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—Esperamos a los helicópteros dentro de unos veinte minutos. Después, dénos una hora. Confío en que se dé cuenta de que no tengo la más mínima intención de unirme a este escandaloso motín suyo.

—Motín es la palabra indicada —dijo Di Luca.

Van Horne le pasó la pluma del médico al cardenal.

—Si me he rebelado contra el Vaticano, Eminencia, entonces el Vaticano se ha rebelado contra el cielo. —El capitán cerró los ojos—. Le dejaré que decida cuál es el pecado más grave.

La media docena de máquinas expendedoras de la cafetería del Maracaibo ofrecía una gran variedad de productos grotescos: Hostess Twinkies, Li’l Debbie Snack Cakes, Ring Dings, y cada artículo recalcaba la creciente convicción de Oliver de que, con o sin un Corpus Dei, la civilización occidental estaba al borde del fracaso. Cassie ocupaba una silla de plástico moldeada, junto a una mesa pequeña de formica, con una naranjada Mountain Dew en la mano bajo el resplandor del Lucite de la máquina de BEBIDAS FRÍAS, una imagen que a Oliver le recordaba el magistral Vaso de absenta de Degas. A su derecha, PASTAS Y REFRIGERIOS, a su izquierda, GOLOSINAS Y DULCES. Se acercó a BEBIDAS CALIENTES, obtuvo un café solo en una taza de papel decorada inexplicablemente con naipes y se sentó con ella.

—Tengo entendido que la Sociedad de Recreación va a cerrar —dijo él—. Midway acabó con ella.

—El pasado tarda en desaparecer.

—Supongo. Seguro. Siempre has sido una pensadora de más profundidad que yo.

—Patalea y grita, pero con el tiempo muere.

Oliver metió el pulgar en el café hirviendo, saboreando el dolor penitencial.

—Eh, Cassandra, nos lo hemos pasado fenomenal juntos, ¿verdad? ¿Te acuerdas de Denver? —En algunos sentidos aquella escapada en particular de la Liga de la Ilustración (una protesta vistosa contra los Diez Mandamientos gigantes de contrachapado que la Orden Fraternal de las Águilas había erigido en el césped del capitolio), había sido el punto álgido de su relación. En el parque que había al otro lado de la calle, él y Cassie habían alzado un letrero igualmente imponente con una etiqueta que decía LO QUE DIOS DIJO EN REALIDAD y que mostraba un decálogo nuevo que habían escrito juntos dos días antes, entre episodios de relaciones sexuales extasiadas (estaban probando el Supremo Shostak sobre el terreno) en el apartamento de ella—. Apuesto a que si nos esforzamos, lo recordaremos todo. «No te harás un ídolo, excepto los católicos si no lo hacen en plan hortera.»

—No quiero hablar de Denver —dijo Cassie.

—«No desearás al criado de tu vecino, ni a su criada, ni te preguntarás por qué tu vecino tiene criados para empezar.»

—Oliver, estoy enamorada de Anthony Van Horne.

De pronto, la hipotermia volvió, le recorrió el cuerpo sigilosamente de un órgano a otro, y los convirtió en trozos congelados de carne.

—Mierda. —Charlotte Corday después de todo, le apuñalaba y asesinaba—. ¿Van Horne? Van Horne es el enemigo, por el amor de Dios. —Cerró los ojos y tragó saliva—. ¿Te has… acostado con él?

—Sí.

—¿Más de una vez?

—Sí.

—¿Qué marca de condón?

—Cualquier respuesta a esa pregunta sería la equivocada.

Oliver se chupó el pulgar dolorido.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—No.

—Bien.

—Tengo intención de pedírselo yo —dijo ella.

—¿Qué ves en un hombre como ése? ¡No es ningún racionalista, no es uno de los nuestros!

En un gesto que Oliver encontró a la vez de un placer intenso y de una condescendencia cruel, Cassie le acarició el antebrazo.

—Lo siento. Lo siento muchísimo…

—¿Sabes lo que creo? Creo que te ha seducido la mística del mar. Eh, mira, si ésta es la vida que ansias, bien, te compraré una barca. ¿Quieres un balandro, Cassandra? ¿Un yate de motor? Navegaremos a Tahití, nos tumbaremos en la playa, pintaremos cuadros de los indígenas, todo el rollo de Gauguin.

