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– Sería ofender las pautas de la comunidad.

– Vino.

Czesich logró que el camarero lo mirara y con un dedo se golpeó el costado del cuello.

– Una botella de Tsinandali -dijo cuando el hombre se acercó.

Antes de que Czesich pudiera abordar el tema de la comida, el camarero sonrió con afectación y se dirigió a la cocina. Czesich casi lo siguió pero se contuvo. La clave esta noche era parecer sensato y responsable, el tipo de hombre que podían despachar a la provincia. Solo, sin correr riesgo alguno.

– ¿Cómo pasaste el fin de semana?

El dio una respuesta breve. Había visitado algunos de sus lugares favoritos: la pequeña iglesia obrera frente al parque de Empresas Económicas, el monasterio de Kholomenskoe, el vecindario de la Embajada de Canadá. No le contó que había recorrido de arriba abajo las calles curvas de cuatrocientos años que había allí, maravillado ante los edificios color pastel y formulando una estrategia. No dijo que había pasado la mayor parte del lunes y el martes haciendo provisión de comida y artículos para regalos en los negocios que trabajaban con moneda fuerte y en el economato de la embajada, ni que había inflado el Programa Piloto de Distribución de Alimentos a la categoría de salvación de Rusia y de la suya propia.

– ¿De modo que todavía vas a la iglesia?

– Más y más últimamente -dijo él-. En general por el canto, pero no sólo por eso. ¿Y tú?

– No después de Ted.

– ¿Cómo está Ted?

– Ted juega al golf. A esta altura del año, Ted se desplaza en su Mercedes a Carolina del Sur y se dedica a los tiros al hoyo y lo que sea todo el invierno. El mes pasado me mandó una postal desde Nueva Jersey diciéndome que había hecho un hoyo en uno. Me llenó de alegría.

– Bravo. -Czesich tomó otra rebanada de pan. Los invitados de la fiesta de casamiento se emborrachaban y se hacían oír. El mozo de bigotes estaba en el exilio.- ¿Cómo fue la vida con Ted? -dijo tratando de sonar casual.

– Ted -comenzó Julie, y Czesich, que prestaba atención para no dejar pasar ningún matiz, registró cada cambio de entonación, cada parpadeo-. Ted era el eterno optimista. Fue una ayuda durante algunos años, luego se volvió aburrido. Me pasaba el tiempo esperando que se enfermara o le pasara algo, por lo menos una vez, aunque fuera una gripe. Era un verdadero toro.

– ¿Y cómo era Ted en la cama?

Julie frunció los labios en gesto de desaprobación.

– Has estado bebiendo.

– Nada.

Ella desvió la vista y luego volvió a mirarlo.

– Magnífico -dijo. Sin convencimiento-. Fíjate que no te pregunto por Marie.

– Bravo.

– Has estado bebiendo.

– Sólo una al paso antes de salir.

Julie no le preguntó por Marie porque ya lo sabía. Hacía veintitrés años, cuando estaban desnudos y sudorosos en una habitación de hotel en Novosibirsk le había pedido que le describiera cómo hacía el amor su novia. "Muy católica romana", le dijo, mientras lamía el sudor de su hombro. El tenía una memoria excelente para ese tipo de cosas, pese a todas sus encantadoras deslealtades.

Un ruido como de barrilete de metal que chocaban entre ellos resonó en el amplio salón. Czesich levantó la vista y vio que la orquesta se había instalado en el escenario.

– Gospodi pomilui -dijo-. Padre ten piedad. Se puso de pie, y manteniendo una expresión razonable en su cara hasta que Julie ya no pudo verlo, se dirigió a las puertas batientes.

Las paredes de la cocina estaban revestidas con azulejos blancos, y el aire estaba lleno de vapor. Media docena de camareros se paseaban por ahí, fumando, sin preocuparse por la presencia de un extranjero bien vestido en la cocina. Lo observaron con indiferencia y volvieron su mirada vacía a un lacónico secado de vasos limpios con servilletas de tela limpias o a dejar caer la ceniza de cigarrillos extranjeros en ceniceros de papel de estaño. Dos chefs golpeaban cosas detrás de un mostrador de azulejos blancos húmedos.

