Выбрать главу

– Ahora desearía estar solo, Slava.

Bobin se encogió de hombros y se balanceó.

– Un favor. Anton Antonovich.

– Diga.

– Me preguntaba si usted podría… si podría mencionar a la Delegada que tuve cierta participación en la creación de la nueva situación.

– Usted está bromeando -dijo Czesich pero se daba cuenta de que no era así. Los vientos políticos habían cambiado, y Slava Bobin hacía virar su pequeño barco.

– Tenemos el plan de hacer aquí un complejo turístico en moneda fuerte -elijo-. Si se lo pudiera mencionar en Moscú… a los otros norteamericanos que están allá, a sus beeznessmini. -Bobin introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta reluciente, sacó una tarjeta comercial celeste impresa en relieve plateado, y la colocó con todo cuidado sobre el borde del lavabo.

Czesich se inclinó y la leyó en voz alta.

– Slava M. Bobin -dijo-. Menedzher.

Bobin sonrió.

Impecablemente vestido y muy magullado, Anton Antonovich salió de sus habitaciones y encontró a un capitán de la milicia que lo esperaba ahí, despierto. El capitán lo saludó rígidamente, y partieron por el estrecho corredor del hotel, Czesich un paso adelante. La dezhurnaya le sonrió, una sonrisa secreta, tan críptica como Rusia, Czesich le devolvió la sonrisa, abrigando un diminuto brote de esperanza. El había sobrevivido, por lo menos. Lydia había sobrevivido. Era posible, por lo menos posible, pese a todo el dolor, que se hubiera dado un pequeño golpe a favor de las acosadas masas rusas.

Como un destello tuvo el recuerdo de dos hombres de la milicia sosteniéndolo en el sacudido ascensor del hotel no hacía tantas horas, y cambió la caja de madera por la escalera. Subió muy despacio, con el capitán al lado, el pulso latiendo en su sien magullada, la rodilla dando alaridos. Llegó al relleno del octavo piso y descansó allí, respirando fuerte.

– Zhit'budhye? -preguntó el capitán-. ¿Puede seguir?

Czesich le dijo que le parecía que sí. Empujó la puerta del rellano.

– Ocho-dieciocho -le informó otra dezhurnaya, estaba seis puertas más adelante a la izquierda. Se alisó las solapas, tiró de los puños, y siguió adelante. El pasillo olía fuertemente a insecticida, la alfombra que pisaba estaba raída; las puertas a ambos lados tenían un barniz demasiado espeso, casi pegajoso; el empapelado era nuevo y ya estaba marcado en las juntas. Sólo las superficies, se recordó a sí mismo, sólo la máscara. Siguió con paso digno, acorde con su posición, sintiendo bastante dolor.

El y su guardaespaldas se detuvieron delante de la habitación 818. Czesich golpeó, nervioso ahora, con el estómago gruñendo. Se oyó el ruidito de la llave, la puerta se abrió, y de pie delante de él vio a una mujer hermosa de aproximadamente su misma edad, cabello oscuro, ojos claros, una boca bonita, que expresaba un leve fastidio. Pensó que ahora podía ver más allá de la belleza, por fin, más allá de la censura nerviosa. Con Julie uno nunca podía estar seguro al principio, pero pensó que quizás estaría contenta de verlo.

Epílogo

Relojeros y burócratas, estudiantes, mineros y conductores de edad madura, era una extraña mezcla de amigos la que se apretujó en el hogar de Propenko esa noche. Los visitantes, que habían venido para sacar a Lydia de su terror solitario, ocuparon la cocina estrecha y la sala de estar sin simular ser lo que no eran, con secretos pero sin agendas secretas, sin competir. De acuerdo a la antigua tradición rusa, parecían estar en paz con su destino, por malo y aterrador que hubiera resultado ser. y fue esa paz la que llevó a Anton Czesich y Julia Stirvin a la avenida Octubre y los retuvo allí hasta las primeras horas de la madrugada.

Lydia emergió del cuarto de atrás y se sentó con su madre, su abuela y su padre durante unos minutos, como poniendo a prueba su equilibrio de nuevo en el mundo de los hombres y las mujeres. Parecía paralizada por un horror inimaginable que se presentaba una y otra vez en una pantalla interior. Los amigos que habían venido a reconfortarla se dieron cuenta de que no podían llegar al nivel en el que ella sufría. Sus palabras bondadosas parecían huecas, y Lydia no parecía querer que llegaran a conmoverla.

Después de medianoche, cuando la mayoría de la gente se había ido a sus casas, y Lydia y su abuela se habían ido a dormir juntas en el dormitorio de atrás, Propenko, Raisa, Czesich y Julie se sentaron a la mesa por tan solo unos minutos, sirviéndose de la misma botella. Era la primera hora del 19 de agosto de 1991, y más tarde en la mañana, sus camaradas patriotas derramarían su odio una vez más en las calles de Moscú. Habría el espectáculo usual de armamentos, tanques y transportes de personal, el despliegue usual de matones de traje y corbata, las mentiras usuales dichas por los intimidadores. Y, por un día o dos, el pasado reaparecería, echaría su manto de terror, se cobraría unas cuantas vidas más, luego retrocedería, arrastrando a un imperio.

Ninguna de las cuatro personas sentadas a esa mesa lo sabía todavía, claro. Bebieron un poco, y hablaron en tonos bajos, elaborando una despedida difícil. Valía la pena ver esa delicada despedida internacional, una especie de himno tranquilo, torpe, angustiado, a lo que habían visto extinguirse en Lydia Sergeievna y en ellos mismos. Si la esperanza significaba la expectativa de una vida sin dolor, entonces no les quedaba ninguna esperanza, ningún Futuro Socialista Glorioso, ningún Cielo en la Tierra, ningún amor dichoso e impoluto imposible. En cambio, tenían una carga de historia, buena y mala, y otra oportunidad para volverse a situarse debajo de ella de modo que la carga fuera más fácil de llevar.

***

Merullo Roland

***
***