Riéndose, Cassie desplegó el condón.
—¿Te sorprende?
—La verdad es que no —suspiró. Se deslizó sobre ella y le tomó los pechos con las manos como Jehová moldeando los Andes—. Eres una mujer con una misión, doctora. Es lo que me encanta de ti.
A la mañana siguiente, mientras Cassie ayudaba a sacar hielo de la pasarela central con el pico y Anthony yacía en su litera escribiendo sobre la muerte del Valparaíso, llenando el cuaderno de Popeye con una página tras otra de lamentaciones furiosas, un golpe en la puerta resonó por el camarote. Bajó del colchón y abrió la puerta. Crock O’Connor entró, acompañado del pequeño y larguirucho Vince Mangione, el último con una jaula dorada en la mano que mantenía a la altura de la cara como si estuviera utilizando un farol contra una noche sin luna.
Dentro de la jaula había un loro sobre un trapecio que daba picotazos rápidos con la esperanza de matar los ácaros que tenía debajo de las alas. El pájaro giró la cabeza escarlata y se quedó mirando fijamente a Anthony. Sus ojos eran como cojinetes diminutos y engrasados. Al principio creyó que había ocurrido una especie de resurrección, ya que la similitud entre este guacamayo y la mascota de su infancia, Arco Iris, era asombroso pero, tras inspeccionarlo un poco más, se dio cuenta de que al loro actual le faltaban las marcas distintivas de Arco Iris: la forma peculiar de guitarra del pico, la cicatriz pequeña e irregular de la garra derecha.
—Su padre lo compró en Palermo, justo antes de que nos embarcáramos —explicó Mangione, poniendo la jaula sobre la litera.
—La sala de máquinas era un hogar excelente, con todo ese vapor —dijo O’Connor—. Pero estoy seguro de que le irá muy bien en su camarote.
—Sácalo de aquí —dijo Anthony.
—¿Qué?
—No quiero nada que perteneciera a mi padre.
—No lo entiende —replicó Mangione—. Me dijo que era un regalo.
—¿Un regalo?
A pesar de la humillación del Día de Acción de Gracias, del Constitution embotellado, del abandono maligno, a pesar de todo, Anthony se emocionó. Por fin el viejo intentaba desagraviarle, devolviéndole a su hijo el regalo que le había quitado cuarenta años antes.
—No sabemos si su padre le puso un nombre o no —dijo O’Connor.
—¿Cómo lo llamáis vosotros?
—Pirata Jenny.
—Dejadlo aquí —dijo Anthony, devolviéndole la mirada impasible a Pirata Jenny. Sintió un mareo repentino. En cierto modo esperaba que el loro dijera algo sardónico e hiriente, como Anthony abandonó el puente o Anthony la jodió.
Cuando O’Connor se marchaba del camarote, Pirata Jenny graznó pero no emitió ningún vocablo.
—Me aburro —dijo el maquinista, deteniéndose en la jamba. Se volvió hacia Anthony y frunció el ceño, arrugando la quemadura de vapor de la frente—. Las calderas de aquí funcionan todas con ordenadores. No tengo nada que hacer.
—El Val era una monstruosidad, difícil de gobernar…
—Lo sé. Quiero recuperarlo.
—Yo también, Crock. Yo también quiero recuperarlo. Gracias por el pájaro.
El 21 de septiembre, una variedad nueva de isla de hielo apareció en el horizonte, flotando hacia el sudeste con la corriente de Groenlandia: fragmentos de un glaciar tan enormes que hacían que los icebergs de Jan Mayen parecieran toperas. Según el Marisat, el Maracaibo estaba a apenas un día de su destino, pero la perspectiva del final del viaje no le daba ningún placer a Anthony. Habían muerto ocho hombres; el Val estaba en la Dorsal de Mohns; el cerebro divino era basura; su padre nunca le absolvería. Además, que Anthony supiera, igual había una armada del Vaticano fondeada dentro de la tumba en aquel momento, lista para usurparle el cargamento.
—Ranita quiere a Tiffany.
Le estaba haciendo un masaje en la espalda a Cassie, apretando las palmas contra su hermosa carne, una vértebra tras otra alineadas como badenes, y por un instante pensó que había sido ella la que había hecho la declaración ronca.
—¿Qué?
—Ranita quiere a Tiffany —repitió el guacamayo escarlata—. Ranita quiere a Tiffany.
Una vez más, el universo le gastaba otra de sus bromas atroces. Ranita quería a Tiffany.
Anthony reprimió una risita.
