—Aún no —gruñó Van Horne—. Le mantendré al corriente.
Haciendo una mueca por la franqueza del capitán, Thomas se sentó junto a Lianne Bliss y miró por el ojo de buey más cercano. La superestructura de la cubierta del Val aún se alzaba sobre el picado Mar de Noruega: el Rasputín de los superpetroleros, decidió. Le habían disparado, envenenado y aporreado y seguía aferrándose a la vida.
¿Por qué había muerto Dios?
¿Por qué?
—El Vaticano tiene una proposición que hacerle —le dijo Di Luca a Van Horne—. No estamos seguros de por qué se fugó la semana pasada, pero el Santo Padre, un hombre muy generoso, está dispuesto a ignorar su insubordinación si se hace cargo del Maracaibo y posteriormente hace lo que Roma desea.
—La historia se le ha adelantado, Eminencia —contestó el capitán—. Antes de morir, papá me legó este barco.
—No tenía ese derecho.
—No puedo aceptar cumplir las órdenes de Roma hasta que sepa cuáles son.
—Primer paso: asuma el mando. En beneficio de la eficiencia —Di Luca recorrió con el brazo la fila del personal del Maracaibo—, todos estos hombres han aceptado deferir a sus oficiales. Segundo paso: diríjanos hasta el accesorio de la película. Sr. Peche, ¿aún lo tiene en la pantalla del radar?
—Sí.
—Tercer paso: unja al accesorio de popa a proa.
—¿Que lo unja? —dijo Van Horne.
—Con petróleo crudo árabe —explicó Di Luca—. Cuarto paso: préndale fuego al accesorio. Quinto paso: llévenos de vuelta a Palermo.
—¿Fuego? —gimió Rafferty.
—¿Qué coño? —se quejó O’Connor.
—Ni lo sueñe —silbó Haycox.
—¡Ah, así se habla! —gritó Bliss, señalando a Van Horne con su colgante de cristal—. ¿Lo ha oído, capitán? ¡Se supone que debe quemar esa cosa!
—Dijo que transportaba formaldehído, no crudo árabe —protestó Thomas.
Di Luca sonrió débilmente.
—Transportamos petróleo —reconoció.
—Tiene sus órdenes, capitán —dijo Bliss—. Ahora cúmplalas.
—Sabe perfectamente bien que había que sepultar el cuerpo en Kvitoya —le recordó Thomas al cardenal—. Usted oyó los deseos de Gabriel en persona.
Di Luca se apretó el pecho con las manos y se alisó la sotana impermeable.
—Profesor Ockham, ¿he de hacer la observación penosamente obvia de que el enlace de Roma en esta misión ya no es usted sino yo?
De pronto, Thomas se volvió consciente de su propia sangre. Sintió cómo se le calentaba el plasma.
—No subestime a su hombre, Eminencia. No espere que este jesuíta se quede sentado esperando la muerte.
Inclinándose hacia Van Horne, Di Luca cogió un cenicero de cristal y lo alargó como Jesucristo ofreciendo la primera piedra a la muchedumbre.
—El problema, capitán, es que Kvitoya no provee ningún elemento de disuasión para los intrusos. Sólo una cremación puede garantizar que en los años venideros el cadáver no será exhumado y profanado.
—¿Y qué más da que un accesorio de cine sea profanado? —preguntó Peche.
—Parece que los ángeles pensaban que Kvitoya sería perfecto —dijo Thomas—. Y yo también.
—Por favor, cállese —dijo Di Luca.
—¿Angeles? —dijo Mangione.
—No me callaré —dijo Thomas.
Di Luca hizo girar el cenicero de repente, haciendo que diera vueltas como la aguja de una brújula enloquecida.
—Capitán, ¿no es cierto que, una vez que todo el mundo a bordo del Valparaíso se enteró de la muerte de nuestro Creador, ocurrió una grave crisis ética?
—¿La muerte de quién? —dijo Peche.
—Sí, pero gracias a la carne, eso es algo que ya hemos superado —dijo Van Horne.
—¿Carne? —dijo Di Luca.
—Cuando le dimos a la tripulación Cuartos de Libra con Queso, recobraron su comportamiento moral.
