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A las 1450 envié a seis marineros en una lancha al muelle. No tuvieron ningún problema en coger las amarras y en atarlas, pero, aun así, atracar el Maracaibo fue una operación de lo más arriesgada: sombras engañosas, ecos locos, trozos de hielo flotante por todas partes. A las 1535 el cabrón estaba amarrado, ambos motores apagados por vez primera desde que dejó Palermo.

Ordené un entierro inmediato en el mar. Cassie, Ockham y yo bajamos por la pasarela a la cubierta del castillo de proa, levantamos el petate con garfios y, después de rescatar un ancla del bote salvavidas más cercano, llevamos a mi pobre padre a la amurada de estribor.

—No estoy seguro de cómo lo hacen los presbiterianos holandeses —dijo Ockham, sacándose una Biblia del rey Jaime de la parka—, pero sé que les gusta esta traducción.

Aflojé el cordón y saqué el cadáver pálido y aplastado de mi padre. Estaba congelado por completo.

—Un helado de papá —murmuré, y Cassie me lanzó una mirada tanto sorprendida como divertida.

Ockham abrió por la primera carta a los Corintios y recitó unas palabras que yo había oído en mil escenas funerarias de Hollywood.

—«Ved aquí un misterio que voy a declararos: no todos dormiremos, pero todos seremos transformados. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la trompeta; porque sonará la trompeta y los muertos resucitarán en un estado incorruptible…»

Cassie y yo rodeamos la cintura de papá con el ancla del bote salvavidas y levantamos su cuerpo duro como el hierro hasta la barandilla. El ancla le colgaba entre las piernas como una escarcela. Empujamos. Cayó y se estrelló contra el lago negro. Incluso con el peso de más, permaneció en la superficie alrededor de un minuto, flotando lentamente hacia la frente de Dios.

—Adiós, marino —dije, pensando en el placer que me daría volver a entrar y saborear una taza del café de Follingsbee.

—«Entonces se cumplirá la palabra escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria» —entonó Ockham mientras papá desaparecía de nuestra vista, primero las piernas, luego el torso, la cabeza y el pelo—. «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?» —dijo el sacerdote y yo me encontré preguntándome si en la despensa principal del Maracaibo había donuts—. «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?»

Y la verdad es que sí que había.

De gelatina, glaseados y de azúcar.

Sujetándose a la barandilla con los guantes, Neil Weisinger se unió a la marcha pequeña y solemne que bajaba por la pasarela. Cruzó el muelle resbaladizo apenas atreviéndose a pisar, paso a paso, con mucha cautela. A las 1715 la compañía entera estaba en el hielo, tanto los oficiales como la tripulación, moviéndose de un lado a otro a la luz cruda, bocanadas de aliento saliendo de las bocas como bocadillos de diálogo.

Cuando Neil vio cómo habían preparado la cripta los ángeles, un escalofrío de reconocimiento le recorrió el cuerpo; pensó enseguida en la barbacoa del Día del Trabajador a la que había asistido dos años antes en casa de su vecino, Dwight Gorka, una celebración falta de alegría que había alcanzado su punto más bajo cuando al gato de Dwight, Calabaza, lo atropelló un camión de Federal Express. Respondiendo al instante al dolor de su hija de edad preescolar, Dwight había clavado unas tablas de contrachapado para hacer un ataúd, había cavado un agujero en la dura tierra de Teaneck y había enterrado al pobre gato. Antes de que su padre volviera a poner la tierra con la pala, la pequeña Emily llenó la tumba con todas las cosas que Calabaza necesitaría en su viaje al cielo de los gatos: su plato del agua (lleno), una lata de Friskies Fancy Feast (abierta) y, lo más importante, su juguete favorito, un tapón de plástico de botella con el que se había pasado horas tontas felinas dándole golpes por la casa.

En la pared del norte de la cripta aparecían seis nichos inmensos, cada uno de ellos protegiendo un producto que, al parecer, Dios había tenido en gran estima. El foco de popa dio en la carcasa colosal de una ballena azul, una forma a la vez pesada y de líneas elegantes. El faro de en medio del barco recorrió la mole altísima de una secuoya, pintó los restos arrugados de un elefante africano macho, centelleó en un pez aguja disecado, encendió una familia de osos pardos embalsamados y, por último, se detuvo en un hipopótamo helado (que era muy probable que hubiera descendido, pensó Neil, de los hipopótamos que su abuelo había ayudado a transportar de África a Francia). Justo delante, una vitrina construida totalmente de hielo se alzaba casi siete metros. Extendió la manga y limpió la escarcha y el vaho de las puertas transparentes. Miró dentro. Cada una de las estanterías estaba atestada de artículos del portafolios divino, un frasco tras otro. La mariposa monarca… un trozo de jade… un terrón en el que crecía hierba para forraje de Kentucky… orquídea… mantis religiosa… langosta de Maine… cerebro humano… cobra real… grillo… gorrión… pepitas de roca ígnea.

Espontáneamente, la Kaddish[8] de los dolientes se formó en los labios de Neil.

—Yitgadal veyitkadash shemei raba bealma divera chireutei… —recitó. «Ensalzada sea la gloria de Dios, santificado sea Su gran nombre, en el mundo cuya creación Él dispuso…»

Acercándose a Neil, Cassie Fowler señaló bruscamente con el pulgar la vitrina de los trofeos.

—Los grandes éxitos de Dios.

—No es usted muy religiosa, ¿verdad?

—Puede que fuera nuestro Creador —dijo ella—, pero también fue una especie de lunático malicioso.

—Puede que fuera una especie de lunático malicioso —dijo él—, pero también fue nuestro Creador.

En el instante en que Neil vio el altar, una mesa larga y baja de hielo que se extendía bajo la ballena azul, sintió un deseo incontenible de usarlo. No fue el único que lo deseó. Con gravedad, los oficiales y la tripulación volvieron a subir en fila por la pasarela y regresaron veinte minutos después, ofrendas en mano. Uno a uno, los marineros se acercaron al altar y pronto hubo un montón enorme de oblaciones encima: una guitarra de acero National, un reloj con cadena de oro de un encargado del ferrocarril, un walkman Sony, una calculadora Texas Instruments, un paquete de condones de primerísima calidad (los carísimos Supremos Shostak), una petaca de plata de whisky, un banjo de cinco cuerdas, una jabonera estampada con una escena de patinaje de Currier e Ives, tres botellas de cerveza Moosehead, una hebilla de cinturón que estaba esculpida con la figura de un clíper.

Una verdad inquietante invadió a Neil mientras observaba cómo James Echohawk ofrecía su Nikon de 35 mm. Dentro de unos cuantos años, al representar su amor por el Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada, Neil podría incluso empezar a sentirse bien consigo mismo. Al comprarle a la hermana de Big Joe Spicer un vestido para el baile del último curso o financiar una operación de cadera para el padre de Leo Zook, era muy posible que encontrara la paz interior. Y en el instante en que eso ocurriera, en el momento en que sintiera satisfacción, sabría que no estaba haciendo bastante.

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8

Oración judía que rezan los parientes cercanos de una persona fallecida durante el duelo y los aniversarios de la muerte. (N. de la T.)