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Ya podían ver la dacha, la primera de una hilera de once, un templo de ladrillos de ceniza con lecho de metal en punta, y pequeños portales de madera al frente y atrás. Propenko detuvo el auto, la familia sacó el equipaje como un equipo entrenado y se reunió en el pórtico del frente bajo la última luz del día. El alcanzó a oír el ruido de un martilleo apresurado a algunos lotes de distancia. Olió la carne que estaban asando cerca. Frente a la cerca de estacas que él y su padre habían construido, y él y su hija habían pintado recientemente, vio una luz en la cocina vecina.

– Lydia -dijo-, ve al lado y trae a Vladimir Victorovich. Tengo una sorpresa.

Rescató la botella del baúl; la había rodeado de hielo y envuelto en una toalla, y estaba húmeda y todavía tría. Raisa arrastró la pesada mesa de café de la sala de estar y la empujó cerca de las pesadas sillas de madera del portal. Marya Petrovna llevó copas y platos y el pan fresco que habían traído de la ciudad. Cuando Lydia volvió, el vecino que odiaba a los bolcheviques la acompañaba, sonriente y bebido, y con un queso en el hueco del codo.

– Los hijos de perra ahora asesinan gente.

Vladimir Tolkachev había sido el más viejo amigo del padre de Propenko. Habían crecido juntos en la calle Engels, habían hecho el servicio militar al mismo tiempo y habían ido a la universidad juntos después de la guerra. Propenko lo quería como a un tío.

– El perro de Kabanov está detrás de esto -dijo Tolkachev.

– Detrás de todo -convino Marya Petrovna-. La mano oculta.

Propenko miró a Lydia por encima de los anteojos. No estaba escuchando ni comiendo.

– El otro hijo de perra, Puchkov, es su gran amigo.

Marya Petrovna gruñó. Raisa tenía los hombros encorvados. Su buena disposición había desaparecido. Propenko se sentía acechado por un demonio pesimista: tenía unos momentos de paz y luego el demonio le golpeaba el hombro; una pequeña buena noticia, y el demonio se entrometía con una mala.

– Los mineros los van a arreglar-di jo Marya Petrovna. Lo venía diciendo desde que Lydia estaba en pañales. Seguía los paros mineros como un fanático del fútbol sigue los partidos de la liga.

Propenko hizo saltar el corcho al patio y lleno las copas.

– Tengo una noticia -dijo, e hizo una pausa, incapaz de resistirse a un poco de melodrama-. Un programa americano de distribución de alimentos llegará a esta ciudad la próxima semana y esta mañana me nombraron su Director.

Ante su asombro, Raisa, Tolkachev y Marya Petrovna lanzaron fuertes hurrás. Las mujeres se levantaron y lo abrazaron donde estaba sentado, pasándole los brazos gordos alrededor del cuello y con el aliento sobre sus mejillas. Sus amigos de la oficina también habían armado un alboroto, con bromas sobre viajes a Nueva York, cuentas en moneda fuerte, pero no había esperado este tipo de reacción en su casa. Esto parecía salir directamente de su sueño de la piña y no lo comprendió hasta que Raisa apoyó la cara contra la suya y dijo:

– Por fin buenas noticias.

Sintió que Lydia se apretaba contra él y se inclinaba para felicitarlo.

– Dios te bendiga, papá -dijo, pasándole el brazo alrededor del cuello y derramando unas lágrimas. El le puso una mano sobre el hombro y sintió que temblaba.

Cayó la hermosa noche de agosto. Bebieron el champaña despacio, adaptándose al ritmo del campo. Durante la cena compuesta de verduras frescas, pan del día y crema agria, Tolkachev despotricó contra el hijo de puta de Mikhail Lvovich Kabanov, el Primer Secretario de Vostok, y sus compañeros hijos de puta en Moscú, Pavlov y Puchkov y Alksnis. Marya Petrovna que cabeceaba sobre su cuello arrugado, agregó alguna palabra al azar y mató algún mosquito ocasional sobre su rodilla. Torpedearon al dúo de cabellos entrecanos con preguntas sobre el programa de alimentos: ¿Cuántos americanos vendrían a Moscú? ¿La familia y los amigos del Director del Soviet serían presentados? ¿La hija del Director del Soviet podría practicar su inglés con un nativo? ¿Qué clase de alimentos iban a distribuir? ¿A quiénes?

Propenko repartió su reducida cantidad de información con gusto, pero ahora trataba de restar importancia a todo porque sentía que una pequeña serpiente de preocupación se deslizaba por los compartimentos de su mente. Hablaron, bromearon y se quejaron durante más de una hora, pero él observaba a Lydia todo el tiempo, incapaz de festejar sin ella. Cuando Tolkachev se fue, y Marya Petrovna y Raisa fueron adentro a preparar las camas, le pidió que lo acompañara a dar un paseo.

Caminaron despacio por la calle oscura, con mucho tiento para eludir piedras y baches, sin hablar. Los grillos gorjeaban y silbaban. En uno de los lotes oscuros, alguien gemía una vieja canción ucraniana acompañándose con el rasgueo de una guitarra.

– La madre de mi padre era creyente, sabes -dijo Propenko con la esperanza de que un viejo secreto de familia la llevara a abrirse-. Cuando dijiste "Dios te bendiga" hace un rato me acordé de ella. Lo decía todo el tiempo.

Una sombra se cruzó en el paso y los saludó por su nombre.

– Antes de la guerra ir a la iglesia suponía un gran riesgo -siguió Propenko, repitiendo todo lo que ella ya sabía-. Mi padre era un comunista obediente, y ahí estaba su propia madre, yendo a los servicios religiosos, bendiciendo a la gente en la casa, santiguándose. Causaba muchos problemas.

– Los comunistas obedientes siempre provocan muchos problemas -¡dijo Lydia, y Propenko se sintió vagamente ofendido.

A la derecha y detrás de ellos, la luna llena iluminaba la copa de los árboles. Propenko recordó que Vzyatin había dicho que habían hecho salir al guardián de la iglesia y le habían disparado en el cementerio, un buen blanco a esta altura del mes.

– Esta mañana te quise decir -le dijo cuando habían alcanzado casi el final del camino, tu madre y yo, los dos te queríamos decir… cuánto sentíamos lo de tu amigo.

– Más que un amigo.

– Por cierto.

Más allá de la última dacha, el camino se deterioraba y terminaba en un montón de hierba mala y una pequeña pila de escombros. La brisa espantaba a los mosquitos. Propenko estaba sentado sobre una viga de madera retorcida y le hizo señas a Lydia de que se sentara a su lado. Lo que él quería era eliminar la molestia que de alguna manera se había instalado entre ellos durante los últimos meses. En este tiempo, había quedado claro que Lydia quería apartarse de él y de Raisa, que estaba intentando desprenderse de una piel vieja que le habían puesto encima cuando se inscribió en la universidad, que quería tomar su lugar entre ellos no como una adolescente sino como adulta. No se oponía a que lo hiciera. Había visto el daño que sus padres le hicieron a su hermana cuando insistieron en mantener un control sobre ella hasta bien entrada en sus treinta. El padre, sobre todo, no había podido aflojar la rienda, y Sonya se había vengado dándose a la bebida, su dependencia prolongada y un matrimonio precipitado y desgraciado que había acabado mal. Con la muerte repentina de sus padres quedó abandonada en el mundo, un cometa sin rumbo en el aire; sólo la unía a la tierra su sombrío hermano menor. Emocionalmente tenía la mitad de la edad de Lydia, y Propenko quería evitar que se repitiera esa misma tragedia familiar.