán tenía las mejillas surcadas por círculos oscuros y concéntricos, como si sus ojos fueran guijarros tirados al agua. Poco a poco, el personal del Maracaibo entró en fila —con Di Luca a la cabeza, luego el primer oficial Orso Peche, el jefe de máquinas Vince Mangione, el oficial de comunicaciones Gonzalo Cornejo y el médico del Vaticano Giuseppe Carminati—, cada uno de ellos con un aspecto más abatido y nostálgico que el anterior. Thomas se figuró que Mick Katsakos estaba arriba en el puente, manteniendo al petrolero del Golfo a una distancia segura del Valparaíso, que se estaba yendo a pique.
—Durante mi breve relación con su padre llegué a admirar su arte de la navegación y su valor —dijo Di Luca, asumiendo la cabecera de la mesa—. Su dolor debe de ser inconsolable.