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De todos modos no podía romper del todo con el modelo. Cuando le hablaba a Lydia estos días sólo oía la voz de un padre no la de un amigo. Y ella se lo pagaba con exabruptos ocasionales en la mesa, alusiones a "burócratas cobardes de Moscú" y "títeres gorbachovianos" lastimándolo sin querer. Sus diferencias eran en general generacionales. El era un comunista obediente, siempre lo había sido, siempre había creído en los principios del partido (voluntarismo, igualitarismo, modestia) aun ante la evidencia de su corrupción profunda y repetida. Como su maltratado presidente, todavía se aferraba a la vieja estructura herrumbrada y esperaba verla reformada algún día, mientras que lo único que Lydia quería era echarla abajo y empezar de nuevo.

Después de esos exabruptos periódicos, él se encerraba, por reflejo, en un modelo de autoridad semipaternal. Cortinas sutiles e invisibles se instalaban entre ellos.

Esta noche quería echarlas todas abajo.

– No es la misma cosa exactamente -dijo-, pero cuando tu abuela y abuelo murieron, no pude hacer nada durante semanas. Me quedaba sentado en mi oficina mirando por la ventana, o me quedaba en casa y dormía, o simplemente caminaba, o trabajaba en el gimnasio durante tres o cuatro horas seguidas. Eras demasiado pequeña para recordarlo.

Al principio, Lydia no lo miró ni habló, a Propenko le preocupó que la referencia a la infancia la hubiera herido.

– Me pasa justo lo contrario -dijo por fin, mirando hacia atrás por el camino-. Yo sí quiero trabajar.

– Bueno, eso está muy bien. -¿Por qué se hacía tan difícil hablar?- Mañana puedes trabajar conmigo aquí. Las clases comenzarán pronto, puedes…

– Voy a asumir las tareas de Tikhonovich en la iglesia.

– ¿Qué? ¿Qué tareas?

– Todas las tareas. El cuidado de la iglesia. -Lydia se echó el cabello detrás de la oreja y lo miró desafiante, su cara toda sombras, y luz de luna. Y sexualidad inocente. Había heredado el busto grande de la madre y los cálidos ojos separados, y la talla atlética de él, todos los rasgos más peligrosos para una mujer, pensaba a veces Propenko, todo lo que atraería a los hombres como la sangre caliente a los tiburones. Era un tema que nunca habían tocado.

¿Y las reuniones políticas? hubiera querido preguntar, pero antes de que la frase le llegara a los labios se transformó:

– ¿Y tus estudios?

– Cuando comiencen las clases trabajaré después de clase y los fines de semana.

El se dispuso a objetar. Iba a decir: "Pero no nos consultaste" o "Pero ahí va a haber peligro ahora" o "Pero tu madre siempre va a estar preocupada" o "Pero sólo tienes veinte años". Preparó una frase sobre la vuelta del padre Alexei, luego otra sobre el entierro, pero no pronunció ninguna de las dos.

La tristeza de Lydia había desaparecido, remplazada por una furia a fuego lento.

– En nuestro país hay ahora dos opciones -dijo, con voz segura, una voz de adulto-. O uno espera, o hace algo.

Propenko esperaba.

7

Czesich hubiese preferido cenar en uno de los kooperativi de Moscú, los pequeños lugares privados que Gorbachov había legalizado a fines de la década del ochenta, pero Julie le dijo que los kooperativi ahora habían caído todos bajo el control del crimen organizado y no se sentiría bien gastando su dinero allí.

– ¿Qué tiene de malo la comida del crimen organizado? -bromeó por teléfono-. Algunos de los mejores restaurantes donde he comido pertenecían a la pandilla. ¿Qué tiene eso de malo? Tú no dejas de sacar la basura a la calle sólo porque la transporta el crimen organizado ¿no es cierto? Una persona tiene que comer.

Pero ella dijo que sería enviar el mensaje incorrecto, de modo que él acabó por reservar una mesa en el Ladoga, uno de los enormes restaurantes estatales donde los mozos y mozas le sirven a uno sólo sobre la base del soborno.

