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– Todavía pienso en ti -dijo de pronto, de pie-. Te llevo alrededor del mundo conmigo.

Julie también se puso de pie y él vio que se le caía el disfraz. Sus cejas temblaron una vez. Intentó fruncir el entrecejo pero no le resultó del todo. Parecía estar preguntándose de dónde habían venido esas palabras, de qué posición negociadora, de qué compartimento del arsenal diplomático. No pareció que se le ocurriera que él había hablado espontáneamente y desde el corazón.

Cuando ella le abrió la puerta, el funcionario de mandíbula de hierro del servicio exterior estaba en la sala de espera, vigilando, y había algo en su sencillo traje gris, las desnudas paredes pintadas y el mobiliario enviado por el gobierno que lo frenaban, pero Czesich de todos modos besó a la funcionaría de Política Exterior en la boca. Julie se echó atrás levemente molesta.

El se entregó a la custodia de su escolta y se introdujeron en el ascensor, descendieron a sacudidas y en silencio hasta la planta baja.

– ¿Planes para el fin de semana? -preguntó el compañero de Czesich mientras caminaban por el largo y estrecho pasillo hacia la puerta del frente. El tono fue falsamente casual, de expatriado amistoso, con algo del interrogador, algo de la Seguridad de la embajada.

Czesich echó un vistazo a la cara del hombre, luego desvió la mirada. Ahora espían a nuestra propia gente, pensó. Se están contagiando la enfermedad del Soviet.

– Una copa en la Embajada Británica -mintió-. La iglesia. El mercado de Pulgas de Izmailovo.

– Tenga cuidado allí-dijo el hombre. Sonó como una advertencia.

Czesich se forzó a sonreír y a apretar una mano húmeda, dejó al infante de marina atrás y salió a la calle.

La lluvia se había calmado. El portafolio golpeaba contra su muslo, haciendo sonar la caja de caramelos. Caminó hacia la estación del metro, con el pavimento mojado ahora, los neumáticos de los ómnibus silbaban, el anochecer sombreado de Moscú se levantaba a su alrededor recordándole más a Nevada que a Washington. Rusia era ese tipo de lugar. Había algo insondable en el aire, una esperanza cálida y misteriosa que volaba frente a siglos de una mala historia. Se dijo que era el lugar de su corazón, el lugar donde estar si el corazón estaba enfermo.

6

Propenko estaba delante de su edificio de departamentos, mirando la avenida Octubre hacia abajo, en dirección al río. No alcanzaba a ver el Don (sólo la cresta gris del pavimento de la avenida, y en la orilla opuesta, dos kilómetros al sur, los montones de escoria y las chimeneas de las fábricas) pero sí veía que una neblina densa ya iba llenando el valle. Al crepúsculo, la neblina se desparramaría sobre las orillas y se extendería hacia el sur, a través de la llanura industrial y hacia el norte sobre la ciudad, envolviendo los edificios de la avenida octubre y llevando a Vostock una paz húmeda y blanca. En la dacha. cincuenta kilómetros al norte, la noche sería clara y suave.

Lydia salió como una exhalación por la puerta de adelante, llevando una canasta de toallas y sábanas. Propenko la ayudó a meter la canasta en el baúl del Lada y trató de iniciar una conversación.

– Este fin de semana no habrá lluvia.

– Bien -dijo ella aturdida, y luego por encima del hombro mientras volvía a la casa-: Abuela está esperando el ascensor.

Propenko miró sus robustas pantorrillas desnudas (tan parecidas a las suyas) mientras recorría el camino, la vio echar atrás el pelo con un movimiento de la cabeza, tirar de la puerta metálica atascada para abrirla y empezar a subir la escalera a la carrera. Cuando terminó su pequeño festejo en el aparcamiento, y cuando sus colegas del Consejo terminaron de pasar a darle sus felicitaciones, sinceras y de las otras, se había quedado sentado solo en su oficina durante inedia hora, reflexionando sobre la conversación con Bessarovich. Lo imitaba pensar que Lydia pudiera estar flirteando con la política sin mencionarlo en casa. No correspondía con la imagen que tenía de ella, de su propia familia, y de alguna manera que todavía no podía comprender, lo asustaba. El crimen lo asustaba, la escasez., los comentarios sobre una huelga de mineros. Un miedo sutil y persistente se deslizaba por sus arterias y venas, rondaba su sueño y ensuciaba sus horas cuando estaba despierto.

Era un atardecer típico de un invierno de agosto. La mitad de los habitantes del edificio estaban haciendo la maleta para irse afuera en auto o elektrichka, a sus dachas. de modo que el ascensor resultaba muy lento. Cuando Raisa y Marya Petrovna por fin aparecieron en la puerta, Lydia (que había bajado, subido y vuelto a bajar por la escalera) llegaba justo detrás de ellas. Tuvieron que arreglar las cosas para poder cerrar el maletero. Propenko ayudó a Marya Petrovna a instalarse en el asiento trasero, se deslizó detrás del volante y partieron con el Lada que tosía y chisporroteaba mientras se calentaba.

