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¡ Y cual era la alternativa? La alternativa era esta, lo que estaba viendo ahora, esas cabañas de madera de dos habitaciones en la peor parte de la ciudad. Chozas con ventanas rajadas y una cocina a carbón herrumbrada, un baño exterior en un rincón del patio del fondo, y un grifo de agua fría para toda la manzana. Esta gente haría bien en colgar un cartel a la entrada: "Aquí viven los que no tienen relaciones, los honrados, y los haraganes y los desafortunados, los verdaderos trabajadores del mundo."

Raisa le tocó el hombro, y Propenko se dio cuenta de que había estado apretando los dientes. Era un momento extraño para amarguras: tenían una botella de champaña escondida en el baúclass="underline" iba camino a su santuario, su refugio.

Llegaron al límite de la ciudad. A la izquierda se extendía un lote vacío con vigas rotas y esqueletos de camiones. A la derecha estaba el aeropuerto y el recodo marrón del río en el que el vuelo de sus padres se había zambullido en una noche de neblina como esta. El recuerdo llameó y se quemó esta noche, de una manera poco usual

Justo enfrente de ellos, se elevaba la alta garita de vidrio de la Inspección de Autos Gubernamental. Un inspector estaba allí en la calle y aferraba con las dos manos un extremo de su bastón a rayas, con los pies calzados con botas y separados, y un silbato blanco en la boca. En cuanto el Lada de los Propenko apareció, el oficial dio dos pasos entre el tránsito y señaló con su bastón Todos oyeron el silbato.

– Es para nosotros Seryozha.

Propenko masculló un juramento y se acercó al costado de la calle. Ciudadano respetuoso de la ley como era. llevaba el pasaporte encima siempre que salía, y mientras el inspector se acercaba a ellos, deslizó un billete de diez rublos entre las últimas páginas. El inspector saludó y observó de cerca a cada pasajero. Le pidió a Propenko que saliera. Propenko lo hizo.

El inspector era mas o menos de su altura, rubicundo y de mirada fría, y tenia alrededor de treinta años. Se metió el bastón debajo de un brazo y abrió el pasaporte, apretando las páginas como para evitar que se cayeran los billetes. Miro la cara de Propenko y luego la fotografía, y simuló que examinaba cada renglón, nombre, ciudad de residencia, nacionalidad, mirando a Propenko de vez en cuando como si pudiera verificar esos datos por la boca o los ojos

Propenko esperó erguido, mientras sentía que la luz se desvanecía y que un auto tras otro se dirigían al norte, hacia las dachas. El inspector ya estaba en la segunda página, leyendo a la velocidad de una criatura de ocho años. Quizá fue la arrogancia que revelaba su cara rojiza, o las tres mujeres que esperaban en el auto, que le hizo decir a Propenko. después de varios minutos de estar allí:

– Soy amigo del jefe Vzyatin.

Fue un error. El inspector dejó caer las comisuras de los labios. Pasó una página rápidamente, se demoró, alargando la entrevista, pensando en una multa Aunque sin duda el nombre de Vzyatin le era familiar, dependía sólo indirectamente del jefe de la milicia y pareció que la supuesta amistad no lo impresionaba. Aquí, en la calle, él era la verdadera autoridad, y lo sabía.

– Nos avisaron que un violador dejó la ciudad en un Lada -dijo con un monótono acento ucraniano.

– No soy yo -dijo Propenko. Se avergonzaba de haber metido a Vzyatin en esto. Se preguntó si Lydia lo habría oído.

– Un Lada rojo -repitió el inspector, mientras por encima del hombro uniformado Propenko veía pasar de larga media docena de Laclas rojos.

Por fin, el inspector cerró con fuerza el pasaporte y lo devolvió con un movimiento de la muñeca. Hizo una inspección final y somera del auto y sus pasajeros, saludo, giro sobre el talón de una bota y se alejó.

De nuevo al volante. Propenko sintió las mejillas calientes El lada no arrancó en dos intentos, y cuando el motor por fin respondió y estuvo en el camino abierto, se hizo una obligación de superar el límite de velocidad permitido y mantenerlo asi

– Raro-dijo Raisa

Propenko apretó el volante. Algo en su voz. \c advirtió que iba a retomar donde había dejado durante el desayuno, que había imaginado un nexo entre la actividad de Lydia en la iglesia y la Inspección de Autos del Gobierno, que creía que habían escogido a la familia Propenko para perseguirla, que los chekisti empezaban una campaña de acoso.

– Están detrás de alguien en un Lada rojo -dijo-. Un violador.

– Raisa le echó una mirada.

– Son todos unos cerdos -masculló Marya Petrovna.

Pareció que a Lydia la habían sacado de su duelo.

– ¿Tomó el dinero, papá?

Propenko sacudió la cabeza.

– Quizá porque mencionaste a tu amigo.

– Raro -repitió Raisa en el mismo tono de sospecha, y Propenko se mordió la mejilla por dentro para no gritarle. Sintió que lo invadía el malhumor, surgiendo de un profundo valle invisible y desplegándose ante sus ojos. Luchó contra él. Se dijo que acababan de nombrarlo director de un proyecto importante (la propia Bessarovich), promovido por encima de varios candidatos más probables. Cuando eso falló, recordó sus días de boxeo, pero las memorias del box pertenecían a otra época, tan excelente y desvaencida como el sueño socialista. Lo que lo salvó por fin fue sencillamente el paisaje, los llanos alrededores de Vostok cediendo su lugar a los trigales, el trigal a ricos pastos. A medida que el camino se volvía hacia el noroeste, alejándose del río, el terreno se levantaba y ondulaba. Propenko admitía ser un tanto sentimental en cuanto a la vida de campo. Nunca había vivido fuera de una ciudad más de unas pocas semanas a la vez y alimentaba la idea de que la gente que ve bosques y campos todos los días no sufren de depresión. En la dacha nunca estaba deprimido, y tampoco lo estaban, por lo que veía, Raisa o Marya Petrovna o Lydia. No recordaba que sus padres discutieran allí, ni que su hermana se emborrachara hasta llorar, ni que los vecinos se gritaran los unos a los otros como hacían tan a menudo en los corredores de cemento de la avenida Octubre. El campo era una medicina para él y la tomaba agradecido. Para cuando dejaron el camino y tomaron la calle polvorienta que llevaba a la colonia de dachas, estaba casi en paz.

La comunidad de dachas había sido construida en unas cien hectáreas de tierra ondulada que habían pertenecido a uno de los intendentes prerrevolucionarios de Voslok. Era un lugar escogido, bordeado por un río limpio, rodeado por bosques y. aún dividido en un damero de lotes de treinta metros, de algún modo conservaba la sensación mágica de tierra rusa sin alambrados. Después de décadas de servir como obediente corresponsal al diario Trabajo Soviético, habían concedido al padre de Propenko un lote a principios de los años sesenta. Al principio, él y su familia habían utilizado la tierra sólo para cultivar verduras, pero poco a poco, haciendo uso de sus numerosas relaciones en la industria de la construcción, y a la fuerza de su hijo, el viejo Propenko había construido una dacha, cuatro habitaciones cuadradas con un altillo, en la que podían dormir seis personas.