Al llegar Czesich pronunció las palabras mágicas: "Embajada Americana", y el administratr lo guió entre una multitud de parejas que suplicaban por una mesa a través de un juego de puertas decoradas. Cruzaron un enorme salón con arañas, salpicado de mesas vacías, y le señaló un reservado al lado de la pista de baile.

Julie lo besó levemente en la boca.

Aunque no lo parecía a primera vista, en estos lugares había dos menús, el menú para mostrar y el menú real. El menú para mostrar era un gran cartón con una lista de docenas y docenas de platos, ensalada de cangrejo, costillas de cerdo, zanahorias a la crema, que no se servían allí desde Chekhov. Estas comidas se servían en principye (en principio) lo que quería decir en su imaginación o en la vida por venir o en los años antes de Lenin.

Lo que en realidad estaba disponible era los seis u ocho platos en el enorme menú para mostrar que tenían un precio al lado. Y aún así todo dependía del estado de ánimo del chef y los caprichos del corrupto apparatchiki del servicio de comida.

– ¿De modo que has superado el cansancio del viaje en avión, Antón Antonovich? -quiso saber Julie. Ahora se había liberado de la oficina y se mostraba más cálida.

– Apenas. -Buscó con la vista un camarero en el salón enorme.- Estuve caminando todo el día. Podría comer una vaca.

– ¿Siempre te pones tan irritable cuando tienes hambre?

– Peor -dijo él-. Positivamente menstrual.

– Había olvidado qué bonita era la risa de Julie. Otros pocos comensales con suerte fueron apareciendo por la puerta.

Al otro lado de la pista de baile una fiesta de casamiento estaba ya en el postre, y más allá, mucho más lejos, dos mozos de pie al lado de una mesa grande doblaban servilletas con toda calma. Czesich levantó un brazo. Uno de los mozos pareció a punto de verlo, pero luego dejó que sus ojos flotaran hacia arriba hasta las cortinas de terciopelo hechas jirones

– Ni siquiera pan y manteca, por Dios.

Julie observó cómo sufría y él exageró un poco la nota para divertirla. Esta noche se sentía esperanzado, capaz de dominar su reciente conmoción interna, capaz de hacer que Julie gozara con su compañía de nuevo. En los días posteriores a su encuentro en la embajada, había visitado dos veces a una vieja amiga disidente en la capital, y una parte de la capacidad de adaptación de la mujer parecía haberle contagiado.

Otro camarero de chaqueta azul apareció a media distancia. Czesich le hizo una seña.

– Enseguida vuelvo, enseguida vuelvo -gritó el mozo mientras corría hacia las puertas batientes de la cocina.

Lo más conspicuamente posible, Czesich sacó un paquete de cigarrillos sin abrir de su chaqueta y lo colocó entre su brazo y el de Julie. bien a la vista. En menos de treinta segundos un mozo de bigotes estaba a su lado con pan, dos porciones de mantequilla, dos botellas de agua mineral, con la promesa de volver "en un pequeño segundo" para tomarles el pedido. Miró los cigarrillos con los ojos bien abiertos pero no los tocó.

– Sorprendente que tenga que ser Marlboros -observó Julie.

Czesich untaba con mantequilla dos rebanadas de pan al mismo tiempo.

– Una vez cometí el error de usarWinstons para un viaje en taxi. El conductor casi me escupe encima.

– Es esa cosa del vaquero. El Hombre Marlboro. Interesa al mercado negro.

– Esta vez no he visto a tantos en las calles -dijo Czesich. El primer bocado de pan lo había calmado-. Cuando estuve aquí para la exposición de Diseño-USA estaban al acecho en los hoteles como buitres.

– Puchkov está en una cruzada para eliminar todo vestigio de actividad del mercado negro. El azote de la decadencia occidental y todo eso, ya sabes.

Lo sabía. No era el momento adecuado para empezar a hablar de Puchkov.

– ¿Champaña, vodka o vino?

– ¿No podríamos dejar de ser alcohólicos por una vez?