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Anthony Van Horne se presentó y, con un estremecimiento de renuencia, dejó una réplica de un sextante Bowditch que debería haber valido quinientos dólares. Sam Follingsbee entregó una caja de nogal barnizado llena de cuchillos de acero inoxidable Ginsu. El padre Thomas fue el siguiente y sacrificó un cáliz con piedras preciosas y un copón de plata, seguido de la hermana Miriam que se levantó de la parka un rosario de cuentas de oro y lo dejó en el montón. Marbles Rafferty añadió un par de prismáticos Minolta de gran potencia, Crock O’Connor un juego de llaves de tubo Sears Craftsman, Lianne Bliss su colgante de cristal.

—He estado pensando —dijo Cassie Fowler.

Tras meter la mano en sus mallas de lana, Neil sacó su regalo.

—Veimeru: amein —murmuró. «Y digamos: Amén»—. ¿Sí, señorita Fowler?

—Tiene razón, a pesar de todo, seguimos estando en deuda con Él. Ojalá tuviera una ofrenda. Vine a bordo con sólo una taza de Elvis y una toalla de Betty Boop.

Neil puso la medalla de Ben-Gurion de su abuelo en el altar y dijo:

—¿Por qué no le da su gratitud?

Cassie Fowler pronto comprendió que en la tumba privada de Dios el tiempo no existía. Ninguna marea predecía el anochecer; ninguna estrella anunciaba la noche; ningún pájaro declaraba el despuntar del día. Sólo mirando el reloj del puente sabía que eran las doce del mediodía, dieciocho horas después de que hubiera visto cómo Neil Weisinger ofrecía su medalla de bronce.

Cuando salió de la timonera y se unió al grupito triste del ala de estribor, Cassie se sintió apesadumbrada al darse cuenta de que todos los demás llevaban una ropa más respetuosa que ella. Anthony tenía un aspecto magnífico con su traje de gala blanco. El padre Thomas se había puesto una vestidura de seda roja encima de una chaqueta negra de frac. El cardenal Di Luca lucía una lujosa estola de piel envuelta alrededor de un alba de un morado intenso. Con su parka naranja ajada (gentileza de Lianne), mitones verdes raídos (donados por An-mei Jong) y botas de montar de piel gastadas (de James Echohawk), Cassie se sentía de lo más irreverente. No le importaba desairar al cargamento —que, después de todo, era el Dios del Patriarcado Occidental—, pero sí le importaba avivar el tópico de que los racionalistas no tienen ningún sentido de lo sagrado.

El padre Thomas se llevó el micrófono de megafonía a los labios agrietados y se dirigió a la compañía que estaba abajo, la mitad congregada en la cubierta de barlovento, el resto pululando por el muelle.

—Bienvenidos, amigos, y que la paz sea con vosotros. —La cripta grande y tenebrosa repitió sus palabras, «sea con vosotros, con vosotros, con vosotros»—. Ahora que nuestro Creador se ha marchado, que se sepa que le encomendamos a sí mismo y que entregamos su cuerpo a su última morada, polvo eres y en polvo te convertirás…

Anthony cogió el walkie-talkie de la camareta alta, apretó ENVIAR y, con aire de gravedad, se puso en contacto con la sala de bombeo.

—Sr. Horrocks, las mangueras…

Con la misma eficiencia espectacular que había demostrado durante la batalla de Midway, el sistema contra incendios del Maracaibo se puso en acción. Una docena de mangueras se alzaron a lo largo de la cubierta de popa y arrojaron litros y litros de espuma blanca y espesa. Cassie sabía que cada burbuja era bendita, ya que el padre Thomas y Monsignor Di Luca se habían pasado la mañana realizando una consagración febril. La espuma purificada formó un arco en el aire y chocó contra el hombro izquierdo de Dios, congelándose completamente en el instante del ungimiento.

—Dios Todopoderoso, te rogamos que descanses en paz aquí hasta que te despiertes en tu gloria —dijo el padre Thomas. Cassie admiraba la habilidad con la que el sacerdote había adaptado el ritual clásico, el equilibrio sutil que había hallado entre el optimismo cristiano tradicional y la realidad brutal del cadáver—. Entonces te verás cara a cara y conocerás tu poder y tu majestad…

Al oír que le daba el pie, Cassie avanzó con la Biblia de Jerusalén del padre Thomas metida bajo el brazo.