– ¿Te acordaste de cerrar la puerta con llave, Lydochka.?-preguntó Raisa. dándose la vuelta a medias.

En el espejo. Propenko vio que Lydia fruncía el entrecejo. Ya no había lágrimas pero estaba hosca, nada característico en ella, y él decidió que estaba tratando de aceptar la idea de la muerte. Aunque en su caso ya habían pasado quince años, todavía recordaba este proceso, esta lucha con una ausencia repentina. Tampoco entonces había habido ningún aviso. Sus padres habían volado a Lyov para el entierro de un primo y murieron en el viaje de vuelta cuando el jet cayó en el río a unos cien metros del aeropuerto. Un día estaban con él. comiendo, riendo y discutiendo, y el otro ya no existían. Había una parte de él que todavía no lo había podido comprender.

La avenida Octubre iba lenta en ambas direcciones. Gente que volvía a sus casas después del trabajo, gente que se dirigía a sus dachas. Raisa extendió un brazo por encima del respaldo del asiento y apoyó dos dedos sobre su hombro.

– El tránsito no importa. Nada importa cuando uno va a la dacha.

– Lo que importa es si te acordaste de traer papel higiénico -dijo Marya Petrovna.

– Me acordé.

Propenko deslizó otra mirada al retrovisor. El entierro de Tikhonovich se demoraría hasta la vuelta del padre Alexei: el viernes, le parecía que Lydia había dicho. Ahora Lydia miraba por la ventanilla lateral, viajando por otro camino. A Raisa y a Marya Petrovna les había llevado media hora convencerla de venir a la dacha. en vez de quedarse en casa todo el fin de semana sola con su duelo o llorando con las viejas en la iglesia.

Propenko dobló a la derecha por la calle Kaminskava. recorrió un atajo lleno de baches y se mezcló con el pesado tránsito del Prospekt do la Revolución. Pasó por delante de su oficina sin mencionar su nueva designación.

El Prospekt Revoliutsii era una avenida amplia de seis carriles que corría de este a oeste a través del cora/ón de Vostok. Estaba dividida por vías de trolebuses y flanqueado cerca del centro por algunos bloques de edificios de granito de cuatro pisos que habían sobrevivido a la guerra, y ahora contenían apartamentos lujosos donde vivían el Primer Secretario y el resto de los criminales importantes. Rejas de metal en las barandas de la escalera, balcones en curva, guardas a la puerta, limusinas. Propenko había pasado delante de ellos tantas veces que ya no lo sorprendía el lujo extraño como resultaba en el suave paisaje de Vostok. Marya Petrovna se lo recordó. Este era el momento en el viaje en que ella siempre tenía una mala palabra para los hombres que habían destrozado su vida, y hoy no fue una excepción. Propenko oyó que mascullaba, ''Hijos de perra". Era un ritual.

El Lada se paró una vez y tomó nota mental para que Anatoly le consiguiera cables para bujía nuevos. Se arrastraron de semáforo en semáforo, mientras se veía la puesta de sol roja en el espejo retrovisor Pronto los hogares de los jefes del Partido cedieron su lugar a hileras de cajas de zapato de nueve pisos, como la casa en que vivían los Propenko. Parecía que a estos edificios los hubieran construido unos cosmonautas borrachos que luego los habían dejado caer desde su órbita en estos lotes sin arboles ni césped: mil balcones idénticos manchados por la herrumbre; diez mil bloques de cemento agrietados y rotos en los bordes y unidos entre sí con rayas de cemento gris. Las esquinas exteriores no eran rectas. Los techos goteaban desde el día que los hicieron. Las cañerías golpeteaban. Los inodoros gruñían, y por los cielos rasos y las paredes corrían grietas como relámpagos. Estaba seguro de que la gente que vivía allí había sobornado, adulado y trabajado horas extra para que los colocaran en lista para estos apartamentos. Recordaba sus propios años de espera Recordaba cuando Malov lo llamó a medianoche y le pidió que fuera a ayudarlo a sacar el auto de una zanja en Lepinskoe. una aldea de tierra donde la amante de Malov tenía una dacha Malov lo había recompensando (con una cena en algún lugar), le había agradecido profusamente, había revestido el episodio con el disfraz de demostración de camaradería en Comercio e Industria, pero los dos hombres comprendían el subtexto. Una hora de viaje a medianoche, y lo hizo. Prácticamente se cortó una de sus bolas y se la entregó a Malov a cambio de ayuda para conseguir cuatro habitaciones en una caja de cemento que chorreaba al lado de una fábrica que hacía envases de lata.