—Creo…
—¿Sí?
—… que lo consultaré con la almohada.
30 de septiembre.
Noche. Un cielo sin estrellas. Un viento de diez nudos del este.
Así que los ángeles nos mintieron. No, no nos mintieron, exactamente. Se aventuraron más allá de la verdad; permitieron que su dolor oscureciera la voluntad de Dios. Y si Rafael exageraba el caso por una sepultura, quizá también exageraba otras ideas, como que mi padre era el hombre que debía absolverme.
¿Cuando los ángeles fingen, Popeye, en quién puedes confiar?
Navegamos echando humo alrededor de las Hébridas una y otra vez y mi mente tampoco deja de dar vueltas. Veo ambas partes y me está volviendo loco. Si le doy al padre su viaje de recorrido, no será por un beneficio personal. «Exhúmale —me dice Cassie— y me iré de tu vida para siempre».
Aun así, me preguntó si Ockham y la hermana Miriam no tienen razón.
Me pregunto si no le debemos la verdad a nuestra especie.
Me pregunto si oír la mala noticia no sería lo mejor que le haya pasado jamás al Homo sapiens sapiens.
Durante los primeros cuatro años vivieron como campesinos en una casita estrecha que Cassie había estado alquilando en Irvington, pero después de que hicieran fortuna decidieron darse el gusto y se mudaron a la ciudad. A pesar de su nueva riqueza, Cassie conservó su trabajo, explicando obstinadamente la selección natural y otras ideas inquietantes a los estudiantes temerosos de Dios del colegio universitario de Tarrytown mientras Anthony se quedaba en casa y se ocupaba del pequeño Stevie. Mejor no arriesgarse, decidieron. Su dinero podía acabarse antes de lo esperado.
Ser un padre en Manhattan era una empresa aleccionadora y vagamente absurda. Las sirenas de la policía saboteaban las siestas. La contaminación del aire agravaba los resfriados. Para estar seguros de que Stevie llegaba a casa sin problemas desde Montessori cada tarde, Anthony y Cassie tuvieron que contratar a un instructor de artes marciales coreano como escolta. Sin embargo, aquello era lo único que habrían aceptado. El apartamento espacioso del cuarto piso del edificio sin ascensor que habían comprado en el Upper East Side incluía pleno derecho a la azotea y, después de que Stevie se hubiera dormido, se acurrucaban juntos en las tumbonas playeras, se quedaban mirando el cielo sucio y se imaginaban que estaban echados en la cubierta del castillo de proa del difunto Valparaíso.
Su fortuna provenía de una fuente insólita. Poco después de desembarcar en Manhattan, Anthony tuvo la idea de enseñarle sus documentos privados al padre Ockham, quien a su vez se los entregó a Joanne Margolis, la excéntrica agente literaria que se encargaba de los libros de cosmología del sacerdote. Margolis manifestó de inmediato que el diario de Anthony era «la mejor aventura marina surrealista jamás escrita», se lo enseñó a un editor del Naval Institute Press y obtuvo un adelanto modesto de tres mil dólares. Nadie se habría imaginado que un libro tan extraño se convertiría en un best-seller del New York Times, pero a los seis meses de su publicación El Evangelio según Popeye había superado milagrosamente todas las expectativas.
Al principio, Anthony y Cassie temieron que el grueso de los derechos de autor serviría para pagar los honorarios de los abogados y los costes de los juicios, pero luego se hizo evidente que ni el Fiscal General de los Estados Unidos ni el gobierno noruego tenían el menor interés en llevar a juicio lo que parecía menos un caso criminal que un ejemplo de psicodrama fantástico que había fracasado rotundamente. Las familias de los tres actores muertos se enfurecieron por esa inercia (la viuda de Carny Otis incluso viajó hasta Oslo haciendo un esfuerzo por mover las ruedas de la justicia), y su furia persistió hasta que intervino el Secretario de Estado del Vaticano. Ya que para empezar había contratado al impetuoso Christopher Van Horne, lógicamente, el cardenal Eugenio Orselli consideró que era su deber moral recompensar a las familias de los difuntos. Cada uno de los familiares más cercanos recibió un regalo libre de impuestos de tres millones y medio de dólares. Cuando llegó el verano del noventa y nueve, todo el asunto turbio de la Reproducción de Midway había dejado de perseguir el hogar de los Van Horne-Fowler.
