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El anciano yacía en la cubierta del castillo de proa, envuelto en un petate de lona como la estatua de un general de la guerra de Secesión a punto de que la develaran.

—Si tienes en cuenta la cantidad de dinamita y de testosterona que había aquí esta mañana —dijo Cassie, dándole golpecitos a la cabeza del cadáver con la bota—, es increíble que sólo murieran cuatro personas —sonrió débilmente—. ¿Cómo estás?

—Cansado —dijo él, desenganchándose los prismáticos del cuello—. Frío.

—Yo también.

—Nos hemos estado evitando.

—Cierto —afirmó ella—. ¿Desaparecerá mi sentimiento de culpa algún día?

—Se lo estás preguntando al hombre equivocado.

—Mierda de petrolero del Golfo. Pero, ¿quién se habría imaginado que aparecería un petrolero del Golfo?

Voluminosos por las parkas de plumón, desgarbados por las botas forradas de piel, se apretujaron como dos osos pardos unidos por un vínculo afectivo que se encontraran después de una larga hibernación.

—Espero que no estés demasiado triste —dijo Cassie, alargando el mitón de piel de foca y señalando el petate.

—Me recuerda a una vez en que me disparó un pirata en Guayaquil —contestó Anthony—. El dolor no vino todo de golpe. Aún estoy esperando que me llegue algo.

—¿Pena?

—Algo. Pasamos unos minutos juntos al final.

—¿Hablasteis de la Bahía Matagorda?

—Él estaba lleno de morfina, fue inútil. Pero incluso si me hubiera entendido, no habría podido ayudarme. El trabajo no está acabado aún. La tumba sigue vacía.

—Lianne me ha dicho que el Vaticano quiere quemar el cuerpo.

—¿También te ha dicho que mañana seguiremos adelante?

—¿A Kvitoya?

—Sí.

—Ojalá recapacitaras —dijo Cassie sin alterarse. Una ira de un atractivo extraño y de una sensualidad especial le crispó la cara—. Los ángeles están muertos. Tu padre está muerto. Dios está muerto. Ya no queda nadie a quien impresionar.

—Quedo yo.

—Mierda.

—Cassie, amiga, ¿no crees que las cosas han dado un giro bastante raro cuando la Santa Iglesia Católica y la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste quieren exactamente lo mismo?

—Puedo vivir con eso. Quema a ese mamón, cariño. Las mujeres del mundo te lo agradecerán.

—Le di mi palabra a Rafael.

—Por lo que he oído —dijo Cassie—, Roma enviará más petroleros del Golfo si no colaboras. No querrás que te vuelvan a torpedear, ¿verdad?

—No, doctora, no quiero. —Girándose de repente hacia el naufragio, Anthony alzó los prismáticos y enfocó—. Claro que siempre puedo enviarle un fax al Papa diciéndole que le hemos prendido fuego al cuerpo.

—Podrías…

—Pero no lo haré —dijo Anthony, resueltamente—. Ya ha habido bastantes engaños en este viaje. —Olas negras bañaban la cubierta de barlovento del Valparaíso, arrojando pedazos de hielo flotante contra la superestructura—. Doctora, haré un pacto contigo. Si una armada del Vaticano nos intercepta entre este lugar y Svalbard, entregaré el cargamento sin luchar.

—¿Nada de enfrentamientos?

—Nada de enfrentamientos.

Cassie movió la boca, haciendo que los músculos helados formaran una sonrisa.

—Me lo creeré cuando lo vea.

Con un borboteo profundo y un crujido sobrenatural, el Valparaíso empezó a girar, de norte a este a sur a oeste, una y otra vuelta, mientras la proa se hundía bruscamente, convirtiendo la corriente de Groenlandia en un remolino espumoso al tiempo que el timón de diez toneladas, las hélices grandes como norias y la quilla colosal salían al aire. De nivel en nivel, de una escalera de cámara a otra, la superestructura descendió —camarotes, cocina, sala de oficiales, timonera, chimenea, árbol, bandera del Vaticano—, deslizándose en la vorágine como si entraran en la boca de un mero inimaginable, los ojos de buey brillando intensamente incluso después de que hubieran descendido bajo las olas.

—Adiós, viejo amigo. —Anthony se llevó la mano a la frente y disparó un saludo contundente—. Te echaré de menos —gritó al otro lado del mar invadido por el hielo. Los alcatraces chillaron, el viento aulló, las mandíbulas acuosas se cerraron con un rugido—. Fuiste el mejor —le dijo el capitán a su barco cuando éste empezó su último viaje, una caída lenta e inexorable desde la superficie espumosa del Mar de Noruega hasta la negrura impenetrable de la Dorsal de Mohns, a cinco mil brazas de profundidad.

Hijo

El rostro divino seguía ardiendo cuando el Maracaibo llegó, con zarcillos de humo negro y denso que le salían de las mejillas y flotaban hacia la isla de Jan Mayen, al noroeste. Miles de pelillos del bigote le moteaban la carne carbonizada y expuesta de la mandíbula larga, rodeando los labios cubiertos de escarcha y la sonrisa helada, apuntando hacia arriba como los restos esqueléticos de un fuego forestal. Anthony vio que Dios se había quedado sin barba como él.

A pesar de los oficiales y marineros de sobra, a la compañía del Maracaibo le llevó todo el día sacar las cadenas cortadas, atarlas alrededor de la superestructura y empalmar los extremos toscos.

—Avante, despacio —ordenó Anthony.

Las cadenas se tensaron, rechinando contra las paredes de la camareta alta, pero la base resistió y el Corpus Dei avanzó. A las 1830 horas el capitán dio el avante a toda máquina, se tragó la taza de café número cuatrocientos veintiséis desde Nueva York y puso rumbo al Polo.

A Anthony no le gustaba el Carpco Maracaibo. Apenas podía sacarle cinco nudos; incluso si el petróleo oneroso de la bodega desapareciera por arte de magia, dudaba que le diera más de seis nudos. No tenía alma, este petrolero. Los arcángeles habían sabido verdaderamente lo que hacían cuando eligieron el Valparaíso.

La noche en que empezó el remolque, Cassie se estableció en el camarote de Anthony, un ambiente que se había vuelto de una tropicalidad muy erótica gracias al aire de veintiséis grados que Crock O’Connor tenía la amabilidad de bombear desde la sala de máquinas.

—He de saber algo —dijo ella, conduciendo el cuerpo desnudo de Anthony hacia la litera—. Si nuestro plan de Midway hubiera funcionado y Dios se hubiera hundido, ¿me habrías perdonado?

—Esa pregunta no es justa.

—Es verdad. —Empezó a engalanarle con un Supersensible decorado, el diseño superventas del poste de barbería, superado en popularidad sólo por la serpiente cascabel—. ¿Cuál es la respuesta?

—Es probable que nunca te hubiese perdonado —respondió Anthony, gozando del modo en que el sudor le llenaba el escote como un río fluyendo por una garganta—. Sé que ésa no es la respuesta que querías oír, pero…

—Pero es la que esperaba —confesó ella.

—Ahora yo he de saber algo. —Le tapó la oreja con la lengua y la movió en el interior—. Supongamos que se te presentara otra oportunidad para destruir mi cargamento. ¿La aprovecharías?

—Y que lo digas.

—No tienes por qué contestar en seguida.