—Es demasiado perfecto, ¿no crees?
—Perfecto —respondió Cassie—. ¿Qué?
—Absolutamente perfecto. Una obra de arte. El cabrón está muerto y aún me está quitando las cosas que me dio.
—Oh, vamos, tu padre no está haciendo nada. Mangione no entendió que el loro era para Tiffany y ya está. Aquí no hay ninguna malicia.
—¿Tú crees?
—Por Dios.
—He de reconocer que en realidad estoy bastante impresionado —dijo Anthony, conmovido por la imagen mental del viejo sentado una hora tras otra en la sala de máquinas, inculcándole las nueve sílabas al loro—. Imagínate cuántas veces tuvo que decirlo, una y otra vez…
—Quizá contrató a un marinero.
—No, lo hizo papá, estoy seguro. Amaba a aquella mujer. Una y otra vez.
—Ranita quiere a Tiffany —dijo Pirata Jenny.
—Cassie quiere a Anthony —dijo Cassie Fowler.
—Anthony quiere a Cassie —dijo Anthony Van Horne.
22 de septiembre.
El equinoccio de otoño. Este día en 1789, mi Compañero de bolsillo del navegante me informa de que, cinco meses después de un motín en el HMS Bounty, «Fletcher Christian y su tripulación zarparon por última vez de Tahití en busca de una isla desierta en la que establecerse.»
El Sr. Christian podría haber acabado en un sitio mucho peor que en el que acabó, la isla Pitcairn’s. Podría haber venido aquí, por ejemplo, a Kvitoya, sin duda el lugar más inhóspito y frío al sur del excusado exterior de Papá Noel.
A las 0920 nos acercamos a las coordenadas que me dio Rafael en los Claustros de Manhattan —80°6’N, 34°3’E— y, en efecto, allí estaba, la Gran Tumba, una montaña marítima cuyo pie medía casi veinticinco kilómetros de ancho y que se elevaba unos ocho mil quinientos metros (la altura aproximada del Everest, observó Dolores Haycox), inmovilizada entre la isla desierta y el principio de lo que los mapas llaman «hielo polar no navegable». A medida que nos aproximábamos, zigzagueando a cinco nudos entre los icebergs menores, la compañía entera se reunió de forma espontánea en la cubierta de barlovento. La mayoría de los marineros se puso de rodillas. Más o menos la mitad se hizo la señal de la cruz. La sombra de la tumba se extendía por el agua como una marea negra, oscureciendo nuestro camino. Justo encima, un anillo dorado reluciente rodeaba el sol, un fenómeno que indujo a Ockham a conectar el sistema de megafonía y explicar que estábamos viendo «ondas luminosas que se doblaban al pasar a través de cristales de hielo transportados por el aire». Luego aparecieron los parhelios: reflejos verdosos y vítreos a ambos lados del anillo, donde los cristales «actuaban como millones de espejos diminutos». Los marineros no querían saber nada de la racionalidad del padre y yo tampoco. Esta mañana, Popeye, el sol tenía un halo. Durante una hora navegamos por la pared occidental de la montaña, investigando, husmeando, buscando una entrada y, a las 1105, divisamos un portal trapezoidal. Viramos 15 grados a la izquierda, redujimos la velocidad a 3 nudos y cruzamos el umbral. Aquellos ángeles estaban bien de matemáticas, Popeye; sus cálculos dieron en el blanco. Nuestro cargamento pasó por el portal con un margen de quizá 6 metros por cada mano flotante y no mucho más por encima del pecho.
El Maracaibo avanzó echando humo, los focos lo recorrían todo hacia atrás y hacia adelante a medida que se acercaba en espiral al centro. A lo largo de 32 kilómetros seguimos el pasaje liso y resbaladizo, que describía una curva interminable. Era como navegar en el interior de una caracola gigante. Entonces, por fin: la cripta central, sus paredes plateadas se alzaban para unirse a una cúpula cuyo vértice estaba mucho más allá del alcance de nuestros rayos. No esperaba ninguna armada. Roma aún podía encontrarnos, claro; sus barcos podrían estar reuniéndose fuera en el mismo momento en que escribo estas palabras, barricando la salida. Sin embargo, ahora mismo somos libres de llevar a cabo nuestros asuntos en paz. Justo delante, olas oscuras lamían el banco de hielo de un kilómetro y medio de largo, la superficie casi al mismo nivel que nuestras amuradas, y en cuanto vi los norays esculpidos y refulgentes supe que los ángeles habían querido que fuera un muelle.