—¿Cuartos de Libra?
—Mejor que no lo sepa —dijo Rafferty.
—Según el fax del padre Ockham del veintiocho de julio, hubo robos, intentos de violación, vandalismo, posiblemente un asesinato. —El cardenal detuvo el cenicero—. Ahora, capitán, proyecte una anarquía así al planeta en general y tendrá un caos incomprensible.
—Hay otro modo de mirarlo —dijo Van Horne—. Considere lo siguiente: nuestro viaje al mar de Gibraltar fue increíblemente intenso. Veíamos el cadáver todo el tiempo, lo olíamos a todas horas, matábamos a sus depredadores en cada guardia. Es natural que se apoderara de nosotros. El mundo entero nunca entrará en una relación tan estrecha con Dios.
—¿Dios? —preguntó Mangione.
—Hay que eliminar el cuerpo —ordenó Di Luca.
Thomas golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Vamos, Tullio. Seamos honestos, ¿vale? A usted nunca le entusiasmó este proyecto. Si su OMNIVAC no hubiera pronosticado unas cuantas neuronas supervivientes, habría querido una cremación de inmediato. Pero ahora el cerebro ya no puede salvarse, lo que significa que tal vez todas sus carreras tampoco puedan salvarse, si la noticia llega a saberse. A lo que yo digo: «Mala suerte, caballeros. Tendrán que tragárselo. La Silla de Pedro nunca fue un puesto permanente.»
—Padre Thomas, quiero que abandone esta reunión —gruñó Di Luca—. Ahora mismo.
—Vayase a freír espárragos —le respondió el sacerdote—. ¡Desde la perspectiva de la Iglesia puede que este cadáver sea un elefante blanco, pero para el capitán Van Horne y para mí es un deber sagrado!
—¡Fuera!
—¡No!
El cardenal se quedó mudo de repente, absorto en golpetear la mesa con el cenicero, un tonc-tonc-tonc constante y frustrado.
—No es un accesorio para una película, ¿verdad? —dijo Peche.
—Ni remotamente —dijo O’Connor.
—Santo Dios.
—Exacto —dijo Haycox.
Van Horne dirigió una sonrisa ancha y hostil hacia Di Luca.
—Primer paso: vamos a toda velocidad hasta nuestro cargamento. Segundo paso: le amarramos a nuestra popa. Tercer paso: volvemos a empezar el remolque. —Miró a Peche—. Suponiendo que no haya objeciones.
Una felicidad súbita se apoderó de Thomas. Qué maravilloso estar luchando, por una vez, en el mismo lado que Van Horne.
—Tengo la mente confundida —declaró Peche—, pero mi corazón sabe lo imperdonable que sería quemar este cuerpo.
Cornejo murmuró:
—Si de verdad es lo que dicen que es… si de verdad es «eso»…
—¿Quiénes somos nosotros para ir contra los ángeles? —dijo Mangione.
El capitán se metió la mano en el bolsillo de la camisa para sacar la pluma de ángel de Rafael y señalar con ella hacia el primer oficial.
—Marbles, quiero que pongas nuestro cuarto de radiotelegrafía bajo vigilancia armada. Se deberá resistir cualquier intento de Monsignor Di Luca de entrar. Ya que estamos en ello, excluyamos también a Chispas y a su colega, la Dra. Fowler.
—A la orden —dijo Rafferty.
Bliss asió su colgante de cristal y adoptó un aire despectivo.
—Supongo que comprenden que, a partir de este momento, todos ustedes se han metido en un buen lío con el Vaticano —dijo Di Luca—. Roma recibe partes míos con regularidad. Cuando deje de informar, enviarán otro petrolero del Golfo a por ustedes. Enviarán dos, tres, toda una armada.
—Así nunca nos aburriremos —dijo Van Horne.
—Está cometiendo un error trágico, capitán. Peor que la Bahía Matagorda.
—Sobreviví a eso. Esto también lo superaré. —Van Horne apuntó con la pluma directamente al Dr. Carminati—. ¿Cuánto falta para que se lleve a los supervivientes de aquí?