Czesich echó una mirada a este circo. De ordinario lo habría divertido (especialmente después de las copas bebidas en el hotel) pero su estómago le molestaba, tenía la boca húmeda, la química de su sangre se volvía frenética. Estaba en los genes. Su padre siempre se había paseado de un lado a otro en la cocina como un tigre antes de la cena, una noche húmeda de verano había iniciado un pequeño pugilato mientras esperaba en la fila del Dairy Queen en la plaza Maverick. Como precaución, Czesich hundió bien las manos en los bolsillos del pantalón.

Había tomado la costumbre de llevar dólares en el bolsillo de la derecha, y rublos y kopeks en el de la izquierda. La embajada mantenía todavía una política estricta contra el uso de dólares en cualquier parte salvo en las tiendas Beriozka o los bares de hoteles que se manejaban con moneda fuerte, y técnicamente la ley soviética lo prohibía. Pero ya estaba más allá de todo eso.

Llevó al mozo de bigotes a un costado y le puso una mano sobre el hombro para retener su atención. La otra mano pescó uno de los billetes que tenía en el bolsillo de la derecha (resultó ser de diez) y lo dejó en la mano del mozo. El mozo echó una mirada hacia abajo e hizo desaparecer el billete.

– Escuche -dijo Czesich, acercándole la cara, al estilo soviético-, esta noche le voy a pedir a esa mujer que se case conmigo y quiero lo mejor que tengan: caviar negro, cordero, tomates, un poco de coñac al final.

– Esta noche no hay tomates -dijo el mozo-, los tomates se terminaron.

– Tonterías. Acabo de ver que llevó algunos pequeños a la mesa de al lado.

El mozo se encogió de hombros.

– Quizá haya algunos pequeños en depósito.

– Muy bien. Traiga el vino y alguna clase de zakuski en seguida.

Czesich apretó los hombros del mozo fraternalmente y salió para encontrarse con una ensordecedora versión de I Just Calleed to Say I Love You.

Julie levantó las cejas al verlo. Tenía puestos unos aros colgantes de oro con piedras de malaquita.

– ¿Conversación de hombres?-gritó para hacerse oír.

– De la especie más pura. Le dije que me iba a declarar esta noche, de modo que actúa como si fuera así.

Ella sonrió, pero con una expresión un tanto preocupada que él no comprendió.

Las parejas bailaban sin hacer ningún caso del ritmo.

– ¿Cómo se declaró Ted?

– ¿Por qué este repentino entusiasmo con Ted? Tuviste siete años para hacerme preguntas sobre él.

– No podía preguntarte estas cosas cuando todavía estabas casada. No hubiera sido correcto.

– ¿Código de honor masculino?

– Algo así.

El mozo les trajo el vino y un pequeño bol de caviar rodeado de pepinos cortados y rábanos. Los comensales de las mesas vecinas los miraron fijamente.

– Me llevó a la Riviera (Bandol) y se declaró en la playa después de una cena exquisita.

– Muy lindo.

– Lo rechacé.

– Malo para Ted.

– Yo estaba por salir para mi destino en Marruecos y él todavía tenía su negocio en Baltimore. No me interesaba un matrimonio a larga distancia, y se lo dije.

– Y él dijo que iría a jugar al golf a Rabat durante unos años. -Czesich untaba con caviar un trozo de pan como si fuera manteca de maní y sentía que le remordía la conciencia. Fuera de estas paredes privilegiadas, había gente haciendo cola una hora para conseguir pan; el caviar, en un tiempo una exquisitez para la clase media, era tan escaso como el nombre de Brezhnev en el cartel de una calle.

– Ted vendió el negocio a su hijo y fue a Marruecos conmigo. Y tampoco jugó al golf. Eso es lo que intriga tanto en ese hombre. Está perpetuamente contento. Si su vida consiste en vender Mercedes siete días por semana, es feliz. Si se trata de sentarse al lado de la piscina en Rabat e ir a las recepciones en la embajada por la noche, también es feliz.

– Un hombre de principios.