—Oliver, se ha acabado.

—No.

—Sí.

Durante el siguiente minuto ninguno de los dos habló, su silencio fue roto sólo por el gruñido mecánico ocasional de una máquina expendedora. Oliver fijó la mirada en CUIDADO PERSONAL, deseoso de sus mercancías, el Tylenol para que se le aliviara el dolor de cabeza, el Alka-Seltzer para que se le arreglara el estómago, la lima Wilcox para cortarse las venas, los Supersensibles Shostak para facilitar su deseo incontenible de hacer el amor con Cassie por última vez.

—«No matarás» —dijo él—. ¿Te acuerdas de lo que hicimos con «No matarás»?

—No.

—Yo tampoco.

—Oliver…

—Tengo la mente en blanco. —Un latido apagado y metálico llenó el aire. Los helicópteros de Islandia, comprendió Oliver, aterrizando en la pista de aterrizaje para helicópteros del Maracaibo—. ¿Estás segura de que no te acuerdas?

—Supongo que he… he… No estoy muy segura de lo que quiero decir. La blasfemia ya no me conmueve como antes.

—Ven conmigo a Reykiavik, ¿vale? Puedes coger un avión a Halifax esta noche, un vuelo de conexión a Nueva York por la mañana. Con suerte estarás dando clases otra vez el miércoles.

—Oliver, te estás agarrando a un clavo ardiendo.

—Ven conmigo.

—No puedo.

—Sí puedes.

—No.

Oliver chasqueó los dedos.

—«No matarás —dijo, conteniendo las lágrimas—, excepto a los comunistas, a los que matarás impunemente».

16 de septiembre.

Supongo que estás agradecido porque te rescaté, Popeye. Si te digo la verdad, yo también me alegro de estar aquí. Con el tiempo, muchos capitanes se han hundido con sus barcos y no envidio a ni uno solo de ellos.

A Rafferty le preocupa que tal vez el objetivo del radar de doce millas sea sólo otro iceberg, pero yo reconocería esos contornos sagrados en cualquier sitio. Suponiendo que las cadenas sigan en su sitio, es probable que el mejor procedimiento sea colgar los extremos alrededor de la superestructura de la cubierta del Maracaibo y atar los eslabones de plomo con alambre. Por supuesto que, si la carga es excesiva, arrancará la superestructura y la tirará por la borda, y nos lanzará a todos al mar.

Para ganarse la vida, algunos hombres sólo tienen que transportar petróleo.

A las 2015 el último de los helicópteros de Reykiavik despegó, llevándose a Pembroke, a Flume y a Oliver Shostak, junto con aquellos dos alféreces falsos que pilotaban el PBY. Tenía ganas de ir a buscar al viejo Oliver antes de que se fuera, identificarme y presentarle la boca de su estómago a sus dientes de delante, pero entonces decidí que robarle la novia ya era bastante venganza. Aun así, nunca entenderé del todo qué tienen él y Cassie contra nuestro cargamento. A mí me parece que una persona debería estarle agradecida a su Creador. Sin embargo, por ahora, no importa ninguna de mis opiniones filosóficas. He venido a enterrar a Dios, no a alabarle.

Le daré al Val hasta el amanecer. Si para entonces no ha desaparecido, dispararé un Aspide para que no sufra más. Después, me veré muy tentado de darle caza al portaaviones de Spruance y enviarlo también al fondo. Pero me resistiré, Popeye. Un afán de venganza así estaría mal. «Una vez cautivada por la Idea del Cadáver —me dice Ockham—, una persona debe permanecer siempre alerta, buscando constantemente la ley moral que tiene dentro.»

Bajo el sol de medianoche, la desesperación adquiere la intensidad del sexo, el insomnio la vehemencia del arte. Al marino que está desvelado en el Ártico, el viento nunca le ha parecido más cortante, el aire salado más acre, el grito de un alcatraz más desgarrador. Al pasear por la pasarela central del Carpco Maracaibo, con carámbanos de hielo colgando de todas partes e icebergs bramando desde todos los rincones, Anthony Van Horne se sentía como si se hubiera convertido en el héroe de un mito vivido escandinavo. Casi esperaba ver la serpiente de Midgard navegando por el mar rosado, nadando en círculos alrededor del Valparaíso moribundo, con los dientes brillantes, los ojos en llamas, esperando el Ragnarok.