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Después de la fiesta, mientras los adultos se quedaban un rato en el piso de abajo, permitiéndose una segunda porción de pastel y admirando las caracolas y los nidos de pájaros que Cassie había recogido durante el crucero de luna de miel a las Galápagos, padre e hijo se fueron a la azotea. El viento era frío y vigorizante, la noche milagrosamente clara. Era como si la misma isla hubiera zarpado, volando debajo de un cielo despejado.

—¿Quién las hizo? —preguntó Stevie, señalando las estrellas.

Anthony quería decir «un viejo que está en el Polo Norte», pero sabía que eso sólo confundiría al niño.

—Dios.

—¿Quién es Dios?

—Nadie lo sabe.

—¿Cuándo lo hizo?

—Hace mucho tiempo.

—¿Todavía está vivo?

El capitán aspiró una bocanada de aire arenoso de Manhattan.

—Claro que está vivo todavía.

—Bien.

Eligieron juntos sus favoritas: Sirio, Proción, Betelgeuse, Rigel, Aldebarán, el cinturón de Orión. Stevie Van Horne era el hijo de un marino. Se conocía la Vía Láctea como la palma de la mano. Mientras se le cerraban los ojos al niño, Anthony salmodiaba los nombres diversos de la mejor amiga del marino:

—Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris —cantaba, una y otra vez—, Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris —y con este método consiguió que su hijo estuviera a punto de dormirse.

—Feliz cumpleaños, Stevie —le dijo Anthony al niño somnoliento, bajándole por la escalera—. Te quiero —le dijo, arropándole bien en la cama.

—Papá quiere a Stevie —graznó Pirata Jenny—. Ranita quiere a Tiffany. Papá quiere a Stevie.

Al final, Tiffany no había querido el pájaro. No le gustaban los animales y sabía que Jenny no sería tanto un dulce recuerdo de su difunto marido sino más bien un recuerdo despiadado de su muerte. Anthony se había pasado unas veinte horas enseñando al guacamayo su nueva gracia, pero había valido la pena. Le daba la sensación de que todos los niños del mundo deberían quedarse dormidos oyendo a una criatura cariñosa y con plumas —un loro, una miná, un ángel—, que les susurrase al oído.

Se quedó un rato mirando a Stevie, sólo mirando. El niño tenía la nariz de su madre, la barbilla de su padre, la boca de su abuela paterna. La luz de la luna entró en la habitación, bañando un modelo de plástico de la nave espacial Enterprise en una neblina luminosa. Desde la jaula llegó el tic constante y como de un reloj de Pirata Jenny picoteando su espejo.

En ocasiones —esa noche no, pero en ocasiones—, un manto oscuro de crudo acre de Tejas se materializaría sobre el loro, corriéndole por el lomo y por las alas, fluyendo por el suelo de la jaula y cayendo gota a gota a la alfombra.

Cuando eso sucedía, la respuesta de Anthony era siempre la misma. Se apretaba la pluma de Rafael contra el pecho y respiraba profundamente hasta que el petróleo se iba.

—Ranita quiere a Tiffany. Papá quiere a Stevie.

«Anthony quiere a Cassie», pensó.

El capitán apagó la luz del dormitorio, cubrió la jaula de Jenny con el dosel de seda azul y salió al pasillo oscuro. El alma se le llenó de la fiebre del mar. La luna le tiró de la sangre. El Atlántico dijo: Ven aquí. Estrella del Norte, Estrella polar, Polaris…

¿Cuánto tiempo sería capaz de aguantar? ¿Hasta que a Cassie le dieran su próximo año sabático? ¿Hasta que Stevie fuera lo bastante alto para coger el timón y gobernar un barco? No, el viaje tenía que llegar antes. En aquel momento Anthony lo veía todo. Al cabo de un año más o menos cogería el teléfono y se encargaría de los preparativos. Cargamento, tripulación, barco: un superpetrolero no, algo más romántico: un bulkcarrier, un carguero. Un mes después toda la familia se levantaría al amanecer e iría en coche a Bayonne. Se tomarían un desayuno fantástico en el restaurante de Follingsbee de la calle Canal. Huevos revueltos bañados en ketchup, tiras crujientes de beicon de verdad, rodajas húmedas de melón dulce, bollos partidos por la mitad y pegados con queso para untar Philadelphia. Con los estómagos llenos y todos los sentidos al máximo, Anthony y Stevie le darían un beso de despedida a Cassie. Subirían a bordo. Encenderían las calderas. Escogerían un puerto. Planearían un rumbo. Y entonces, como aquellos comerciantes astutos holandeses que habitaban en su sangre, se pondrían en camino hacia el sol, manteniendo el rumbo: el capitán y su grumete, partiendo con la marea matutina.

Colección Brainstorming nº8.

REMOLCANDO A JEHOVÁ.

Título originaclass="underline" “Towing Jehová”.

Primera edición: mayo 2001.

Copyright © 1994 by James Morrow.

© 2001 NORMA Editorial por la edición en castellano.

Fluviá, 89. 08019 Barcelona.

Tel.: 93 303 68 20 — Fax: 93 303 68 31.

E-maiclass="underline" norma@norma-ed.es

Traducción: Olinda Cordukes.

Ilustración portada: Koveck.

Depósito legaclass="underline" B-5466-2001. ISBN: 84-8431-322-0.

Printed in Spain.