Anthony no sabía decir si al decidir dejar el cadáver en su sitio había sido valiente o había escurrido el bulto. Al menos una vez a la semana viajaba al norte de la ciudad y se encontraba con Thomas Ockham para hacer un picnic de vino blanco y sandwiches de queso brie en el parque Fort Tryon, después del cual paseaban por los Claustros, buscando la solución de sus obligaciones para con el Homo sapiens sapiens. Una vez Anthony creyó haber visto un ángel con una túnica abatirse por la capilla Fuentidueña, pero sólo era una hermosa estudiante de posgrado con un vestido largo blanco, solicitando un trabajo de docente.
El trato al que habían llegado con Di Luca y Orselli era un modelo de simetría. Anthony y Ockham no revelarían que El Evangelio según Popeye se atenía a los hechos y Roma no se apropiaría del cadáver ni lo quemaría. Si bien la idea siguió intrigando tanto al capitán como al sacerdote, empezaban a comprender que un espectáculo así muy bien podría llevar a algo mucho más triste y sangriento que el mundo feliz que Ockham había previsto el día que exploró el Regina Maris abandonado. Luego estaba, también, el atrevimiento espantoso de todo aquello. A Anthony le parecía que nadie tenía derecho a quitar la ilusión de Dios, ni siquiera Dios tenía ese derecho, a pesar de que, según parecía, había intentado hacerlo.
La fiesta que montaron Anthony y Cassie cuando Stevie cumplió seis años sirvió para un doble propósito. Celebraba el cumpleaños del niño y reunía a siete alumnos del último viaje del Valparaíso. Vinieron con regalos: ballena de peluche, puzzle, revólver con seis cámaras y funda, tren eléctrico, guante de jugador de primera base, remolcador de juguete, juego de homúnculos de Fisher-Price. Sam Follingsbee hizo el pastel, el favorito de Stevie, chocolate suizo con glaseado de cereza.
Al salir la luna empezaron las confesiones, con el reconocimiento de cada marino de padecer un terror personal intenso a que su conocimiento de lo que estaba sepultado en Svalbard pudiera privarle del juicio algún día. Marbles Rafferty reveló que el suicidio se encontraba entre sus fantasías mucho más a menudo que antes de su viaje al Ártico. Crock O’Connor discutió con franqueza sobre su impulso de llamar al programa Larry King Live y contarle al mundo que sus oraciones caían en tímpanos rotos. Sin embargo, hasta entonces, todos habían logrado convertirse en ciudadanos funcionales e incluso prósperos del Anno Postdomini Siete.
Rafferty era ahora el patrón del Exxon Bangor. O’Connor, que había dejado el mar, actualmente pasaba los días y las noches intentando inventar un tatuaje holográfico. Follingsbee dirigía el Octopus’ Garden en Bayonne, un restaurante frente al mar y con mucho ambiente cuyo menú no incluía ni un solo producto de mar. Lou Chickering interpretaba el papel de un neurocirujano adúltero crónico en Las arenas del tiempo y acababa de aparecer como el Ídolo de la Semana en la revista Suds and Studs. Lianne Bliss era la directora técnica de una emisora de radio feminista radical que transmitía desde Queens. Hacía poco que Ockham y la hermana Miriam habían escrito juntos De muchos, uno, una historia exhaustiva de las imágenes en constante cambio que la humanidad tenía de Dios, desde el monoteísmo radical del faraón Akenatón hasta el Jesucristo cósmico de Teilhard de Chardin. La introducción era de Neil Weisinger, que actualmente era un rabino al servicio de una congregación de judíos reformistas de Brooklyn.