—Nuestra náufraga, Cassie Fowler, ha pedido permiso para dirigirse a vosotros —les dijo el sacerdote a los marineros—. No sé exactamente qué quiere decir —una mirada admonitoria—, pero estoy seguro de que será considerado.

Al coger el micrófono a Cassie le preocupó que tal vez estuviera a punto de hacer el ridículo. Una cosa era dar una lección sobre las cadenas alimenticias y los nichos ecológicos delante de una clase de estudiantes de segundo curso de Tarrytown y otra muy diferente era criticar el cosmos ante una muchedumbre de marineros mercantes endurecidos y deprimidos.

—De todas las Escrituras —empezó—, quizás sea la dura prueba de Job la que mejor me permita expresar lo que los racionalistas como yo pensamos sobre nuestro cargamento. —Tragando una bocanada de aire glacial, bajó la mirada hacia el muelle. Lianne Bliss, de pie debajo de la ballena azul, le sonrió para darle ánimos. Dolores Haycox, apoyada contra la secuoya, le ofreció un guiño tranquilizador—. Job, recordaréis, quiso saber el motivo de sus pérdidas terribles —posesiones, familia, salud—, con lo cual apareció el Torbellino y explicó que no se trataba de hacer justicia por un solo individuo. —Apoyó el lomo de la Biblia contra la barandilla y la abrió cerca del medio—. «¿Dónde estabas al fundar yo la tierra? —pregunta Dios, retóricamente—. ¿Sobre qué descansan sus cimientos? ¿Quién cerró con puertas el mar cuando, impetuoso, salía del seno? —Extendió el mitón derecho, señalando el hipopótamo helado—. He ahí al hipopótamo —dijo ella, todavía citando a Dios—. Su fuerza está en sus lomos, y su vigor en los músculos de su vientre. Endereza su cola como un cedro; los nervios de sus muslos se entrelazan; sus huesos son como tubos de bronce; sus costillas son como palancas de hierro…» —Haciendo un giro de noventa grados, Cassie le habló al Corpus Dei—. ¿Qué puedo decir, Señor? Soy racionalista. No creo que el esplendor de los hipopótamos sea ninguna respuesta al sufrimiento de los humanos. ¿Por dónde empiezo? ¿Por el terremoto de Lisboa? ¿Por la peste de Londres? ¿Por el melanoma maligno? —Suspiró con una mezcla de resignación y de exasperación—. Y aun así, desde el principio hasta el fin, Tú seguiste siendo Tú, ¿verdad? Tú, Creador: una función que desempeñaste sorprendentemente bien, poniendo esos cimientos y asegurando aquellos pilares que los sostenían. No fuiste un hombre muy bueno, Dios, pero fuiste un mago excelente y por eso yo, incluso yo, Te doy mi gratitud.

Después de aceptar tanto el micrófono como la Biblia de Jerusalén de Cassie, el padre Thomas siguió con el resto de la liturgia modificada.

—Antes de que sigamos por nuestros caminos, despidámonos de nuestro Creador. Que nuestra despedida exprese nuestro amor por Él. Que alivie nuestra tristeza y fortalezca nuestra esperanza. Ahora por favor unios a mí para recitar las palabras que Jesucristo nos enseñó en aquella célebre Montaña de Judea: «Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre. Venga a nosotros Tu reino…»

Mientras la compañía del Maracaibo rezaba, Cassie estudió a su cargamento sonriente, reflexionando sobre sus mil desgracias. El viaje no había tratado bien a Dios. Le habían saqueado casi una sexta parte del pecho derecho para hacer filetes. Cráteres de bombas de destrucción le marcaban el estómago. Los torpedos le habían llenado el cuello de hoyos. Parecía que le hubieran afeitado la barbilla con un soplete. De la cabeza a los pies, los mordiscos de los depredadores y los estragos del hielo se alternaban con las extensiones inmensas y cenagosas de la descomposición. Si un marciano se hubiera topado con aquella escena, nunca habría adivinado que esa cosa que los dolientes estaban sepultando había sido antes su divinidad principal.